Prosa para un loco

A mi Padre y al gran Astor

Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, viste. Voy hacia el balcón, es una mañana espléndida, y observo el tránsito porteño. Veo todo con detalle, fascinado. Pues verán, allí, en algún lugar de estas calles, se esconde un secreto, un regalo, un misterio, un delirio de emociones, una voz perdida en mares de voces. Y este secreto escondido, este tesoro, es lo que transforma a la ciudad en un lugar maravilloso. Cualquier mañana de éstas, salgo a la calle (recorro los grises adoquines, miro los semáforos, los buzones, la gente) y sé que hay algo más allí, que no logro ver. Voy a por él entonces; camino en busca del secreto, algo triste y solitario, y nunca lo encuentro…
Entonces, esta mañana, me visto ligero y salgo a caminar. Camino por Austria y doblo por Arenales para el lado del centro. El sol golpea a la ciudad con intensidad y parece que no hay una sola gota de sombra; yo camino desafiante bajo todo ese calor que se me viene encima (con paso firme, surco las baldosas con destino incierto). Tan compenetrado me encuentro en la búsqueda, que no advierto lo que sucede a mi alrededor. Apenas salgo del trance para observar los semáforos y para echarle una mirada al siempre estrepitoso tránsito. Camino sin ninguna razón más que caminar y todo es perfectamente normal, mañana como cualquier mañana de verano, lo de siempre en la calle y en mí, cuando de repente, de atrás de un árbol, se aparece ella.
Salta a mi encuentro y clava su mirada en la mía, deshaciendo mi caminar. Yo también la miro, sorprendido ante tal aparición; al principio, sólo existe sorpresa.
- ¡Qué extraña muchacha! - Me digo, y ciertamente lo es
(Como me es imposible de definirla con nuestro simple vocabulario parlado, intentaré describirla de la misma forma en que describiría un sueño: ella es una mezcla rara de penúltima linyera y de primera polizonte en viaje a Venus. Tiene medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies y una banderita de taxi libre levantada en cada mano).
La miro, aún sorprendido, y comienzo a reír. Río desvergonzadamente y la gente me mira extrañada al pasar. Pues, verán, sólo yo la veo. A pesar del barullo de Arenales y Callao, advierto rápidamente que nadie más la ve. Que allí se encuentra mi tesoro oculto, que al fin me encuentro con mi encuentro destinado. Extrañas sorpresas ¡cuántos secretos esconden las calles de Buenos Aires! Puedo salir a caminar una mañana cualquiera y a cada paso descubrir algo totalmente diferente y maravilloso, como aquella muchacha a quien los maniquíes podrían guiñarle un ojo, los semáforos darle tres luces celestes y los naranjos del frutero de la esquina tirarle azahares. Aquella hermosa muchacha-tesoro que todavía me mira, a la cual todavía le sonrío, todavía más, todavía mudo por la sorpresa y la visión.
Entonces, ella se acerca a saludarme.
Se saca el melón, me regala una banderita y me dice…
- ¡Piantada! Ya sé que estoy piantada. ¿No ves que va la luna rodando por Callao? Que un corzo de astronautas y niños, con un vals, me baila alrededor… cantá, vení, volá.
La escucho y la veo, sólo mis oídos la escuchan, sólo mis ojos se posan en ella, y siento unas locas ganas de tomar envión y levantar vuelo a su lado. Sólo yo la veo, y siento cómo desaparecen los imposibles, cómo todo se desmantela. La veo, también la escucho, y todavía un poco risueño, no atino a decir palabra alguna. Pero ella, comenzando a sonreír, me dice...
- ¡Piantada! Ya sé que estoy piantada. Yo veo a Buenos Aires desde el nido de un gorrión. Y a vos te vi tan triste, vení, volá, sentí el loco berretín que tengo para vos.
Y entonces todo se sucede. Las manos pierden la timidez y se estrechan las unas con las otras, las suyas y las mías. Nos tomamos de la mano y cual vehículo a reacción a chorro, impulsado por magias absurdas, levantamos vuelo.
Loco, locos, los dos locos, como dos acróbatas dementes nos unimos en un salto astronómico. Un salto que nos acopla al viento porteño, allí, bien alto en el cielo; este viento que nos arrastra, que nos deja volar fundidos en cielo-viento. Volamos, y esquivando edificios y antenas, nos dejamos guiar por marejadas de aire citadinas. Volamos, y las golondrinas que nos miran pasar, distraídas pierden el rumbo. Volamos, y nos reímos del día, de los caminos, de la sensatez y del sentido común. Volamos, y la miro y me vuelve una loca dulzura. Volamos, y ella que observa atentamente la ciudad, escoge un edificio donde aterrizar. Y aterrizamos algo tristes, algo apartados, como extrañando la libertad de volar. Pero igual, qué más da, me encuentro tranquilo y seguro, cómodo y feliz. ¡Qué libertad! ¡Y cuánta alegría contenida!
Entonces vuelvo a mirarla, directo a sus ojos, que a veces son verdes, a veces azules, a veces naranjas, y le digo…
- Qué hermoso regalo me has dado…
Silencio. Atrás el canto de las golondrinas.
- Siempre supe que había un tesoro escondido en esta ciudad: algo que buscar, algo que anhelar, algo como tú. Desde siempre te he buscado y bien que me has hecho esperar. Pero me siento feliz de haberte buscado, de haber dedicado tanto tiempo a buscarte. El sólo encontrarte me ha transformado en otro, como si hubiera mudado de cuerpo.
Silencio. Atrás ahora también se escucha la brisa que lentamente va tomando fuerza, lentamente vuelve a ser viento.
Tomo parte del aire para mí y sigo hablando…
- Mas, amiga mía, ahora que estoy viviendo este momento, ahora que te he encontrado, deseo no haberlo hecho. Contigo nada puede ser triste, nada puede ser efímero. Pero sé que cuando todo esto acabe dejaré de volar, dejaré de cantar, incluso hasta dejaré de buscar. Volveré a mi casa, a mi balcón y a mi mañana, y estaré una vez más triste y solo.
La brisa, que ahora no es tal, que ahora es viento, que ahora asola la ciudad, hace bailar a las nubes que ahora cubren al cielo completamente. Todavía sigue el silencio, muralla que separa a los hombres, y entonces pienso que así termina mi breve aventura, en remolinos de viento silencioso y arrazantes vendavales de amistad. En cualquier momento despertaré en mi casa, en cualquier momento saldré al balcón a contemplar la ciudad, y estaré convencido de que todo esto ha sido un sueño. Pero no, todavía queda algo más, mi amiga siempre tiene una réplica preparada.
Se acerca, acaricia mi frente, y me dice…
- Cuando anochezca en tu porteña soledad, por la rivera de tus sábanas vendré, con un poema y un trombón a desvelarte el corazón. Así cantaremos y volaremos juntos nuevamente, hasta que sientas que enloquecí tu corazón de libertad. Ya vas a ver…
Y río como un loco condenado, no me esperaba aquella respuesta. Mi corazón desborda de alegría; siente que ella dice la verdad.
- Salgamos a volar una vez más, querida mía – le digo.
Ella se pone de pie y por última vez me toma de la mano, me toma en vuelo. Volamos nuevamente, claro que volamos, tomados de la mano-cielo-viento, surcando las ciudades, los campos y los mares, dejando atrás la soledad, la tristeza y la oscuridad. Volamos escapando de la lluvia, como noche que amanece, como pájaros perdidos que vuelven desde el más allá. Volamos, solos volamos, en busca de nosotros….
Todavía surcando los cielos, me habla e interrumpe mi interminable corriente de pensamientos.
- Ahora escucha y presta atención, quiero decirte un secreto: cuando todo sea gris y no sepas qué hacer, subite a mi ilusión súper sport, que vamos a volar por las cornisas con una golondrina por motor. Del Vietes nos aplaudirán: “¡Que viva, vivan, los locos que inventaron el amor”.
- Sí – le digo – y un ángel y un soldado y una niña, nos traerán un valscecito bailador. Nos saludará la gente linda y será todo loco, pero tuyo, qué sé yo.
Y entonces, por primera vez, ella ríe totalmente, sorprendida por mis palabras, y alegre, alegre como nunca ella ríe; ella que provoca campanarios con la risa. Ella ríe y ríe sin poder parar, y así, riendo a más no dar, comenzamos a descender. Miro hacia abajo y distingo mi edificio, mi piso, mi balcón, mi calle, mi vida.
Cuando tocamos suelo, ella logra calmarse y se despide a media voz.
- Quiero decirte una cosa más… – me dice.
¿Seriedad a la hora de la despedida? No, sólo locura.
- Dime. – le respondo.
Acerca sus labios a mi oído y apenas escucho un susurro.
- Quereme así, piantada (¡Piantada!), quereme así. Abrite a los amores que vamos a inventar. Ponete esta peluca de alondras y volá, volá conmigo. Vení, volá, vení.
Se va, se va volando, y volando desaparece detrás de un enorme edificio. Y yo me quedo parado en mi balcón, pensando en las palabras, todas y cada una de ellas, en los recuerdos (mágica locura total de revivir) y en la ciudad y sus secretos… la ciudad.
Observo la calle, ahora teñida de gris, y aunque no me siento precisamente alegre, no puedo dejar de mirar y sonreir. Pues, verán, las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, viste…

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio del 2007
Versión definitiva

Perfumes y miradas

A Roma, sos mi máxima inspiración...

1. Pensamientos

Pensemos en un silencio gris. Un momento vacío sin sonido por delante. Pensemos en una estrofa de viento, unas letras de frío, oraciones de nubes que se escapan en el cielo. Pensemos en silencios.
Pensemos en paradas de interminables esperas. En circunstancias remotas. En cigarrillos arrastrados por la brisa del invierno. En asientos, testigos mudos de la espera.
Pensemos en aquellos desiertos. Jardines de arena y calor, que nos observan dar vueltas en círculos. Mozos ambulantes de la vida, reflejan aquellos momentos donde anduvimos sin rumbo. Las falsas ilusiones y un corazón celeste que irradia agua que no se bebe.
Pensemos en silencio, esperas e ilusiones.
Vivamos de momentos.

2. Tristes cielos

Tres cielos delante, sin fronteras. Tres imágenes sin pupilas, sin vueltas, sin ningún compromiso. Tres sonidos explotan, chocan, colapsan y ríen al caer sobre la arena.
Tres cielos se alzan delante, allá a lo lejos, surcando el mar. Y la vista, aquella que toca lo que alcanza, vende ideas que contaminan la imagen.
Es entonces que las veo, tres caras me miran, y yo, tendido sobre la arena, me voy flotando sobre tristes cielos que lloran nubes de tristeza.

3. Dos estrellas

Caen dos estrellas. Conceptos e ideas. Corrientes que flotan, que vierten desde lejanas praderas. Aguas que se secan lentamente donde el cielo deja de ser azul.
Rostros grises las observan caer, nubes negras, risas de dolor, rayos de miedo. Algo cae con ellas, algo se aleja de nuestros ojos y arrastra consigo secretos y conceptos. Arrastra ideas, pensamientos. Viejas poblaciones renacen del silencio y otras desde las ruinas ya planean la muerte.
El oro es macizo, también la tierra. Me gusta el aire. Es libre, es escaso. Mas últimamente siento miedo de volar. Prefiero ir a pie. Prefiero adorar ídolos ajenos. En medio de la confusión, luzco contento en vez de aterrado, mezclándome con la marea en lugar de luchar como corriente propia que vierte desde lejanas praderas.
Se apagan luces. Desde el cielo cayeron dos estrellas.
El mundo se mueve, se expande, se acostumbra al espacio perdido y espera temeroso la caída de otras estrellas.

