La vida con el primo

Una semana atrás, andaba buscando 2 carpetas donde guardaba viejos recortes de diarios. Sabía que las había traído conmigo en la mudanza, pero no tenía la menor idea de dónde las había puesto. Busqué por un tiempo sin encontrarlas hasta que tuve la idea de revisar la cajonera. Tenía 3 cajones: el primero estaba atiborrado de lapiceras, cajas vacías de cd, resaltadores gastados y demás artículos de librería, ahora inservibles, que vaya a saber por qué había guardado; el segundo contenía 3 resmas oficio sin abrir que no recordaba haber comprado y 2 anotadores que nunca había visto en mi vida; en el tercer cajón, entre cuentas pagas, diversas facturas y 2 cepillos de dientes viejos, encontré 3 pequeños recipientes de plástico transparente repletos de encendedores. Esto me llamó poderosamente la atención: calculé que había 23 encendedores y me parecía imposible que todos me pertenecieran.
Resignado y sorprendido por mi hallazgo, abandoné la búsqueda (debo decir en este punto que soy una persona que se frustra fácilmente, ya que mi departamento tiene tan sólo 2 ambientes y no había muchos más lugares donde continuar buscando). De todos modos, en ese momento creí que jamás encontraría las carpetas en cuestión; y además, me sentí fascinado por el contenido de aquellos recipientes circulares. Así que los saqué de la seguridad del tercer cajón y los llevé a la mesa, a fin de poder analizarlos minuciosamente.
Lejos de guardar la compostura, los di vuelta con cierta brusquedad e impaciencia y desparramé los encendedores sobre la mesa. Los fui juntando lentamente y los conté: en total, eran 29. Luego los revisé uno por uno: aunque parecía cromáticamente imposible, sólo había 5 colores repetidos, los demás encendedores creaban una gama casi completa desde el violeta al rojo. Algunos eran viejos y estaban prácticamente consumidos, otros, estaban casi nuevos y se notaba que apenas habían sido usados. A un pequeño grupo le faltaba la infaltable etiqueta de seguridad que indica que “el gas es inflamable”, pero tenían el distinguible holograma de IRAM; a otro grupo le faltaba el distinguible holograma, pero tenían la infaltable etiqueta; muy pocos tenían ambos; la mayoría estaban completamente desnudos
Desarmé los grupos y armé 2 nuevos, de acuerdo a si recordaba o no el encendedor en cuestión: después de un breve momento mental recordatorio, reconocí al menos la mitad, aunque acepto que la mayoría era de dudosa procedencia; el resto tenían que ser encendedores secuestrados, producto del olvido ajeno o de la avivada propia.
A fin de poder recordar la abundante cantidad de datos que me eran proveídos por mi incesante análisis, fui anotando mis conclusiones en uno de los 2 anotadores que había encontrado en el segundo cajón. Decidí organizarlos en 3 subconjuntos: en uno coloqué los encendedores por su color; en otro, por su procedencia; en el último, según tuviesen o no la etiqueta y el holograma. Los 3 subconjuntos desprendidos del conjunto inicial arrojaron, entonces, los siguientes datos:
· 29 encendedores según color: 5 repetidos, 11 claros, 13 oscuros.
· 29 encendedores según procedencia: 5 robados descadaramente u olvidados, 7 no reconocidos, 17 reconocidos dudosamente.
· 29 encendedores según etiquetas y hologramas: 3 con ambos; 5 sin etiqueta infaltable, pero con distinguible holograma; 7 sin distinguible holograma, pero con etiqueta infaltable; 17 completamente desnudos.
Contento y orgulloso de mis subconjuntos, analicé los datos anotados. Aunque no había conseguido descubrir nada nuevo, había algo ahí, en esas anotaciones, que me llamaba mucho la atención, pero no sabía exactamente qué era. Lejos de ser dotado, matemáticamente hablando, decidí olvidarme de encendedores, colores, procedencias y etiquetas y anoté sólo las 3 series de números: 29, 5, 11, 13; 29, 5, 7, 17; 29, 3, 5, 7, 17. Seguí sin encontrar nada, y comencé a recordar los dichos de la Profa. López de tercer y quinto año, únicas oportunidades en que no había aplazado matemáticas. Atrapado por la curiosidad, decidí quitar los números repetidos; el resultado dio lo siguiente: 3, 5, 7, 11, 13, 17, 29. Nada, absolutamente nada. Faltaba algo, algo que se escapaba de mis conocimientos y de mis recuerdos.
Para terminar de una vez con el asunto, decidí realizar un pequeño experimento: con la ayuda de un té de hiervas neozelandés y un edulcorante vencido hacía 3 meses atrás, intenté entrar en trance y así recordar las olvidadas clases de matemática de tercer y quinto año; lo logré a los 5 minutos. De repente, me invadió el fantasma pasado de la Profa. López, y con voz de ultratumba, ciertamente afeminada, e incapaz de controlar mis cuerdas vocales, me escuché a mí mismo diciendo lo siguiente:
“Un número primo, chicos, es un número natural que tiene únicamente dos divisores naturales distintos: el 1 y él mismo. Su estudio es una parte importante de la Teoría de los Números, la rama de las matemáticas que comprende el estudio de los números naturales, pero también, como toda abstracción matemática, puede aplicarse a la vida cotidiana. Anoten lo siguiente: los números primos menores a 100 son: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29…”.
Y entonces salí del trance. Busqué rápidamente un Uvasal y me lo bajé de un trago; tenía el estómago un poco revuelto. Luego volví a la mesa y revisé una vez más mis anotaciones. Allí estaban, aquello era lo que me llamaba la atención (la profesora tenía razón después de todo): mis datos arrojaban números primos. Pero eso no era todo: a los 29 encendedores que había encontrado, con sus consiguientes 3 subconjuntos llenos de números primos, se le sumaban los 3 recipientes plásticos circulares que los contenían, las 2 carpetas que andaba buscando en los 2 ambientes de mi departamento, los 3 cajones de la cajonera, las 3 resmas compradas sin saber por qué, los 2 anotadores irreconocibles, los 2 cepillos de dientes viejos, mis 5 años de secundaria estudiando matemática, 2 de ellos sin aplazarla (el 3 y el 5), mis 2 hermanos, mis 29 años, los 11 veranos pasados en la costa atlántica, las 13 veces que vi Seven, los 23 pares de medias que había en el placard, las 17 cuadras que me separaban del trabajo, la inmensa cantidad de 7up que había tomado en mi vida… Y sí, claro que sí, allí estaban todos esos números primos que me rodeaban y que, por primera vez en la vida, veía como propios y cotidianos. Volví a rememorar a mi profesora y sonreí con cierta picardía: recordé todas las veces que me había preguntado para qué estudiábamos matemática si luego nunca íbamos a aplicar los conocimientos en ningún lado. Como respuesta, el estómago gruñó, y todo aquél que haya tomado un Uvasal sabe qué pasó después: en medio del brutal e incontenible eructo, me pareció escuchar la voz de la Profa. López por última vez: “La matemática, chicos, se aplica a la vida”. No pude más que concordar con ella. Era cierto, allí estaban todos esos números primos, en mi vida cotidiana, y me pregunté qué otros números me encontraría si revisaba, para dar un ejemplo, las lapiceras abandonadas en el primer cajón.
Develado el misterio, y saciada mi curiosidad, guardé los encendedores en los recipientes y metí todo dentro del tercer cajón; eso sí, me quedé con 2 para tenerlos a mano. Luego fui a la cocina y miré la fecha en el calendario: 17/11/2009. No pude más que volver a sonreír; “fecha prima”, pensé y la profesora estuvo a punto de volver a interrumpirme. Apurado, saqué el paquete de arroz de la alacena y me preparé un caldo: dentro la hoya, arrojé, exactamente, 1229 granos.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
noviembre de 2009

