Descubriendo a Pär Lagerkvist

La primera en llegar fue Sofía; ella siempre llegaba temprano. Media hora antes de lo pactado tocó a la puerta con aires de grandeza. Tuvieron que dejarla pasar, darle abrigo y hablarle como si fuera otro amigo más. Se sentó al lado de él y hasta tuvo la desfachatez de exigirle algo para tomar. ¿Pero quién se creía que era? ¿No se daba cuenta de que nadie la soportaba? Todo parecía indicar que no, que no se daba cuenta, aunque a veces se lo hacían tan evidente. Quizá sí lo sabía, todos pensaban en el fondo que no era tan idiota como aparentaba; a lo mejor creía que tarde o temprano, siempre que no los perdiera de vista, terminarían por aceptarla; o tal vez aquella era su forma de castigarlos por tanto maltrato disimulado y tantas risas a sus espaldas.
Así que Sofía llegó temprano y se sentó justo a su lado. Él la miró con cara de no me toqués, que disimuló con la excusa de un malestar estomacal. Le dijo que le dolía un poco el estómago, algo que no era del todo mentira, y para acentuar su afirmación dejó escapar una sonora flatulencia. Luego se disculpó, dejó la habitación y se encerró en el baño.
Pero qué pesada, qué ganas de molestar, siempre lo mismo, viejo… Había que bancársela, no quedaba otra, era amiga de Mariela y Mariela era una amiga; además, pobre mina, si no era por ellos, no salía con nadie, así que… A otra cosa. Resignado, se bajó los pantalones y se dispuso a hacer lo que había ido a hacer. Se sentó en el inodoro y, acto seguido, contrajo el abdomen e hizo fuerza hasta con los dientes. Nada, apenas un dolor de cabeza punzante y el mismo malestar de estómago, ahora acentuado por el esfuerzo. Miró en derredor, como pidiendo auxilio con la mirada, y posó la vista en el revistero que había en un rincón. Claro, ¿dónde más útil un revistero sino en el cuarto de baño? Miró un par de revistas de actualidad, intentó hacer mentalmente un crucigrama, luego llamó su atención un pequeño libro ajado, roñoso y maloliente. Lo tomó con ambas manos y lo revisó cuidadosamente. El título del libro era El enano, nada fuera de lo común, un nombre como cualquier otro.
Abrió el libro en una página al azar y leyó:
“La felicidad de la princesa Teodora depende de mí. Yo llevo su secreto en mi corazón, pero nunca se me ha escapado una palabra. ¿Por qué? No sé. La odio, quisiera verla muerta, quisiera verla arder en los fuegos del infierno, con las piernas abiertas y las llamas lamiéndole su vientre repugnante. Aborrezco la depravación de sus costumbres…”
Se detuvo. Algo había hecho clic en su cabeza. Buscó el nombre del autor en la portada: Pär Lagerkvist. No lo conocía, nunca lo había oído nombrar, no tenía la menor idea de quién era. Volvió a leer la frase, ahora completamente fascinado. Había una verdad oculta en aquellas palabras, una necesidad descubierta. Pero qué cosa más increíble había ocurrido: nunca se había puesto a pensar que cualquier día podía abrir un libro cualquiera, leer una frase al azar y que con solo eso su vida pudiese cambiar completamente en un abrir y cerrar de ojos. Tan relajado y contento se puso con su “descubrimiento divino” que escuchó, al fin, un golpe secó en el agua; inmediatamente sintió el bienestar en el estómago. Feliz, sonrío durante largos minutos. Luego se debatió entre quedarse a seguir leyendo un rato más o abandonar el trono; decidió salir, de todas formas, con esa sola frase había bastado. Ya era otro, no necesitaba seguir leyendo más; para eso existían los libros ¿o no? Para que la gente cambiase sin importar cuántas páginas leyesen. Así que se limpió rápidamente, guardó el libro en el revistero y salió del baño sin tirar la cadena, sin lavarse las manos, sin siquiera rociar el aire con el desodorante de ambiente, pensando en la posibilidad de que la próxima en entrar fuera Sofía; ojalá. Aquel horrible sorete sería su primera trampa de muchas.
Cuando volvió al comedor, Sofía estaba sentada en el mismo sillón, pero encima de su campera. Cerda, ¿acaso no se daba cuenta de que su culo estaba aplastando la campera? La odiaba, la aborrecía. Le tenía el mismo asco que el enano a la princesa Teodora. No obstante, se sentó a su lado, sin decirle nada sobre la campera, le sonrió sin un solo asomo de maldad, y le preguntó adónde le gustaría ir aquella noche. Sofía, contenta con la pregunta y con que alguien le dirigiera la palabra, enunció una larga lista de probabilidades, lugares todos tan mersos y desagradables como lo era ella misma. Qué sonrisa más estúpida que tenía, que vulgares eran sus palabras. Pero ya iba a cambiar, ya todo iba a cambiar, él la haría cambiar, ya vería.
En eso entró Joaquín, al grito de Mariela no viene, ahora qué corno hacemos. Él lo miró como si nada y luego, clavando su vista en los ojos de Sofía, le dijo que podrían ir a Tiroloco, tercer lugar en la lista de su apestosa compañera. Sofía sonrió hasta con los ojos y escupió un sí largo y agudo que taladró sus oídos, y le sonó parecido al grito de una rata. Él la tomó de las manos y le sonrió; luego le ofreció un chicle. Tras el asentimiento de su desagradable compañera, le puso un chicle en la boca con la misma mano con la que se había limpiado el culo; la misma que había rehusado a lavarse.
Joaquín, totalmente en desacuerdo con el lugar adonde su estimado amigo había propuesto ir, desistió inmediatamente de salir; total, era su casa y podía quedarse todo el tiempo que quisiera. ¿Y los otros? Que se fueran cuanto antes; que se quedara su amigo era una cosa, pero esa insoportable... No, eso era demasiado. Sofía se entristeció un segundo; luego, con ojos esperanzados, olvidándose completamente de Joaquín, le preguntó a él qué pensaba hacer. Cuando él le respondió que la noche todavía estaba en pañales, ella sonrió y chilló todavía más fuerte. El chillido aún salía de su boca mientras se alejaba por el pasillo, camino obligatorio para ir al baño.
Joaquín se lo quedó mirando con cara de idiota, como haciendo un esfuerzo enorme por comprender la situación, y él no le hizo caso. Se calzó la campera, que estaba tibia, algo que le desagradó, y esperó con paciencia el inevitable grito. ¡Qué asco! ¡No tiraron la cadena! El grito les llegó algo apagado, pero entendieron cada palabra. Los dos amigos sonrieron, y él aprovechó para confiarle a Joaquín que tampoco se había lavado las manos y para preguntarle si quería él también que le diera un chicle en la boca. Fue entonces cuando a Joaquín le cayó la ficha que le faltaba. Largó un sonoro qué hijo de puta y se desenvolvió en una estridente y contagiosa sonrisa.
Ambos rieron y se perdieron en una única carcajada que duró varios minutos.
Entre jadeos, Joaquín murmuró unas palabras inentendibles, algo así como que no se zarpara mucho. Él le respondió con un gesto bien ambiguo, el cual le decía que le prometía no ser tan despiadado, pero que también le prometía más carcajadas como aquella en el futuro próximo.
Después de todo, querida Teodora, amiga Sofía, la noche todavía estaba en pañales…

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio del 2009
Publicado en Tatuajes del alma,
Creadores Argentinos, Septiembre de 2009.