4. Días del fin de una vida

¿Volviste? ¿Soñaste?
¿Pariste en llamas sobre París? ¿Cubrías tus dedos de aceite, de sangre?
Sólo la corteza de tu vejez trataba de planear el camino derecho al signo impar. Lo demás, el resto de tu cuerpo, untaba las miradas y las imágenes, guardándolas en sobres de madera. Imágenes y visiones, recuerdos...
Cuatro palabras no bastan para llenar cuatro años de la vida, cuatro vueltas en ya ochenta y siete. Demasiados vividos, perdidos y por perder. Demasiado éxtasis contenido y el rostro que hace perdurar la voz...
Te levantaste, tomándome de la mano, y dijiste casi sin decirlo, obligada por el clima y las pasiones externas: ¡A moverse que cuento contigo!
Y sí, buscando tocar el cielo para satisfacer tus manos en las mías, cayó la roca de tus manos traicioneras, y fue el aura del día la que apagó la voz.
Así quedabas desecha y sorprendida, así reías sin saber por qué lo hacías...
Si sólo tu vejez, obligada por pasiones de la vida, caminara derecho hacia el signo impar, hubieras visto entonces cuatro años no perdidos, sino la corteza de tus miedos clavados en la piel de tus dedos.
¿Chocabas dando señas? ¿Volabas sin rostros?
¿Caíste? ¿Perdiste?

5. Noche estival

Aquella tarde, cuando divagaban en un cuarto y una lámpara que los movía, cortando piedra y lluvia, cerraron el hueco que lastimaba al cofre (el techo bordeaba sin escapatoria las torpes puertas de cristal). Se supo que si bien dormían, alguien lloraba a lo lejos y que por instantes se veía la paz de la furia.
De repente se escapó aquel estado de pasión y locura. Ocaso, el oscuro cielo buscaba lluvia sin cansancio. Él separado por cuatro puertas distintas, él éxtasis y miradas de asombro. Y ella, mitad gris de pena, cuando divagaban aquella tarde noche, murió sola y errante.

6. Espacios de viento

Volar tres tiempos con palabras, sentir a veces es mejor que cambiar. Caigo sin nada más que mis manos desnudas, éstas que arrastran cadenas que mueren en vano.
Aquel día terminó el verano y aquel tiempo en que realmente estuve. Así sentí tus deseos y los míos envueltos en silencio, cada abrazo, cada roce de tus dedos extraños, cada estrofa que se perdía entre la multitud.
Las miradas eran rosas y los pétalos ardían de pasiones olvidadas. Las espinas pretendían ser lecciones y la sangre abusaba de mis dedos invictos.
Morir en tu lecho de piedras negras, creer a veces es mejor que llorar. Me despido de tu cuerpo y de tus palabras, digo adiós a tus juegos de espacios y sentidos perversos.
Aquel día tu mirada buscaba la mía y tus brazos golpeaban fuerte y constante en mi espalda. Aquel día estábamos unidos en uno solo. Uno entre tanta gente que respira, uno que nace de los ojos del otro.
Las campanas llaman tristes a los fieles guardianes del templo. El sol apenas era un color en el horizonte y nosotros perdidos en marejadas de sabanas.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, diciembre de 2005
(Versión definitiva)

Aquellos vacíos nuestros

Un día me atreví a escuchar y aprender del vacío. Apoyé el oído en su inmenso borde gris y grande fue mi sorpresa cuando descubrí en su interior, oculto entre sus interminables pliegues, lo que venía buscando hacía tanto tiempo…
El castillo se erguía en la densa oscuridad de la noche. Me acerqué sigiloso y observé detenidamente la muralla que lo rodeaba. El puente elevado estaba lejos, aun para mis piernas que eran alas de tiempo, así que escalé con cierta dificultad el muro, gris y sucio, y sucedió que vacilé por un segundo cuando llegué a la cima, sólo por un segundo. Inmediatamente me adentré unos pasos y la sensación de duda desapareció. Más decidido, corrí hasta confundirme con las piedras y los árboles de aquel lugar. Era un vacío y aun así lo encontré repleto de cosas. Había negro y blanco y soles y lunas y miles de palabras que se elevaban al aire y flotaban. ¡Oh, todas las cosas tenían dulces sonidos! Me calmé un instante, que fueron años de instantes, y escuché.
Escuché alegremente la música que se desprendía de su habitual estado de vacío, de sus ramas y sus vidas silvestres, de los bosques y las praderas anegadas de fuego, de las voces del misterio, de la fauna que fue y de la que era, de todos los compases y los ritmos que vagaban de aquí para allá, y entonces también escuché un solo de viento, me llegó al oído una triste nota que lloraba, que al llegar al cruce donde el resto de las melodías viajaban amontonadas, se transformó en alegre y se unió al resto de los sonidos (¡Doy gracias a la vida por haber sido testigo de aquel momento!).
Escuché la energía (¡Esa vieja corriente submarina!) que irradiaba su centro de hierro y de polos opuestos. Ésa que atraía cadenas de imágenes y de palabras olvidadas. Los mismos secretos y aquellos mismos jardines ocultos detrás de las piernas. Todos esos recuerdos que creímos haber perdido en salones vacíos, en actos de sangre y silencio. Vi los mares, vi los tiempos, vi decenas de estrellas que murieron, y si bien las imágenes aterraban mi alma, no podía (y sepan que realmente no podía) dejar de ver y escuchar todo eso.
Escuché rizas, sonoras carcajadas, y vi labios curvados en diestro ángulo cerrado que asemejaban sonrisas, escuché los rostros también. Escuché manos que rodeaban otras manos y brazos que golpeaban espaldas conocidas. Escuché un sin fin de sonidos y risas (¡más que nada escuche risas y un sin fin de sonidos!) de personas que no volverán a reír y que viven de recuerdo en recuerdo. Fantasmas de otras vidas que decían hola y la vez adiós.
Escuché y miré hacia el vacío y me dejé llevar por los interminables paisajes de su castillo. Por el aroma de los perdones y por las ráfagas de las hojas caídas hace un millón de inviernos. Y ahí, entre toda esa locura, también me dejé olvidar, ahí, en torno a mis brazos y a los tuyos y a los brazos de ella y a los de toda esa gente del olvido. Y si bien era confusión y era caos y los gritos se superponían a los deseos y la gente empujaba a la otra y si bien todo eso era verdad y era vida en ese mundo, encontré hogar, encontré paz.

Escuché al vacío. Apoyé mi oído contra él, abrí la mente y hundí los pies en el barro del hombre, adentrándome en aquel castillo viejo y sucio, y así comprendí lentamente el destino y el triste final. Porque, saben, mirando hacia aquel pedazo de mundo, aquellos rostros de furia y esos celosos golpes de miedo, perdí aquello que había estado buscando. Encontré mi lugar en el mundo y sólo así, inmerso en mi búsqueda, me perdí la vida. Quise correr despavorido entonces, pero las alas estaban rotas y estas estacas que cortan mis manos, las recibí con congojada resignación. El puente estaba lejos, más lejos de lo que pudiera imaginar, y sé que no existe otra salida. ¿Si hubiese apartado el oído y la vista a tiempo qué hubiera ocurrido? Hoy pienso que el resultado sería el mismo, aunque no estoy seguro…
Todos somos un vacío enorme, un castillo con inmensas paredes y un puente que siempre se encuentra lejos.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2003
(Versión definitiva 2009)

Una noche de cadáver exquisito

1. Un hombre sentado en una pradera, lentamente pasa la noche.

Sigilosa, la noche estaba llegando [él estaba sentado en medio de ella]. Ligero de ropas, de andar chueco, sus pasos marcaban la ruta surcada. Partióse entre llantos después del recuerdo del muerto, su muerto ser corrompido por el llanto ajeno que lo cubría de dolor. Sereno, algo dormido, su voz sonaba como la brisa que arrulla a la noche venidera. Estaba solo, pero no le importaba. Su voz era su compañera. Ella era su único puerto; único puerto para su barco sin rumbo.
Se hizo de noche, la mirada recorría el claro oscuro. Más allá otras voces revoloteaban junto a los árboles, y él, sereno, gris, sigiloso, quería perderse en los sonidos, beber del agua del tiempo, escapar a los recuerdos… ¿Bienvenido a Maravilandia? No, todavía no, ¿acaso dejó atrás a su muerto? Ese angustiante fantasma lo seguiría, no se desprendería de él con un espeluznante vómito. Sin embargo había aquella fragancia en el aire y aquellas dulces melodías lejanas, que le permitían pensar que todo pasaba, que todo llegaba, que las palabras y las imágenes lentamente se escapaban...
Y entonces llegó el silencio y la idea lo arrasó. La noche se volvió silenciosa, haciendo que todas las voces que antes le cantaban a la estrella se vieran acalladas totalmente. Sí, totalmente he escrito. Él y su voz compañera, absortos de comprensión y de fascinante caminata, finalmente partieron hacia Maravilandia, mientras arrojaban vómitos a ese mar que dejaban atrás. El viento, los árboles, la noche... Padre sol, curioso reloj de cuerda, anunciaba el día, el final de las voces, el comienzo del adiós.

2. Una mujer en su departamento, mira por la ventana y recuerda.

Lo miro y te veo a través de sus azules ojos [el gato descansa sobre la cama y también me mira]. Atrás, el reflejo de esta luz de luna en la ventana, esta luna solitaria, que me hace pensar que esta noche será muy larga, eterna noche y soledad.
Hoy me siento ajena, desnuda. Lejos de tus brazos, lejos de tus sábanas, me siento intranquila, jadeante, dormida. Y ahora es el sueño el que me transporta nuevamente hacia vos. Te veo acostado, con tu sonrisa que hace que la noche se vuelva más noche, exhibiendo aquel hermoso lunar que descansa en tu entrepierna. Y me dejo llevar por las sombras, por el recuerdo, por el olvido, por el perdón.
Perderse es algo extraño. Quisiera poder perderme, dejar fluir esta noche oscura mía, dejar de sentir tus dedos (acudo a mi noche sólo para poder sentirme perdida). Pero no puedo, me acuno, me lloro. Me acerco a la cama sueño y observo los ojos azules.
De repente, en medio de toda esa mirada silencio, mi boca acaricia tu boca y comienza a recorrer tu pecho, ansiosa de llegar a esa zona lunar. Así sigue bajando y se encuentra con tus manos nerviosas cadentes de imaginación. Siento los dedos, el roce tierno que sube por mis brazos y que cubre mi rostro completamente. Y este rostro mío queda perplejo ante toda tu majestuosidad, reflejando que la noche se ha vuelto luminosa y placentera. Es entonces que te beso, mi lengua recorre tu piel con placer y luego descubro las sábanas, observo tu cuerpo por un instante y simplemente me dejo llevar.
Así termino, placer ajeno a mi cuerpo. Despierto en la habitación oscura, siento las amargas lágrimas sobre mis labios, y cierro los ojos para volver al sueño, pero no puedo: la noche sigue cálida, y esta ropa que llevo hace que despierte del todo y te pierda para siempre.
Entonces me desprendo de la ropa, la dejo sobre la mesa. Luego abandono el cuarto desierto; el gato clava sus ojos azules sobre mi cuerpo desnudo.
Salgo al balcón a despedir la noche.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, septiembre de 2008 (versión final)

Alrededor de la Plaza Cortázar

Desde la ventana de un bar fui testigo de su recorrido nocturno por la calle Honduras, alrededor de la Plaza Cortázar. Aquella figura pálida, víctima del tiempo y del fuego, se acercaba a la gente y la manipulaba a gusto; más por miseria y lástima que por verdadera manipulación.
Elegía sus pretendientes con cuidado. Nada de borrachos ni desaliñados, que ya no estaba para aventuras y no vendrían nuevas primaveras. Tampoco los tristes y melancólicos porque no necesitaba un hombro donde llorar. Se mezclaba con la gente y seleccionaba sólo a los de mirada perdida y estúpida.
Cuando encontraba el rostro soñado, sólo entonces, sus rasgos se volvían dulces y la vejez abandonaba sus huesos. Caminaba casi en puntas de pie, con la vista al frente y la cabeza alta y erguida. Nada de vergüenzas, al contrario. Le mostraba al mundo los muslos carcomidos por el tiempo, los pechos que colgaban ajenos a su cuerpo todavía esbelto, sus labios rojo fuego… antes de que su mirada tocase la suya sabía que lo conseguiría; nadie en setenta y siete años la había rechazado.
Las manos fuertes y jóvenes entregaron la botella al primer pedido. Ella dio un gran sorbo y luego lo miró detenidamente. Pero no, a tal parecer él tampoco era. Devolvió la botella y siguió su camino. Quizá fuera ése otro que estaba sentado en el escalón o aquel que estaba parado en la esquina. ¿Quién sabe?
Melancólica, se alejó por las sombras en busca de su hombre y de un último trago.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, noviembre de 2003
(Versión final: septiembre de 2007)

Escudo mágico

A los ocho años tuvo apendicitis; tenía el apéndice tan inflamado que se moría de dolor. Se acostó en su cama y esperó a que su padre llegara del trabajo, intentando calmar el ardor que sentía en el vientre a fuerza de voluntad. Se compenetró todo lo que pudo. Tanto esfuerzo hizo, que logró encerrar todo el dolor que sentía dentro de un escudo mágico que guardó rápidamente en el placard; de inmediato sintió el alivio. Sonrío pesadamente, ya tranquilo. Suponía que mientras la puerta del placard estuviese cerrada su dolor quedaría guardado. De esa forma podía enfrentar la situación con el mejor temple y esperar tranquilo el viaje al hospital.
La operación se hizo a tiempo y no hubo ningún tipo de complicación posterior.
Él nunca dudó de que todo fuera gracias al escudo mágico que había creado.