Tatuajes del alma

En octubre de 2009 se publicó Tatuajes del alma, una antología de autores contemporáneos argentinos. Participé de la misma con el relato "Descubriendo a Pär Lagerkvist". Abajo, la tapa del libro:


¿Conoces Tornquist?

En noviembre de 2009 se publicó mi segundo libro, ¿Conoces Tornquist?, por G Editores; un nuevo emprendimiento de libros artesanales para escritores independientes.


El libro: ¿Conoces Tornquist?, el segundo libro de Alejandro Andrade, contiene cinco relatos que se encuentran unidos por un lazo muy fuerte: lo fantástico, lo paranormal, lo extraño, lo distinto; en la cotidianeidad de las cosas, hay algo escondido que nos sorprende. Con una prosa fluida y elegante; con cierto sentido irónico y sarcástico del humor; capaz de preocupar, alegrar, aterrar y conmover hasta al lector más duro; Alejandro Andrade nos demuestra una vez más su capacidad de escritura y su inagotable imaginación.

El autor: Alejandro Andrade nació en Buenos Aires el 6 de enero de 1982. Estudió Edición en la UBA y actualmente estudia Redacción en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea. Forma parte del staff editorial de Ediciones Galmort y, además, es fundador de la editorial G Editor. También ha sido editor de distintas revistas literarias cibernéticas (como El llanto de las libélulas). Ha participado en varios concursos literarios nacional e internacionales, en los cuales recibió distintas distinciones. En el 2006 se publicó su primer libro: Ciudades y otras historias; una serie de relatos fantásticos. También ha participado en numerosas antologías de autores jóvenes. En la actualidad, se encuentra corrigiendo su primera novela: Las miradas del espejo.

La finitud del paraguas

“Un paraguas, para mí, es un artefacto fundamental”.
Mary Poppins, Una mirada sobre el paraguas.