****

Pasó el tiempo y siguió utilizando el escudo mágico. Venían los exámenes finales y él cerraba la puerta; el trabajo se hacía más pesado y el placard con la puerta cerrada; el casamiento, el primer hijo, el dinero que comenzó a faltar... Durante todo ese tiempo, la puerta permaneció cerrada y él estaba tranquilo. Sabía que nada podría afectarle mientras estuviese cerrada.

****

Una mañana fue al placard en busca de una camisa; estaba apurado. Tiró de la puerta y ésta se resistió. Sorprendido, luchó durante algunos minutos contra el placard que no quería, bajo ninguna circunstancia, dejar que abriera la puerta. Buscó la llave, la encontró dentro del cajón de la mesa de luz, y se fastidió al ver que todavía no lo podía abrir. Un poco más decido, incrustó la llave nuevamente, pasó una cuerda por el ojo y la ató con fuerza. Tiró todo lo que pudo, pero el resultado fue el mismo. La puerta seguía cerrada y él cada vez estaba más enojado.
Entonces tuvo una idea: quitar las bisagras; excelente idea. Buscó un cuchillo plano y pasó los siguientes quince minutos tratando de destornillarlas.
Cuando sacó el último tornillo, la puerta se abrió violentamente. Todo lo que había en el placard se le vino encima. Tanta mala suerte tuvo, que la caja de herramientas, guardada en el estante superior, le cayó en medio de la cabeza.
Estuvo inconsciente al menos una hora. Despertó aturdido, la sangre le brotaba sin parar cubriéndole el ojo izquierdo.
En el hospital le dieron siete puntos.
Al llegar a su casa, lo primero que fue sacar todas las puertas del placard.
El escudo mágico estaba desgastado.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2005

El sobre azul

Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo al suicidio,
según declaraciones de familiares.

Julio Cortázar, "Circe"

Nunca imaginé que lo nuestro pudiera terminar de esta forma. Delia, mi vida, ¿qué nos queda de aquel tiempo? Nada, no queda más nada… y ahora nos sobrevive este sentimiento de vacío, la ausencia, que nunca es suficiente. No alcanza para llenar las noches, no me sirve cuando el sol aparece desde el Este. Recuerdos difíciles, todos los son, Delia, pero los míos son terribles. Pienso, analizo, reinvento… y luego trato de entender, mas no encuentro sentido alguno. Examino todo una vez más; sigo sin entender. Necesito una guía, un manual de instrucciones, una musa espiritual... Me pierdo fácilmente en la oscuridad del olvido.
Es que realmente no me queda nada, ¿lo entendés, Delia? El tiempo se ha consumido y sólo queda este recuerdo oscuro, incomprensible; estas líneas de sangre escritas en tinta negra y mis pensamientos que buscan la razón de la llamada de la Muerte. Aquella razón que por fin me haga entender por qué todo irremediablemente termina con lágrimas, con lamentos y tristeza, y aquella alegría que emerge de las miradas traicioneras, de la alegría de los sobrevivientes, y nos deja vacíos y sin respuestas.
Mi amor, la mente es un lugar fascinante, concibo en que no hay otro lugar tan abstracto: tiempo y espacio –pasado, presente y futuro– unidos en un mismo punto; todo en equilibrio, todo perfectamente ordenado. Mas mi mente… la mía se encuentra desconcertada. Trabaja de día, de noche, no hay un segundo de respiro. Todo vuelve en olas de agua y tinta, en marejadas de palabras, y no logro entender nada. Quizá hubiese sido mejor que jamás hubiera abierto esta carta. Este sobre azul imponente es lo último que mi vida necesita, y esas palabras escritas, que resaltan en dureza, hacen crecer esta herida que emerge y marchita el corazón y nubla los pensamientos. Pienso entonces en aquellas palabras. Aquella carta anónima que asomó mi duda.
Esto sucede ahora, Delia, cuando se hace de noche y observo la carta que descansa sobre el escritorio. Cuando los recuerdo me invaden y no me dejan dormir. No le di importancia, no tomé aquellas palabras en cuenta hasta ahora, cuando observo por la ventana las nubes nocturnas, mientras escucho a las lejanas campanadas del reloj. El sobre se ve, por donde lo mires, cautivador; tiene cierta esencia misteriosa que hace pensar que lo que fuera que hay dentro debe ser maravilloso. Un mensaje de paz, de armonía, de realidad… pero su contenido, esas letras escritas a sangre negra, son otra cosa. Duras, despiadadas… Una broma cruel parecía en aquel entonces y era obviamente una advertencia.
Recuerdo cada momento. Me siento junto al escritorio y observo el sobre que me susurra palabras extrañas. Atrapado en este círculo de eventos e imágenes, mi mente vuelve a repasar todos aquellos momentos vividos y es entonces que la carta cambia, muta en una metamorfosis divina, que hace que la habitación bañe sus paredes de oscuridad y que el recuerdo se haga realidad. La carta ya no es más una carta, se ha transformado en un bombón, Delia, tan dulce como mortal. Y aquellas palabras que me destruyen lentamente, son tuyas, tan hermosas como tristes, tan parecidas a la muerte que habías preparado para mí.
Entonces cierro los ojos, sólo por un momento, y cuando vuelvo a abrirlos todo desparece. Vuelven mi cuarto, mi escritorio y también el sobre. Me encuentro perturbado y por un momento no reconozco nada de lo que me rodea. Busco un cigarrillo con dedos temblorosos y mi mirada se posa en la ventana, ya se está haciendo de día. Y entonces, cuando afuera comienza a aclarar, adentro vuelve a oscurecer. Todo lo otro retorna, los recuerdos, las dudas, las preguntas, las palabras y la muerte, y a pesar del extraño momento vivido, ese recuerdo que había vuelto intentando cambiar el pasado a fuerza de máquina de tiempo, sigo buscando la respuesta correcta que deje a mi mente en paz y que me devuelva las noches.
Olvidar es una práctica olvidada, perdida desde tiempos inmemorables. Quisiera poder hacerlo, olvidarme de todo, dejarlo ir, seguir con esta vida que sigue… pero no puedo. Tengo que saber qué te llevó a hacerlo, Delia, por qué todo tuvo que terminar así. Y la encrucijada me destruye, me entierra, ya que no encuentro solución alguna. Sólo esta oscuridad que regresa una y otra vez, algo sucio y siniestro. Quiero olvidarme de todo y descansar, pero sé que no puedo hacerlo, aún no. No hasta saber lo que ocurrió, ni quién pudo escribir estas palabras… Creo que hasta entonces no podré siquiera dormir. Tres noches han pasado y las tres en vela. Desde abajo me llegan sonidos, voces ajenas, risas, ecos de otros tiempos. Observo la ventana, pronto el sol tocará mi ventana, y me siento tan lejos de este día que despierta, de esta ciudad que cada vez me es más diferente... Quiero salir, sin embargo no lo hago. No todavía, aún es temprano y tengo toda la eternidad para estar fuera. Primero necesito encontrar las respuestas adecuadas.
Y entonces, desesperado en esta búsqueda que me acomete, cuando las luces del día entran por mi ventana, en ese mismo instante, caigo adormilado y sueño con días pasados, con voces olvidadas, con momentos felices y tristes, y también sueño con vos, Delia, con mi madre y con la “gente de arriba”. Es un sueño diferente, distinto de esos aquellos sueños oscuros que me han seguido por tanto tiempo. Lo encuentro reconfortante y pacífico, me siento casi en paz. La noche ha vuelto y justamente vuelvo a esa noche. Ahí estoy, sentado en la sala; y ahí estás vos, Delia, en la cocina, saboreando el final próximo. El tiempo se ha detenido eternamente, siento que puedo caminar por la casa en busca de respuestas, pero no lo hago, estoy atado a estas dos imágenes y no puedo dar un sólo paso hacia la oscuridad. Entonces me concentro, observo cada detalle. Mis manos, las suyas, el gato que duerme sobre el sillón, los bombones, tu mirada y la mía, hay algo en tu mirada, mi madre que ríe, faltan dos focos en la lámpara de techo, y vuelvo a tu mirada, voy más allá de ella, y es entonces que todo vuelve a la vida y yo despierto. Despierto con una sonrisa y con lágrimas que surcan mi rostro. Son lágrimas ácidas, sucias y cansadas, las últimas que me quedan y que derramaré por vos. Tomo el sobre con ambas manos, me enjuago los ojos, seco mi piel y le sonrío al sol de la mañana. Todo encaja, todo cierra, todo se concluye… y ya siento el comienzo del olvido. Ha vuelto el día y la noche, termina el duelo, las dudas, la opresión…
Un sobre azul, una advertencia… Estas palabras de muerte sólo podían ser tuyas. Delia, mi vida, mi amor, mi muerte. Quisiste decirme lo que pasaría, ¿verdad? Enseñarme las reglas del juego para que decidiera si todavía quería jugar. Enviaste la carta y dejaste que decidiera tu destino. Sembraste la duda, me quitaste la noche, y yo decidí por los dos. No supe en aquel momento que en este juego se jugaban nuestras vidas; todo pasó tan rápido. Quizá no sabías jugar conmigo, quizá algo en mi mirada y en mis manos te detuvo, no lo sé, nunca lo sabré…
Delia, mi amor, creo que ambos hemos perdido.
Al fin se ha pagado la deuda. Al fin se lavará la sangre…
Tu sangre, mi sangre.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, julio de 2005.
(Versión definitiva: mayo de 2008)

Cuestión de enfoque

A Gustavo Guyot,
a pesar de su descubrimiento…

Hubo una época en que la gente viajaba en tren; cientos de personas colmaban las estaciones por las mañanas. Los vagones iban y venían repletos, y todos se atrevían a mirar por las ventanillas, todavía sin darse cuenta de nada. Desde la estación de Constitución, una de las más concurridas, salía un tren cada quince minutos. Luego comenzaron a salir a cada hora, después cada dos días, y por último una vez a la semana. Recuerdo con nostalgia los tristes titulares de aquel lejano día. Cuando Retiro, Constitución, Once y Chacarita cerraron para siempre.
En aquellos las estaciones eran un paisaje desolador: casi todos los locales habían desaparecido, dejando fantasmas y huellas de antiguos negocios; la basura se acumulaba y formaba pequeñas lomas, porque los barrenderos se negaban a limpiar; las personas se paseaban con la mirada fija en el piso, para que nadie los pudiera reconocer… Por donde antes, gloriosamente, había pasado el tren, apenas quedaban suciedad y vías que iban oxidándose.
Todo era cuestión de enfoque. Todavía hoy lo es.
En esos últimos días algunos seguíamos viajando en tren; los que creían que el enfoque no era tan importante. Claro, varios de los otros también utilizaban el tren; los boletos eran muy baratos y, al igual que ahora, la gente andaba corta de dinero (supongo que es una de las tantas cosas que nunca van a cambiar). Estas personas, las enfoquistas, apenas se subían a los vagones, cerraban las ventanas, bajaban las persianas de acero y se ponían anteojos de sol; si iban en grupo se pasaban discutiendo tonterías durante todo el viaje; si viajaban solas buscaban algo con qué distraerse. Todo valía con tal de no tentarse y mirar por las ventanillas.
Una tarde, al salir de la Facultad, decidí tomarme el tren. Era el único en todo el vagón. Viajé unos minutos en medio de la oscuridad, respirando la humedad y el olor a encierro, cuando me surgió la curiosidad. No lo pensé dos veces, subí una de las persianas y abrí la ventana; la luz bañó el triste suelo y el aire se renovó. Me senté junto a la ventana y observé el paisaje: las calles iban pasando rápidamente, al igual que los edificios, los autos, la gente… y no había nada más que eso, ninguna imagen terrorífica. ¿Era el enfoque algo tan terrible como para que todo el mundo se volviera loco? No, no lo era, al menos no veía la razón de tanta locura. No tenía nada de malo mirar por las ventanillas.
En eso estaba cuando el tren se detuvo en la estación Belgrano R. Se abrieron las puertas y subieron dos señoras al vagón. ¡Para qué! ¡No saben la que se armó! Al verme sentado junto a la ventana abierta, empezaron a decirme de todo. Una se puso a llorar y a gritar con gritos cargados de espanto y angustia; la otra no paraba de insultar y me amenazaba con llamar a la policía. Para calmarlas, cerré todo y cambié de vagón.
A partir de esa tarde mi vida cambió radicalmente, como si hubiera descubierto mi destino: tenía que salvar al tren. Con este lema pegado en la frente, comencé a juntarme con gente que pensara igual que yo. Juntos formamos la “Asociación Pro-Tren”, que defendía el ferrocarril y juntaba fondos para mantenerlos funcionando. Nos iba bastante bien, y éramos muchos más de lo que los otros pensaban; hasta llegamos a alquilar un pequeño local en Pompeya, donde funcionaba la sede oficial. El problema fue que ellos, a su vez, decidieron hacer lo mismo; crearon su propia organización: la “Sociedad Pro-Cierre del Tren”, que invirtió tiempo y recursos en convertir a las personas neutrales en fieles seguidores; también cortaban las vías, atacaban a los conductores de las locomotoras, e intimidaban a los pocos pasajeros. Además, por si fuera poco, tenían fieles seguidores dentro del Honorable Congreso, quienes luchaban para que se aprobara su proyecto de ley, donde se definía el cierre absoluto de todos los trenes del país.
Nosotros, en cambio, más modestos, nos reuníamos en nuestro localcito y luego salíamos a dar una vuelta en uno de los pocos trenes que para entonces seguía en servicio. Salía los martes a las cuatro y cuarto de la tarde desde la Terminal de Retiro; era del ramal J. Juárez de la línea Mitre. Surcar las vías nos hacía recordar los buenos tiempos, cuando el enfoque no era tomado en cuenta. Y eso nos llenaba de alegría.

La noticia del enfoque recorrió rápidamente el planeta: en pocas semanas, ya estaba instalado el debate en casi todo el mundo. Claro que, como siempre sucedió y sucederá, las grandes potencias se reunieron en secreto para tratar el problema del enfoque sin escuchar a nadie. Poco tiempo después, el Consejo de Seguridad de la ONU dictaminó lo siguiente: el tren era el enemigo número uno de la paz y el principal problema de casi todos los conflictos bélicos habidos y por haber. Como imaginarán, luego de esta proclama, la “Sociedad Pro-Cierre del Tren” obtuvo mucho poder público en el país, y no tuvieron mejor idea que transformar a la Sociedad en partido político. Fueron juntando más y más adeptos, y en el 2003 ganaron las elecciones nacionales.
Por supuesto, nuestra Organización también sumo adeptos: los conductores, los boleteros, los guardas, los pocos dueños no enfoquistas, todos aquellos que sentían un poco de rencor hacia el enfoque, que los había dejado sin trabajo y en las ruinas; éramos más o menos unas quinientas personas. Seguíamos reuniéndonos en nuestro local, y también seguíamos visitando las viejas estaciones; de vez en cuando tomábamos una locomotora y salíamos a recorrer las vías, a disfrutar de las tardes soleadas y de la brisa creadas por el tren.
Estos “actos vandálicos”, como los llamó Mauricio Crima, diputado Pro-Cierre y acaudalado caudillo de la ciudad capital, molestaban al gobierno enfoquista, por no decir a los peatones que nos veían pasar; al vernos corrían horrorizados a esconderse en sus casas. Después de pensar el problema durante mucho tiempo, los enfoquistas lanzaron un plebiscito para que los trenes dejaran de funcionar; tenía el siguiente mensaje: Si amás a tus hijos, el sábado 15 de marzo decile que no al tren. Ante semejante proclama, ¿quién iba a votar a favor? Así fue que lograron modificar la Constitución: el nuevo artículo (el primero bis) prohibió el funcionamiento de trenes en el país, para cualquier uso o destino.
Pero no solo ganaron en el país los enfoquistas, fue una victoria a nivel mundial: luego de otra extensa reunión en la ONU (la única en que casi todas las naciones estuvieron de acuerdo) se firmó el “Tratado Internacional Game Over Tren”. En sus ochenta páginas llenas de artículos y leyes se dictaminó lo siguiente: a partir de esta gloriosa fecha debe eliminarse la palabra TREN de los diccionarios y manuales de historia. Asimismo, todos los libros, folletos e incluso museos, que tuviesen información, fotos o que estuviesen dedicados e inspirados en el tren, deben ser destruidos inmediatamente (todavía recuerdo las grandes hogueras que iluminaron las noches oscuras). También quedó establecido que todo aquel país que decidiera no sacar sus trenes del servicio activo, sería bloqueado económicamente y expulsado de las Naciones Unidas.
La prensa mundial vitoreó la firma de este Tratado, con excepción de la inglesa, él único país que se negó a sacar de circulación los trenes, y la Iraní, país que siempre estuvo en contra de lo que opinaba el resto del mundo. ¡Qué esperanza nos dio a todos los no enfoquistas el discurso de la Reina! Defendió a los trenes de manera tan providencial y, a la vez, tan afectiva, que muchos enfoquistas ingleses abandonaron el país, avergonzados por la ridícula posición que había adoptado su realeza. En cambio, el resto de las personas, ya fueran enfoquistas ingleses, alemanes o argentinos o neutrales suizos, vimos a Inglaterra como el último país libre… Pero claro, las cosas no fueron fáciles para los británicos. A diario se sucedían los “Actos heroicos” (nuevamente la opinión del diputado Crima) que rompían con su resistencia: un grupo de personas encapuchadas desplomó el túnel ferroviario del Canal de la Mancha; la Asociación de Oculistas fomentó una protesta permanente frente al Palacio de Buckingham; No more train, decían las pancartas que llevaba la gente… De esta forma el nuevo Régimen Independiente Inglés no pudo soportar mucho tiempo, apenas cuatro meses.

Al pasar el tiempo surgieron varios problemas derivados del cierre del tren, y todos se solucionaron rápidamente. Las estaciones de todo el mundo, por ejemplo, fueron demolidas. Al principio se había pensado convertir a las estaciones en casas de asilo para gente necesitada, pero ni los pobres y sin techo querían vivir allí. “Somos pobres, pero así y todo seguimos siendo personas y merecemos ser tratados como personas”, declaró Ramón Tells, Director de la AIGSH (Asociación Internacional de Gente Sin Hogar) a la salida de un partido de fútbol en Mar del Plata.
En el marco del proyecto nacional “Cordón Ecológico”, se crearon estaciones verdes por donde pasaban las vías. Y sí, hay que decir que las ciudades son más hermosas, parecen más limpias y menos ruidosas; y los cordones ecológicos dan altas ganancias a las inmobiliarias (las propiedades cerca de los cordones subieron increíblemente sus precios, todo el mundo quiere vivir cerca de donde antiguamente pasaban las vías; supongo que son un símbolo del poder humano). Puede decirse todo eso, y sin embargo yo sigo extrañando los silbidos de las locomotoras, las barreras bajas, el tintineo de las chicharras y el clásico “quetrén-quetrén”.
Otro problema que surgió, el más complicado de solucionar, era qué hacer con todo el acero desperdiciado que se iba oxidando con el pasar del tiempo: así de extraordinario como suena, fue enviado al espacio en cohetes. Al principio algunas empresas metalúrgicas, queriendo sacar provecho de la situación, pensaron en reciclar el acero y fabricar, por ejemplo, cubiertos para el hogar, pero nadie quería saber que sus cucharas, cuchillos y tenedores eran fabricados con acero de tren. Así que se optó por el camino más sencillo: se tomó todo el acero que se pudo juntar y se lo envío al espacio. ¿Que qué hicieron las naciones que no tenían carrera espacial? Tiraron el acero en los volcanes y en las profundidades de sus mares, lagos y ríos.
Los indicios de que alguna vez había existido el tren habían desaparecido, y la gente se olvidaba del tema poco a poco.
Por supuesto, esto no siempre fue así; déjenme ahora explicarles cómo se llegó a esta situación. En sus días de gloria el tren era muy útil y popular: se utilizaba principalmente para transporte urbano, aunque también era una buena forma de transportar productos del campo a la ciudad. No era raro que por las mañanas los vagones se llenaran por encima de su capacidad. En las estaciones había grandes locales que generaban fuertes ingresos a sus dueños; se limpiaban los andenes a cada hora y se gastaba mucho dinero en mantener funcionando las máquinas expendedoras de boletos. Además, varios países habían construido trenes que iban más allá de la velocidad del sonido…
Un penoso día alguien se dio cuenta de la verdad: en el tren se perdía el enfoque. Cuando uno miraba por la ventanilla y trataba de fijar la vista en un punto del horizonte, no podía hacerlo. Era imposible que otro objeto se le cruzara por delante y que uno no desviara la vista. ¡Qué horror! La noticia se divulgó rápidamente y al poco tiempo en los matutinos de todo el mundo se publicó el mismo mensaje: El tren hace perder el enfoque.
Fue entonces que las personas comenzaron a indagar, primero curiosas, luego algo preocupadas; todo aquel que se subía a un tren miraba atentamente por las ventanillas: era cierto, no se podía fijar la vista en un único punto… ¡Pero, Dios mío, qué catástrofe! Al verificarlo, algunos cayeron al piso desmayados, otros perdieron la cabeza y empezaron a gritar como locos, muchos comenzaron a tener horribles y borrosas pesadillas, y millones coparon las salas de los psicólogos y psiquiatras…
El resto es penosa historia conocida.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2001
(Versión final: marzo de 2008)

El juego de ser un niño

Es sólo un niño. Un niño que camina por la vereda. Un niño que saluda a la gente con gran sonrisa y palabras que suenan agudas. Es un niño que moja sus pies al bajar a la calle y luego cruza apurado aunque no haya un solo auto a la vista.
Todavía sigue siendo un niño cuando entra en la plaza. Un poco tímido, se acerca a las hamacas y saluda a una niña. Ésta le devuelve el saludo y se ríe. Él también se ríe y pierde la timidez. Camina hasta ella y la toma de la mano, la niña vuelve a reírse y esta vez enseña los dientes. Blancos, muchos, todos en hilera. Mira sus manos entrelazadas, diez dedos, veinte dedos, una maraña de dedos. Tan hermoso.
Recién cuando se sientan sobre la arena comienza a cambiar.
Sus piernas y brazos se alargan y cambian de forma. Aparecen bolsas moradas bajo sus ojos. Aún tomados de la mano cambia. Ya no es un niño, es un hombre. Un hombre que camina rápido por la vereda. Un hombre que cruza apurado la calle, que entra intranquilo a una plaza y toma de la mano a una niña. Nadie percibe el cambio todavía, pero la metamorfosis está completa.
Es un hombre cuando saca de su bolsillo la tijera y sigue siéndolo mientras corta uno de los tantos dedos que se entrelazan con los suyos. La niña grita, la sangre corre y se filtra en la arena. El mundo parece detenerse y él, mientras tanto, disfruta de la escena. Siente el placer del poder, siente el fuerte temblor de los dedos que aún se cierran en los suyos, siente la respiración de la niña, que se vuelve pausada y débil. Suspira y no para de sonreír. En todo ese horror, no puede dejar de ser hombre.
De repente, la magia se rompe. Alguien le grita, una mujer rompe en llanto, el mundo cobra vida nuevamente. Toma el dedo, lo guarda en el bolsillo y corre. Corre como hombre. Con grandes pasos se aleja de la plaza.
Recién a las ocho cuadras se sienta. Jadea y el corazón palpita fuerte en su pecho. Poco a poco comienza a sentirse niño de nuevo. Sus brazos se tornan más chicos, sus piernas también. Siente desaparecer las bolsas moradas debajo de sus ojos.
Cuando ve pasar el coche patrulla se incomoda, pero se encuentra tranquilo. Ya es un niño. Un niño que camina de regreso a su casa, que habla con palabras que suenan agudas y alargadas. Un niño que encuentra una tijera y un dedo en su bolsillo y se ríe.
Estudia el dedo por un rato y luego lo arroja a una boca de tormenta.
Feliz, apura el paso.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, noviembre de 2001
Publicado en
Los rostros y las tramas, Dunken, 2006.