Hay una única verdad universal: los paraguas no llegan a viejos. Si cualquier persona, en cualquier parte del mundo, se toma el trabajo de revisar los placares de sus vecinos, se encontrará con algunos paraguas, de los cuales, pocos tendrán más de uno o dos años, en los mejores casos. Esto se da por dos motivos, principalmente: 1) porque la gente no suele guardar los paraguas en los placares; 2) y por que rara vez los paraguas llegan a convivir con uno más de una o dos temporadas de lluvia. Tal cuestión nos lleva a preguntarnos: ¿qué es lo que sucede con los paraguas? ¿Por qué son siempre estos artefactos poco ortodoxos quienes caen en las garras del olvido?
Desde su invención, el paraguas ha sido el instrumento por excelencia para protegerse de las inclemencias meteorológicas; desde el simple acto de reparar a las personas hasta de las más torrenciales tormentas, como para la protección a la exposición solar, resulta uno de las grandes innovaciones tecnológicas del siglo XVIII. Símbolo de fortuna por aquellos tiempos, las damas de la alta sociedad se paseaban por los distintos eventos sociales con un paraguas en sus manos; así se encuentra retratado en grandes cuadros de la época. Hoy, en cambio, el paraguas se ha venido a menos: basta con que caigan un par de gotas, para que los buscavidas que venden encendedores en la esquina se pongan a vender paraguas a 5 pesos cada uno. Tal efecto de descremación, como le gusta llamarlo el marketing, se vio favorecido por la producción en masa del artefacto en cuestión durante la segunda mitad del siglo XX.
Hoy, el paraguas ya no es lo que era antes. Hoy, el paraguas no es un símbolo de opulencia, algo reservado sólo para las clases altas. Hoy, el paraguas es un elemento más, un artefacto cotidiano, algo que se haya, tranquilamente, en cualquiera de los hogares argentinos, aunque no por mucho tiempo, claro. Hoy, el paraguas es un elemento olvidable.
Las encuestas revelan que un 80% de la población ha comprado al menos un paraguas en lo que va del año. Y si bien estas cifras favorecen a la industria paragüera, también revelan lo que sucede con tales artefactos: luego de dos o tres usos, son olvidados. El colectivo, la Facultad, la casa de ese amigo que no ves casi nunca, todos estos lugares son recurrentes a la hora de olvidarse un paraguas. Pero, ¿por qué?
No es fácil responder a tal pregunta. Muchas de las mentes más brillantes han abordado el tema. Michel Goucurt, célebre investigador francés de la historia del paraguas, luego de un estudio de campo de más de cinco años, dice en su libro La vérité sur le parapluie (“La verdad sobre el paraguas”), de próxima aparición en la Argentina, lo siguiente: “un 70% de la población francesa ha perdido más de un paraguas en su vida. De este porcentaje, más de la mitad son mujeres. La respuesta común ante la pregunta del porqué de tal olvido es: ‘los paraguas siempre están mojados y las carteras son demasiado chicas para guardarlos. Una los cuelga y se olvida’; la población masculina, en cambio, opina lo siguiente: ‘ya es bastante molesto que llueva para cargar con semejante artefacto todo el día. Cuando para de llover, uno lo cierra y a otra cosa’.”. Goucurt concluye que el paraguas ha pasado de moda, que las damas ya no son damas y que los caballeros ya no son caballeros. El paraguas es inservible si no llueve y, por lo tanto, olvidable.
Aunque Goucurt realizó su investigación sobre la sociedad francesa, tales conceptos pueden aplicarse a nuestra sociedad. Utilizando el Método Goucurt, la Universidad de San Telmo ha develado que, de ese 80% de los habitantes que han comprado un paraguas el último año, un 75% corresponde a personas del sexo femenino. Cuando se indaga en la razón del porqué de la pérdida, la respuesta estándar de las mujeres es: “Una viaja en colectivo, en tren, en subte. Estás apretada, con calor, todo el mundo huele a humedad, el piso está mojado, todos están mojados… Es lógico, entonces, que ante tal estado, una apoye el paraguas en cualquier parte. Cuando llegás a la parada, huís sin darte cuenta de nada”; los hombres, en cambio, responden concretamente: “Y sí, hincha un poco el paraguas. Yo lo llevo por la vieja y nada más; es lógico que lo olvide”. Tal estudio nos lleva a concluir que el paraguas es un complemento de los días de lluvia, un artefacto tedioso que hay que cargar porque llueve y después hay que cargar porque ya no llueve; y justamente, este último factor, “que ya no llueve”, además de otros factores, como el costo económico de los paraguas, es el elemento fundamental en el tema que nos atañe: ya no llueve y por eso me lo olvido.
Lejos de aquellas falsas afirmaciones que indican que la industria paragüera firmó un acuerdo con las empresas de suministro de agua, las cuales supuestamente incluirían drogas en la red de agua potable que facilitarían el olvido de los paraguas, y algunas otras hipótesis por el estilo, formuladas por charlatanes de poca monta, la verdad es simple y apabullante: el paraguas ya no es lo que era antes; la sociedad ya no es lo que era antes. Todos los paraguas, cruel destino, están sentenciados a ser olvidados, a perderse en el transporte público o tras aquella aburrida fiesta en lo de un “amigo”.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
noviembre de 2009