Giros

Camino con mi madre por la avenida Boyacá, cuando...
–Tenés los cordones desatados –... me dice.
Le contesto...
–Ya sé, no importa.
Doy dos pasos y sucede: súbitamente me encuentro dentro de un trompo que gira a mil por hora. Fue tan sólo un segundo: ¡Pum! Y el mundo comenzó a girar. Los edificios, los autos, la avenida, los edificios, los autos, la avenida... Todo es un colage de vida y hierro y cemento y colores. Miro sorprendido, fascinado, y no atino a reaccionar. Mas cuando todo se detiene, boquiabierto, me doy cuenta de que mi madre y yo volvemos a caminar por la avenida Boyacá. A mitad de cuadra me dice que tengo los cordones desatados; le respondo que ya sé, que no importa. Doy dos pasos y al intentar dar el tercero, el pie izquierdo queda suspendido a mitad del paso, interrumpido por el otro pie que ha pisado el cordón de la zapatilla. Resbalo y golpeo con el rostro las frías baldosas. Tengo tanta mala suerte que se me rompen tres dientes y la lengua se parte al medio. Sangrando, casi inconsciente, escucho los gritos desesperados de mi madre, lejanos, cada vez más lejanos. Otra vez me encuentro dentro del trompo, girando a mil por hora, transformando las imágenes, los momentos, el mundo en pequeñas manchas borrosas…
… y entonces camino otra vez junto a mi madre por la avenida Boyacá, cuando...
–Tenés los cordones desatados –... me dice.
Le contesto...
–Ya sé, no importa.
Pero esta vez me detengo y me ato los cordones.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2002
(Versión final: septiembre de 2007)

Curso cortazariano para apreciar correctamente los relojes

A Julio Cortázar…

Comprendo el tiempo y los fines del mismo; y supongo que el resto del mundo lo comprende por igual de algún modo. Pero a riesgo de sonar pedante, y crean que importa correr este riesgo siempre y cuando uno sepa de ante mano que en realidad es pedante, digo que nadie comprende mejor que yo el complejo sistema del número y vida del tiempo. Sin ir más lejos y dejando de lado la camaradería, empezaré a esbozar el boceto de dicho mecanismo para incursionarlos en este interesante tema, pero déjenme aclararles antes que si explicara al pie de la letra, sin inventar palabra alguna y ateniéndome a los diversos manuales suizos, estarían horas escuchando y yo horas hablando. Ninguna de las dos cosas nos agradan y las mentas ayudan pero no para tanto.
El fin de los relojes es dar la hora. Comprendan que solamente pensando que, en efecto, los relojes no sirven ni remotamente para nada más que para dar la hora, y solo así, podrán entonces entender el correcto uso del mismo. Aunque se tiene conocimiento sobre otros usos domésticos en los cuales el reloj se ve implicado, no viene al caso nombrarlos, y ya aclarado este punto, podemos dar comienzo a este breve pero intensivo curso.
Para apreciar correctamente un reloj, no hace falta más que sentarse en la cama y observar los dos pares de números rojos (nota: el color de los números puede variar de acuerdo al reloj: los hay en negro, en verde y en toda una gama de asquerosos colores). Los primeros, los más lentos, son las horas: pueden presentarse en números solitarios o de a pares, y generalmente se observa que estos van del cero al veintitrés o del uno al doce y luego del uno al doce (curiosas dos formas de representar el tiempo que no hace falta explicar aquí). Aquellos quisquillosos más rápidos que los anteriores son los minutos. También pueden presentarse solitarios o de pares, y sólo llegan hasta la cifra sesenta, no le den más vueltas al asunto. Ahora, en el caso de tener un reloj más preciso que el mío, también encontrarán un par de números llamados, erróneamente, segundos. Son aún más rápidos que los antes citados y de características similares a los minutos (en cuanto a conteo sesentiano). Aclarado y comprendido este punto, el resto es sencillo. No hace falta más que juntar dichos números: primero el primero, segundo el segundo y, repito en caso de contar con el tercer grupo, tercero el tercero, y luego leerlos de izquierda a derecha para dar con la hora solicitada. Ahora bien, si se diera el caso de que en vez de leerlos de izquierda a derecha lo leen de derecha a izquierda, el resultado tal vez fuera interesante pero no serviría para saber a qué hora deben levantarse ni a qué hora llegar.
Si han seguido estos pasos y han comprendido el significado de todo lo antes explicado, ahora estarán más que listos para la vida actual. Compren un diario, lean atentamente la sección de clasificados antes de acostarse y luego corran hacia el cuarto para cerciorarse del uso del reloj y aplicar lo aprendido.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, agosto de 2001
Publicado en
Ciudades y otras historias, Dunken, 2006.

De Olivos a Pacífico

Por la mañana llegó tarde a trabajar. Había despertado tarde, desayunado tarde y también se había tomado el colectivo más tarde de lo normal. La vida de Mariano era complicada: escasos minutos le deparaban el inmediato destino laboral y era constantemente atacado por sus propios compañeros y sus jefes… Pero era feliz con la vida que llevaba. Gozaba de un buen sueldo y nada le impedía buscarse otro trabajo si se cansaba del que tenía.
Trabajaba en la sucursal Pacífico del Banco Nación, justo a media ciudad de distancia, y hasta esta mañana nunca había llegado tarde. Todos los días despertaba a eso de las siete y media, tomaba la toalla que colgaba sobre la puerta del armario y se duchaba durante diez largos y relajantes minutos. Luego desayunaba rápido, ya casi no había tiempo, y a las ocho, puntual, esperaba el colectivo ciento cincuenta y dos en la esquina de Maipú y Echeverría. A esa hora del día, de Olivos a Pacífico, hay cuarenta minutos de viaje en colectivo. Eran suficientes, hasta tenía tiempo de sobra por si se presentaba algún problema –un choque, transito, corte de calle– pero por lo general el viaje era rápido y tranquilo.
Llegaba al banco a las nueve menos diez, temprano, demasiado temprano incluso, pero no le molestaba llegar temprano a trabajar. Inconsciente, jamás se había percatado de que era un esclavo del tiempo. Él, junto con todos los de su círculo, vivía atado a una cadena de sucesivos acontecimientos que giraban sin cesar.
Cuando volvía a su casa, cansado y decaído, a eso de las ocho de la noche, poco le importaba lo transcurrido durante el día. Se relajaba, sentado en el sillón del living, y dejaba entonces que su mente viajara. Viajaba mucho más lejos de lo que cotidianamente él viajaba, de Olivos a Pacífico. Imaginaba lugares, sitios conformes a él, donde no formaba parte de ningún sistema. Donde no era una cifra, un número entre entes y organizaciones cotidianas. Soñaba vida y alma, y por momentos, al menos sentado en su sillón, gozaba de una buena vida propia.
Cenaba algo ligero y miraba un rato la televisión. Luego, cuando se iba a dormir, colgaba una toalla de la puerta del armario, cerrando el ritual. El día concluía una vez más y él casi ni enterado.
Durante cinco días a la semana esto mismo transcurría una y otra vez.

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Esta mañana simplemente explotó. Aquella sensación de responsabilidad que lo obligaba a seguir con su monótona vida, desapareció por completo, dejando un vacío de tranquilidad. Los problemas le parecieron ajenos y el deseo de libertad se vio concedido. Así, cuando sonó la alarma a las siete y media, no le hizo caso. Siguió dormido en profundo éxtasis sin siquiera preocuparse en apagar el ruidoso aparato. No se duchó, no desayunó rápido y a las ocho no estuvo en la esquina de Maipú y Echeverría. Sin embargo cuando decidió que era hora de levantarse, se dijo que iría a trabajar ese día, sólo que un poco más tarde. Era temprano y quería disfrutar de la sensación mientras durase. Estaba de buen humor y veía las cosas en otros tonos, colores más brillantes y más vivos.
A eso de las nueve se sintió con suficientes fuerzas y ganas, dejó la seguridad de su casa y caminó hasta la parada del ciento cincuenta y dos. Cuatro cuadras, todas maravillosas, llenas de sorpresas y lugares por descubrir. El café de la esquina, el kiosco de diarios, una cabina telefónica ¡cuántos secretos escondían aquellos lugares!
El día había despertado nublado, a las nueve no llovía aunque pronto comenzaría a garuar. El cielo estaba completamente cubierto por un manto oscuro que tomaba la forma de nubes. Hacía frío y por las calles corría una brisa que helaba los huesos. Pero él igualmente era feliz. La mañana, su mañana, era perfecta y no hubiese cambiado ningún detalle.
En ese lapso de tiempo en que estuvo esperando el colectivo, mientras observaba cuanto ocurría alrededor suyo, tuvo una revelación. Con la mirada clavada en los dos escolares que esperaban el colectivo junto a él, descubrió la triste verdad a la que pertenecía. Fue entonces cuando la mañana se le hizo fría y oscura, más afín al clima que lo rodeaba, y cayó en cuenta de lo que estaba pasando. Desesperado, pensó que estaba llegando tarde al trabajo y que eso le quitaría puntos de presencia, quizás perdería el bono por “presentismo”. Pero ni bien pasó el aluvión inicial, se calmó un poco y lentamente volvió aquel otro sentimiento. Ése que hacía de aquella mañana oscura un paraíso de colores donde todo podía suceder. Después de todo, daba igual lo que sucedería al llegar al banco. Ya todo estaba hecho y nadie podía cambiarlo.
Un poco más tranquilo, dedicó el resto del tiempo de espera en observar aquello de lo cual se había dado cuenta. Y es que esa fría mañana, Mariano, descubrió cuatro círculos de personas que vagan perdidas por la calles de todo las ciudades del mundo. Cuatro círculos que son similares en aspecto pero que giran separados por abismos de tiempo (zanja decorativa del silencio).

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El primer círculo es el de los llamados Fugaces. Son verdaderamente una gran multitud, aunque cuentan con la habilidad de ser invisibles para el resto de las personas, al menos lo parece por momentos. Son aquellas personas que uno no ve, pero ciertamente están allí. Los Fugaces se encuentran por todas partes. Gente con determinado tiempo en la tierra, que se pasea sin importarle las miradas ajenas. Personas intrascendentes que divagan erráticas por las calles oscuras y sucias. Si miran atentamente, podrán encontrarlos en las esquinas vendiendo rosas, limpiando parabrisas; en los umbrales de las casas pidiendo monedas, viviendo su vida efímera carente de futuro. Los Fugaces viven la vida, girando en el destino que les ha tocado en suerte, y dejan que el resto viva la propia.
El segundo círculo, en el cual Mariano se sintió incluido, es el de los denominados Minutos. En gran medida, dentro de los límites de la ciudad, el de los Minutos es el círculo más grande de los cuatro. Cuenta con muchos más adeptos que los Fugaces y aun así es más intrascendente. Los Minutos son aquellos de mirada perdida, de rostros oscuros opacados por el cansancio. Aquellos que no controlan su propia vida y viven sólo para soñar. También se encuentran en todas partes, pero, en ciertos casos, son más difíciles de distinguir. Disfrazados cada cual con su disfraz correspondiente, caminan por las mañanas presos del reloj que los agobia. Víctimas de la rutina que los engulle, marchan con la cabeza gacha hacia los más inimaginables rincones de la ciudad. Si están con tiempo, una mañana bien temprano, echen un ojo hacia los colectivos, hacia los trenes, hacia los subtes. Allí los encontrarán, apretados entre sí, en una maraña de personas que exclaman excusas y hablan consigo mismo, maldiciendo por lo bajo a ese dios que los ha creado. A esa vida que insisten en vivir.
Del tercero de los círculos forman parte todos los seres humanos alguna vez. Y es que tan particular círculo corresponde a una etapa de la vida. A estos se los ha llamado Insignificantes. No se los ve muy a menudo y es que deambulan por las calles en determinados ciclos temporales. Su horario de tránsito varía mucho con respecto al tiempo y la época del año. Generalmente, durante el otoño y hasta bien entrada la primavera, podrán encontrarse con ellos por la mañana temprano, al mediodía y luego a la tardecita. Los Insignificantes son, entre los cuatro círculos, los más alegres y quizás se sorprenderán al escucharlos reír con ese tono particular que sólo ellos tienen. Esa manía de compartir momentos y de disfrutar de la vida que aún mantendrán durante largos años. Son de los que mantienen la mirada perdida, las voces de súplica y las mentes abiertas en busca de sabiduría. A su vez, este círculo, aunque más pequeño que el de los Minutos, es más variado aún. Se divide en miles de estirpes diferentes. Están los de blanco, aquellos que combinan tan bien el verde y el azul, los de bordó, los de gris, los de cuadros, los de rayas. La única forma real de distinguirlos del resto de los círculos es observando esa costumbre suya de cargar bajo sus frágiles brazos alguna carpeta o libro, aunque hay aquellos que prefieren la comodidad de la mochila. Pero que no los confunda esta diversidad. Todos son básicamente un mismo círculo, todos giran en torno a ellos mismos. Viajan juntos hacia el futuro en busca de soluciones y promesas.
El cuarto y último grupo es el de los llamados Pacientes. Como los Insignificantes, este círculo también se nutre de todos los seres humanos y se encuentra en la etapa final de la vida. Se los ve por toda la ciudad, y pueden encontrárselos por la calle cuando menos se lo esperen. Tienen la particularidad de hacer que las colas duren horas y horas, y cuentan con un repertorio enorme de historias de tiempos inmemorables. Generalmente se pasean en harta soledad y desfilan delante de los otros grupos mostrando el ocaso futuro que a todos les espera. Escupen hacia el presente, lloran por el futuro y apenas si sonríen al pensar en el pasado. Si cruzan una plaza, por las tardes de primavera o de verano, siéntense cerca de las mesas de ajedrez o de las canchas de bochas. Desde allí podrán escucharlos y les aconsejo que los escuchen con atención, ellos podrán enseñarles mucho más de lo que creen. Estos Pacientes que vagan por la vida en busca de un hombro donde caer y llorar.

**********

Mariano, un poco triste luego de su descubrimiento, se quedó mudo y perplejo pensando en círculos y personas. La mañana seguía siendo hermosa, aunque gran parte de su encanto se había perdido. Verse confinado a un círculo hizo que se sintiera mal por unos momentos, y por primera vez en mucho tiempo cayó en cuenta de su soledad. Pero no podía deprimirse, no esta mañana, así que forzó una sonrisa y siguió esperando en silencio. A los pocos minutos el ciento cincuenta y dos apareció lejano en la avenida, se acercó ruidosamente y se detuvo a escasos pasos. Dudando, subió al colectivo que lo llevaría de vuelta a su vida de siempre. Con él subieron dos Insignificantes y un Paciente.
Pagó los ochenta centavos correspondientes y fue a sentarse al fondo, al lado de un Minuto que venía echándose una siesta. En el trayecto hasta Puente Saavedra, subieron cuatro Insignificantes, quince Minutos, tres Pacientes y un Fugaz que ofreció a gritos cuatro encendedores chinos al precio de uno nacional. De las veintitrés personas que subieron, los Insignificantes fueron los más ruidosos y alegres, cosa que cayó mal entre los Minutos, que los miraron con malos ojos, y entre los Pacientes, que se debatieron entre hablar mal de las nuevas generaciones o recordar con alegría los tiempos insignificantes. El que no pensó en el asunto fue el único Fugaz que subió, que luego de comprobar que nadie compraría nada bajó a las pocas cuadras en busca de nuevos clientes.
En Saavedra subieron diez Insignificantes más, que se sumaron al ya ruidoso grupo e hicieron del colectivo un bochorno andante. Los Minutos que quedaban, cinco habían bajado un par de cuadras atrás, se resignaron a aceptarlos y los tres Pacientes ya se habían olvidado por completo del tema. Luego, a la altura de Cabildo y Monroe, los Insignificantes abandonaron el colectivo en manada. Y si bien una legión de Minutos, que salió escupida del subterraneo (con dos Pacientes mezclados entre sus filas), los reemplazó, el ambiente fue por lo menos silencioso.
Así pasaron las cuadras. Los Minutos pasaban, subían, bajaban, exclamaban ay Dios, mientras que el pequeño pero unido grupo de Pacientes viajaba en completo silencio. Mariano, que observaba todo aquello con ojos extraños, sentía cierto desconcierto en el aire. Una extraña aureola lo envolvía todo, no sabía qué era, pero ahí estaba. Casi podía verla. Posó la mirada sobre los dos pequeños círculos que viajaban a su lado y el resto del viaje se entretuvo imaginando la vida de cada persona que le devolvía la mirada. Cuando estaba por bajarse se dio cuenta de aquello que lo apenaba: cada metro que se movía estaba más cerca del trabajo y de volver a su vida.
Bajó en Puente Pacífico, de ahí tenía que caminar tres cuadras hasta el banco. Todavía estaba de buen humor pero ya no sentía aquella maravillosa sensación que había tenido al levantarse. Ahora más bien estaba triste, aunque no sabía bien por qué. Al bajar del colectivo se quedó quieto por un instante. La avenida estaba repleta de Minutos que corrían perseguidos por el tiempo, fantasma invisible, y entonces, resignado, comenzó a caminar.
Caminó tranquilo y pausado. En la esquina compró un ramo de rosas a un Fugaz, pensó que a su escritorio le vendría bien un poco de vida. A mitad de cuadra se detuvo frente a una relojería y pensó por un momento quién había sido aquel maligno ser que había inventado los relojes y si aquella persona se había dado cuenta de qué le había hecho su invento al mundo. Pero se olvidó completamente del asunto cuando, al mirar un reloj, vio que eran casi las diez y media. Entonces volvió a caminar, sin detenerse a pensar en nada y, a su vez, sin poder dejar de pensar que estaba llegando tarde.
En las escalinatas del banco se encontró con un grupo de Fugaces que intentaban protegerse del frío matinal con una frazada carcomida por el tiempo. La imagen lo entristeció más. En la puerta lateral, un grupo de Pacientes formaba una larga cola, el frío tampoco era clemente con ellos. Mariano pudo observar las manos temblorosas, los ojos llorosos, el cansancio de una larga vida. La imagen también le resultó triste, pero a tal parecer, no había espacio en su interior para más tristeza. Se sentía colmado de una negrura horrible que terminó de destrozar toda la alegría que había sentido. Abatido, se paró frente a la puerta por un instante y luego caminó hasta el pequeño grupo de Fugaces y les regaló el ramo de flores. Ellos le dieron una sonrisa. Intentó sonreírles pero no pudo. El día era oscuro y frío y estaba llegando una hora y media tarde.
Con la vista pegada al suelo, entró al banco.

**********

Ahora son las nueve de la noche. Mariano cena ligero sentado frente al televisor. Mira las noticias del día; no quiere verlas pero no hay nada mejor para ver. Cuando termina de cenar, va hacia la cocina y lava los platos. El ruido del agua produce ecos en el departamento vacío, parece no importarle. Limpia todo y apaga las luces.
En el dormitorio se da cuenta del cansancio que lo aqueja. Recuerda que por la mañana se había sentido bien pero no puede recordar porqué y el recuerdo se le hace lejano y confuso, como si lo hubiese soñado. Se esfuerza un poco y entonces le llegan imágenes borrosas: cuatro círculos, un viaje, una sonrisa… y no está seguro de qué significa todo aquello.
Se saca la ropa lentamente y después comprueba que el despertador esté puesto en hora. Se sienta sobre la cama y por un instante su mente viaja hacia otros países, navega mares, traza planes, conquista corazones, regala rosas, busca una salida distinta… logra reprimir aquellos pensamientos a los pocos segundos. No puede perder tiempo. Al fin y al cabo, hay que madrugar para no volver a llegar tarde. No hay tiempo para fantasear con cosas que nunca en su vida tendrá el valor de hacer.
Cuelga una toalla de la puerta del armario y luego cae dormido envuelto en soledad.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, julio de 2002.
Publicado en
Ciudades y otras historias, Dunken, 2006

El observador compulsivo

Subió al micro y buscó su asiento algo impaciente: viajaba en el número 27 (¿Pero dónde está este asiento?). Lo encontró al fondo, justo al lado de la puerta del baño; un lugar bastante incómodo. Le gustaba viajar en la mitad del micro, creía que era la ubicación más segura, pero como había esperado hasta último momento para comprar el pasaje tuvo suerte de haber encontrado ese lugar libre. Miró el asiento con desconfianza, aunque totalmente resignado.
Dejó la mochila en el portaequipaje y abrió la puerta del sanitario. Tenía por costumbre revisar el baño de cada lugar al que iba: allí estaba el típico inodoro químico, con la tapa de plástico manchada de orina; al costado había una canilla que no funcionaba y, un poco más arriba, el incasable espejo que nadie se atreve a mirar luego de veinte horas y una larga noche en vela. Uno es otra persona, muy diferente de la que inició el viaje.
Cerró la puerta y se dejó caer en su asiento. Apenas reclinó el respaldo, el micro comenzó a moverse. Miró la hora: las cinco y media (Qué puntualidad). Pocos minutos después abandonaba la relativa tranquilidad de la terminal para adentrarse en un largo e impresionante embotellamiento.
Entonces escuchó una voz mecánica que habló por los parlantes:
-Estimados pasajeros, les damos la bienvenida a la unidad 147 de Viajemar. Nuestro destino final es la ciudad de Comodoro Rivadavia, en la provincia de Chubut. Mi nombre es José y seré su auxiliar de abordo. La unidad cuenta con servicio de bar, así que…
(Bla, bla, bla…) Apenas escuchaba lo que decía la voz. Estaba abstraído, escuchando sin prestar atención; oyendo, como bien se dice. Hacía el mismo viaje dos o tres veces al año y el discurso siempre era el mismo; incluso le molestaba un poco aquella interminable perorata. Sin embargo, de repente escuchó algo nuevo que le llamó poderosamente la atención:
-… proyectaremos una película. Entonces, para su mayor confort y seguridad, pasaré a cerrar las cortinas…
(¿Cómo? ¿Qué dijo?) La voz continuó hablando un rato más pero él ya no escuchó nada de lo que dijo; quedó sonando en su cabeza la curiosa frase: para su mayor confort y seguridad. No entendía la relación entre ambos conceptos: cómo era posible que cerrando las cortinas se mejorase el confort y que, a su vez, se disminuyera el grado de peligrosidad. (¿De qué peligrosidad está hablando?) No tenía sentido.
Además, aquella frase también lo inquietó un poco. Él nunca podía dormir en los micros; los asientos le resultaban demasiado incómodos. Generalmente, se pasaba toda la noche mirando por la ventanilla hacia el paisaje oscuro que lo rodeaba. Si le sacaban este pasatiempo, pasaría cerca de cinco horas mirando el monótono interior del micro, y esa idea no le agradaba.
En esto último pensaba cuando el chofer hizo una maniobra brusca y el micro se detuvo de golpe. Por la frenada, la puerta del baño se abrió y chocó contra la máquina de café. Él pegó un salto por la sorpresa (¡Dios mío, qué julepe!) y luego comenzó a reírse de los nervios. Miró la puerta, que seguramente había cerrado mal, y también miró hacia el interior del baño. Algo extrañado, descubrió que había un pequeño espejo debajo del inodoro (Uno de los tantos misterios de la vida).
Se levantó y cerró la puerta, cuidando de que esta vez quedara bien trabada.

Las horas pasaron rápido y llegó la noche. El auxiliar repartió unas endebles bandejas y luego sirvió la cena: un extraño mejunje que tenía forma de tortilla fue el plato principal, acompañado por una ensalada de tomate y lechuga (la mitad de un tomate y dos hojas de lechuga sin condimentar); de postre, un flan inundado por un líquido que simulaba pésimamente el sabor del caramelo. A pesar de la mala pinta que tenía la comida, él no dejó ni una migaja, y observó que el resto de los pasajeros hizo lo mismo. Por raro que parezca, uno se resigna a que la comida de los micros sea mala, y por esa razón acepta y come todo lo que le sirven.
Retiradas las bandejas y ya todos con la panza llena, las luces se apagaron; en contraste, los televisores se encendieron. Había llegado el momento temido. Vio aparecer al auxiliar por la escalera (¿Cómo era que se llamaba?), quien después de cerrar una a una las cortinas llegó hasta la suya. Con un gesto le pidió que la cerrara, pero él se negó rotundamente. Como el auxiliar repitió el gesto, él intentó disuadirlo:
-¿Puedo dejarla abierta? Me cuesta mucho dormirme y me gusta mirar por la ventana.
-Lo siento, señor, las reglas dicen que hay que cerrarla.
-Por favor, ¿qué te molesta que quede abierta?
-Le repito: son las reglas.
-¿Dónde quedaron los tiempos en que el cliente tenía la razón?
-Señor, no juegue con las vidas de los demás. ¡Vamos, cierre la cortina!
Tal argumento, aunque melodramático y algo ridículo, surtió efecto. Desistió en su empeño y hasta cerró él mismo la cortina. El auxiliar sonrió, algo aliviado. Luego caminó por el pasillo y desapareció por la escalera, de la misma manera que los barcos en el mar, lentamente. Mientras bajaba, revisó que nadie se hiciera el vivo.
(¿Y ahora qué hago?) En los televisores comenzó una película llamada “Largas noches”; parecía a propósito. Decidió verla para matar al menos hora y media de su suplicio, pero apenas pudo ver unos diez minutos: “mala” era una categoría demasiado generosa para calificarla; además estaba doblada al castellano y no se escuchaba muy bien.
Agarró la mochila y buscó el mp3 y los auriculares; un poco de música lo ayudaría a relajarse. Encontró el reproductor, pero a pesar de que revolvió todo, no encontró los auriculares; en su apuro, se los había olvidado dentro de la otra mochila, la que usaba para trabajar (Me cago en…). Un poco molesto, sacó la revista de autodefinidos que había comprado en la terminal y encendió la luz, al menos podría entretenerse por un rato: la lamparita se prendió por un segundo y luego se apagó para siempre (¡La puta, no pego una!). Estaba condenado a aburrirse hasta la muerte. Desvelado, sin música, sin luz, sin ventana, sin nada… lo único que podía hacer era intentar dormirse; era eso o quedarse mirando las luces de los pasillos y esperar a que la noche pasara rápido (Qué poco productivo). Así que, sin hacerse muchas ilusiones, apoyó la cabeza contra la ventana y cerró los ojos.
A pesar de su mal humor y de su incomodidad, casi se quedó dormido. Ya se encontraba en un estado de paz, propio del mundo de los sueños, cuando el micro pisó un pozo. Aunque era un pozo pequeño, la carrocería se sacudió fuertemente. Entonces la puerta del baño volvió a abrirse, volvió a chocar contra la máquina de café y él volvió a dar un salto por el susto, despertándose por completo y perdiendo toda esperanza de dormir aunque sea unos minutos.
Furioso, cerró la puerta, esta vez sin siquiera preocuparse por dejarla bien cerrada.

Acababan de dar las cuatro en punto de la mañana. Tenía los ojos hinchados por el cansancio y estaba aburrido hasta el alma. Miraba el reloj exactamente cada tres minutos. Intentaba no hacerlo, quería dejar pasar el tiempo sin preocuparse, pero la necesidad era más fuerte que él. En vano había intentado dormir varias veces, y si bien dormitó por algunos minutos, no llegó a dormirse por completo. Encima escuchaba el ronquido del pasajero de enfrente y eso lo ponía frenético, furioso; comenzaba a perder la paciencia (¡Qué tortura, Dios mío!).
Miró la cortina y se preguntó qué podía pasar si la abría tan sólo un poco, un poquito nomás… ¿Quién se daría cuenta? Y además, ¿qué peligro podría ocasionar abrir un poquito, un poquititito la cortina?... (¡Basta, no se puede y punto!) Un poco desesperado, luchando contra la tentación, apoyó la cabeza contra la ventana e intentó dormirse una vez más.
Cerró los ojos y se dejó llevar por sus pensamientos. Lentamente comenzó a relajarse, a calmarse, a dejar que las cosas pasaran y fluyeran… Estaba otra vez por quedarse dormido cuando el pasajero de enfrente comenzó a roncar de forma asesina. Él levantó la cabeza y observó en derredor: ¿cómo era posible que todos siguieran durmiendo a pesar de aquel terrible sonido? (¿Están todos sordos o qué?). Era el único que se había despertado; los demás ni siquiera habían cambiado de postura. Ya desvelado, esta vez para siempre, se dijo que al menos había perdido unos cuantos minutos, y se contentó con la idea; pero cuando miró el reloj su humor cambió totalmente: eran las cuatro y tres minutos (¿Sólo pasaron tres minutos...?). Fue en ese momento que perdió cualquier indicio de calma; se dio cuenta de que si no se distraía iba a volverse loco, y entonces vaya a saber Dios qué pasaría. Volvió a mirar la cortina y, por un segundo, se debatió si lo hacía o no; luego lo hizo: la abrió, completamente seguro de que no estaba haciendo nada malo (Ma’si… yo la abro y punto). Aunque sólo la abrió un poquititito, un poquitititito, fue más que suficiente.
En el momento exacto en que descorrió la cortina, el micro pasó por otro pozo y volvió a sacudirse; en consecuencia, la puerta del baño volvió a abrirse. Inmediatamente un potente haz de luz entró por la pequeña, pequeñita hendija, se reflejó en el espejo debajo del inodoro, luego en el mp3 de un pasajero dos asientos más adelante, y siguió su trayectoria en línea recta hacia el frente donde rebotó en el cartel que señalaba la escalera, bajó los cinco escalones y se reflejó en los lentes del pasajero del asiento cuatro. Finalmente el haz entró en la cabina del conductor, rebotó en el parabrisas y terminó su recorrido en los ojos del chofer, quien, sorprendido, dio un volantazo. El micro se fue contra la banquina y chocó fuerte contra un inmenso árbol.
Por el impacto la parte trasera se retorció en forma de ele y las ventanas explotaron; sin embargo, a pesar de la espectacularidad del choque, fue un accidente leve. Es más, si todas las cortinas hubiesen estado cerradas, nadie hubiera resultado herido, ya que éstas impidieron que los fragmentos de los cristales hirieran a los pasajeros; pero la suya estaba abierta: por la minúscula apertura pasaron cinco astillas de vidrio que se clavaron en sus ojos.
Los médicos no pudieron hacer nada. Quedó ciego.


© Alejandro Andrade
Lago Rivadavia, enero de 2008.
Publicado en Sol y letras 2008, Ediciones Baobab, 2008
Segundo lugar en el concurso Sol y letras 2008.

Extrañas sombras

Físicas conquistas, colecta divina e imágenes antiguas. Vos no sabías que mis dedos se reían de tu rostro impregnado de arena, el cual se tambaleaba de felicidad. Aquella mirada pasiva y distante se retorcía por culpa del tacto, y yo firme serpiente, sábanas negras, observándote con cierto recelo y una mueca perversa en los labios.
Lastimada, lástimas. La luna llena engreída, apenas brilla radiante durante sólo una noche, mientras que las mareas descansan tranquilas. Descolgué el trapo de la puerta, me quedé con las migajas y me fui vacilante. Vos me miraste mientras escapaba de tus brazos, dura piedra, almohada seca, y fijando el habla en algún punto del desnudo cielo, rogaste por que el tiempo se comiera a tu mente. Recuerdos difíciles, todos lo son. Pensar en uno mismo en otro tiempo. Saber que más atrás, unas horas, unos minutos quizás, los labios ardían y las venas latían de pasión. Aun así, a pesar del momento en que vivías, los vientos consonantes y los relámpagos de impaciencia, aquella primera noche lograste contener las lágrimas y la ansiedad. Mas no lo sería así, una vez que el tiempo lograra circular otros trescientos ochenta grados en el reloj sombra de tu pared.
Aquella otra noche. Cuando te encontraste sola envuelta en las sábanas, los pies escondidos y la cabeza erguida para disfrutar del lecho, la misma sensación recordada volteó tus miedos. Apenas percataste la extraña apertura de la ventana que mantenía la habitación entre mundos grises. Una extraña brisa se colaba por aquella ventana abierta, una que hacía tambalear las sábanas convirtiéndolas en dedos, miles de dedos emergían de la nada. Dedos que recorrían cada milímetro de tu cuerpo. Dedos que se movían al compás del viento. Dedos que poseían tu mente y no te dejaban pensar en otra cosa más que en ellos. La sábana se movía en pequeños remolinos de cielo y vos suave agua, cama persa, sintiendo cada roce como si fuese el último.
Mas cuando el tiempo corrió a las estrellas, la ventana brotó enojada y cerró sus fauces de acero, dejando el aire a tu alrededor vacío. En ese momento, todo aquello que sentías se apagó fugazmente. Las esporas cristalinas que volaban sobre tu mirada, las lejanas campanas de alguna abadía, los dedos incansables que surcaban la naturaleza de tu ser. Silencio y tela amarilla, sábana y tiempo cayeron sobre tu cuerpo, el mismo que pedía a gritos más.
Alzaste la vista y observaste el cuarto a tu alrededor. El aire estaba quieto, la sábana también y vos seca tierra, lecho rosa, que movías los ojos inquietos en busca de mi figura. Ojos que pedían junto al cuerpo un minuto más de aquello, para dejar la sensación impregnada en la piel, por el resto de los restos de los recuerdos. Pero aquellos dedos, aquella sábana, se mantuvieron quietos durante toda la noche y cuando ésta llegó a su fin cayeron las lágrimas, que danzaron por tu rostro como aguas dulces y felices.
Caíste dormida bajo la atenta mirada del día y sus sombras.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, noviembre de 2001
(Versión final: enero de 2007)
Publicado en
Lo que llega a la playa…, Dunken, 2007.
Con el nombre Sombras.

El pulóver rojo

Para Romina

Lo habías olvidado. Aquel pulóver rojo y algunas otras cosas, pero sólo me llamaba la atención aquella prenda al rojo vivo. Sentía que me llamaba su color, su forma. Sentía que por alguna razón lo habías olvidado para mí.
A la tarde viniste a casa. Conversamos por largo tiempo, comimos algo y salimos a recorrer la ciudad. Luego te acompañé hasta tu casa y caminé con cierta tristeza las quince cuadras que nos separan. Cuando abrí la puerta y encendí las luces, fue lo primero que vi. El pulóver se encontraba sobre la cómoda donde dejo las llaves, las cuentas sin pagar y ese tipo de cosas. Estaba doblado ligeramente en dos, con una manga que caía inconsciente, como flotando en el vacío de la noche.
Lo veo, lo levanto, lo huelo. Es tuyo. No recuerdo habértelo visto, pero tiene que ser tuyo. ¿De quién más puede ser? No ha entrado nadie a la casa en el tiempo en que hemos estado afuera. Lo recuesto sobre la mesa, lo examino. El pulóver es suave al tacto, siento su roce cómodo y confortable. Es curiosamente chico y las mangas exageradamente largas. Su fuerte color rojo me recuerda tus labios y eso hace que me sienta solo por unos instantes.
Lo levanto de la mesa y lo recuesto sobre el respaldo de una silla. Camino a la cocina, busco algo que comer. Vuelvo con un huevo revuelto y un poco de arroz. Me siento al lado del pulóver, lo invito a cenar, pero la comida me sabe mal. En realidad no tengo hambre. Guardo mi cena en la heladera y limpio el plato. Luego regreso al living, levanto el pulóver de la silla y lo llevo al cuarto.
Lo veo, lo levanto, lo huelo. Me reconforta saber que es tuyo. Me siento feliz y perdido, como flotando. Abrazo el pulóver, pero en el estado de ensueño en que me encuentro, siento que te estoy abrazando a vos. Desde el living me llega el sonido del teléfono. Que suene. No quiero que nada me distraiga. Quiero sentirme así para siempre.
Huelo la fragancia de la prenda. Es tu perfume, pienso, y entonces cierro los ojos y alargo los brazos, mis dedos buscan tu mano y después de buscarla en vano por un largo tiempo, la encuentran. Estás conmigo, sentada a mi lado, con tu pálido rostro hermoso y tu mirada cautivante, con tu cuerpo armonioso y perfecto, observando con prudencia cada movimiento que hago. Te abrazo, te beso y nos quedamos así, fundidos en un beso y un abrazo, disfrutando de la noche y de la compañía.
De repente abro los ojos. Tu imagen desaparece y con ella las sensaciones que recorrían mi cuerpo. Las luces están encendidas, me molestan. Las apago y prendo un cigarrillo. Por la persiana de mi ventana se filtran pequeños rayos de luz que juegan moviéndose de un lado para el otro. Me relajo y me dejo llevar. Es entonces que recuerdo…

La cena había estado bien, aunque apenas si recuerdo qué comimos. En cambio, de las largas caminatas por las calles porteñas, de nuestras discusiones sobre Gudiño Kieffer y Lagerkvist, recuerdo cada palabra, cada tonalidad, cada instante.
En la puerta de tu casa te besé. Tu cuerpo, bajo la tenue luz de una lámpara callejera, se hizo uno con el mío, creando pequeños resplandores de dulzura. No, no fue un beso común y corriente. Fue uno especial. Uno de esos besos que nos acompañan durante años, y por los cuales juzgaremos a todos los venideros. Te miré a los ojos, llevé mis manos a tu rostro, que me devolvía tiernamente la mirada, y te besé. Un abrazo y luego una despedida.


Sentado en mi cama, en completa oscuridad, me doy cuenta de que te quiero. Apago el cigarrillo y me acuesto.
A la mañana siguiente tocan el timbre, apenas percibo el sonido entre sueños. Miro el despertador, son las nueve. Me levanto en cámara lenta y abro la puerta. Sos vos. Mis ojos te ven hermosa, radiante. El sol matinal te baña de un encanto misterioso.
Dos besos, un saludo y una despedida, y luego te vas. Caminas calle arriba, llevándote el pulóver rojo en una mano, y yo me quedo parado en la puerta de mi casa. Te veo irte y lo veo irse. Me siento un poco triste, desolado. Entro en la casa y me vuelvo a acostar.
Por la noche vienes a verme, tocas tres timbres. Comemos algo y salimos a caminar por el centro. Olvidas una campera azul.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2007
Publicado en
El Arca de los Cuentos, Dunken, 2007

De los muertos vendrá la primera sonrisa

Ha muerto hace poco tiempo y el rigor mortis deforma su rostro en siniestra mueca sonriente.
- Mirá, parece que se estuviera riendo.
- Sí, lo parece.
Han pasado cuatro horas desde su último suspiro y todavía no se acostumbra a la idea de estar muerto. Y es que extraña su cuerpo (¡quién lo hubiera dicho!) y cada una de las funciones de estar vivo: tener que respirar treinta veces por minuto, ¿qué me dicen de la fabulosa necesidad de rascarse?, incluso las idas al baño... sí, extraña todo eso y no sabe si es por verdadera añoranza o por mero acostumbramiento.
- ¿Te pusiste a pensar...?
- ¿Qué?
- Que a lo mejor se está riendo de verdad.
- Hacé tu trabajo y punto.
Flota en forma de energía sobre la camilla donde su antiguo cuerpo está recostado; apenas puede ver el rostro, el resto está cubierto por una sábana blanca. Ahora queda tan sólo ese caparazón vacío, triste y sin vida; pero él todavía recuerda los tiempos en que había estado vivo; buenos tiempos. Ha tenido una buena vida y está contento de haber vivido. Saber eso le basta, también los recuerdos… Acaso lo único que lo apena de la muerte es tener que abandonar su cuerpo. Es por eso que lo siguió hasta la morgue.
- ¿Qué te parece?
- ¿Qué me parece de qué?
- Esa mueca enferma.
- Es el rigor mortis.
- Sí, supongo que es el rigor mortis...
Uno de los forenses quita la sábana. Ahora está muerto, frío y desnudo. Él se ruboriza un poco y piensa que quizás debe irse, seguir adelante de una buena vez, pero algo lo retiene. Será esa mueca en forma de sonrisa, o que se hace realmente difícil abandonar el cuerpo con el que se compartió toda una vida. Como sea, algo le dice que todavía no debe marcharse.
- Vos que estás hace tiempo en esto…
- ¿Ahora qué pasa?
- ¿Siempre es así?
- ¿Así cómo?
- Me refiero a esa sonrisa. Da la sensación de que supiera lo que estamos por hacerle y que se alegrara. Pero por otra parte parece tan frágil...
- No, no siempre es así. En efecto, los muertos adoptan distintas posiciones con el rigor mortis, pero rara vez sonríen. Supongo que nunca viste nada parecido en la escuela de medicina.
- No, nunca. ¿Pero...?
- Pero nada, tenemos trabajo.
El forense más experimentado toma un pequeño, plateado y filoso instrumento y hace un corte en forma de Y sobre el pecho. Entonces él siente esa extraña sensación de venganza para con su cuerpo que aprendería a no sonreírle a la muerte de esa manera. Luego cambia totalmente de parecer y su sensación de triunfo adquiere un tono más lúgubre y atroz, más afín a su estado de muerto. Al fin y al cabo, han compartido la vida durante treinta y siete años; todavía le guarda cariño.
- ¿Y qué? ¿Todo normal?
- Por ahora todo en orden.
- Salvo que está muerto.
- Sí, salvo que está muerto todo en orden.
Ahora es el turno del otro forense, comienza a indagar en el vientre, removiendo grasa, carne y órganos, y sus sentimientos cambian nuevamente. Se siente indignado y un poco enojado, también. ¡Qué profanación! ¿No les basta con que esté muerto, desnudo y sonriendo? ¿Es necesaria tanta crueldad? No es más que un caparazón vacío y sin vida, y lo abren una y otra vez en busca de... ¿de qué? ¿Respuestas? Le gustaría poder dárselas, detener semejante atrocidad de la cual es testigo, pero por su condición de energía flotante no tiene forma de intervenir. Los vivos no le prestan atención a otra cosa que no tenga aspecto humano y esté viva. En cuanto a su cuerpo, no se queja y es que los muertos no hablan. Apenas si sonríen de vez en cuando en la oscuridad.
Horrorizado, observa al forense jugar con lo que alguna vez había sido su vientre y se dice que estará allí hasta el final.
- ¿Y bien?
- Todavía, nada.
- Extraño, juraría que... aunque tal vez...
Ambos forenses posan su atención en la cabeza. Él los observa marcar líneas que circundan la frente y se queda frío porque sabe lo que pasará.
Se acerca al oído de su cuerpo y trata de consolarlo: le dice que sea fuerte, que no tenga miedo, que pronto todo terminará, que las cosas pasan rápidamente, así como pasó su vida, como pasó su muerte. A pesar del poco tiempo que lleva muerto, no logra recordar el momento de su muerte. Recuerda que estaba en su habitación y que su corazón comenzó a latir cada vez más despacio. Luego vino aquella luz y la energía en que se había convertido; sólo eso. Quiere creer que no, que hay algo más, pero no. En un instante estaba vivo y al otro muerto, nada más.
Los forenses ya han abierto la cabeza y observan lo hallado. Una mueca de comprensión aparece en el rostro del más experimentado.
- Sí, al fin. Costó, pero encontramos la causa de la muerte.
- ¿Estás seguro?
- Se nota que recién salís de la escuela. Observá con atención aquella protuberancia, la que está cerca del parietal izquierdo.
- Extraña, no lo dudo, pero no me dice nada.
- Sucede pocas veces, pero en estos tiempos no me sorprende en absoluto. Es un típico caso PCE.
- ¿PCE?
- Sí, PCE, muerte por “Pelea Cuerpo Espíritu”.
- ¿Es eso lo que es? He leído que son casos aislados y nunca creí toparme con ninguno...
- Estoy seguro, es el tercer caso del año. Parece algo sobrenatural ¿verdad?, pero en realidad lo que sucede es muy simple: el cuerpo se desconecta del cerebro. ¿Por qué sucede esto? No hay una explicación médica todavía. Claro, hay algunos charlatanes que dicen barbaridades: como que el cuerpo se desconecta por aburrimiento, cansancio o porque recela de ser un títere del espíritu que lo habita.
- ¡Dios lo prohíba!
- Dios no tiene nada que ver en esto...
El forense experimentado, satisfecho con su investigación, comienza a coser su cuerpo, que vuelve a adquirir su estado natural de muerto. Sigue explicándole pacientemente al novato sobre aquellas extrañas muertes, pero él ya no los escucha. Ha escuchado demasiado y se encuentra pasmado por el asombro. ¿Pelea Cuerpo Espíritu? ¿Desconexión de cerebro? Pero... ¿sería posible que fuera cierto?
Observa el rostro pálido y descubre que la sonrisa se ha ensanchado. Es entonces que le vienen recuerdos de su vida: recuerda la vez que torpemente cayó por las escaleras cuando tenía tres años, cuando casi se ahoga en la pileta de la colonia de vacaciones (¿tenía nueve, diez años? realmente no importa), aquel extraño accidente andando en bicicleta que lo mandó tres semanas al hospital y finalmente el día de su muerte. El acto definitivo. Contempla sus recuerdos y descubre la verdad. Aquel cuerpo que había querido y consolado, lo odiaba desde siempre y más de una vez había intentado acabar con sus vidas sin suerte, hasta que halló el método efectivo.
Asombrado, vuelve a mirar el rostro: ya no hay dudas, aquella sonrisa es una burla. Su forma de hacerle saber que ha logrado aquello que quería. Se han separado, ambos están muertos. Desconexión de cerebro y a otra cosa.
Le dedica una última mirada, la sonrisa sigue ensanchándose, y se maldice por haber sido tan estúpido e ingenuo. Luego abandona la morgue y se pasea por la ciudad durante largas horas. Está muerto, no hay remedio para eso, y necesita algo para hacer con la eternidad que tiene por delante, pero por ahora sólo desea caminar. Ya habrá tiempo para pensar en lo demás.
En cuanto a su cuerpo, no le guarda rencor. Es sabido entre los muertos que muchos son caprichosos y no desean ser títeres. El suyo era así y a pesar de todo aún lo quiere. Algún día pasará por el cementerio a recordar viejos tiempos.
- ¿Te fijaste? Parece que la sonrisa se ensanchó.
- Sí, lo parece.
- Te hace pensar...


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2005
(Versión final: noviembre de 2007)
Publicado en
Territorio Sur 2007, De los Cuatro Vientos, 2008.

Noche cerrada

Se hizo cuchillo al fin.
"Cuchillos", Charly García.

La primera noche soñó con el cuchillo, con el filo que se abanicaba en el aire reflejando la escasa luz que en su sueño había. No despertó, pero conservó una extraña sensación de pesadumbre.
La segunda noche soñó con el hombre; una figura oscura que lo observaba desde la ventana. Esa noche despertó agitado, pero volvió a dormirse rápido y a la mañana siguiente no recordaba que había soñado.
La tercera noche soñó por primera vez, con el hombre y el cuchillo. En su sueño, él dormía placidamente. De repente una mano corría las cortinas y luego una figura se precipitaba dentro de la habitación. La poca luz que entraba por la ventana abierta, reflejaba el filo de un cuchillo empuñado. La oscura figura caminó hacia su cama y acercó el filo a su garganta desnuda. Allí fue cuando despertó. La ventana estaba cerrada y las cortinas apenas si se mecían en el aire. Aliviado, observó la habitación obscura y a la media hora dormía.
La cuarta noche volvió a soñar lo mismo que la anterior. Primero la ventana, después las cortinas y luego el hombre y el cuchillo. Pero esta vez el filo se acercó mucho más a su garganta. Despertó, un poco nervioso y con una capa de sudor cubriéndole el rostro. Esa noche tardó cerca de tres horas en volver a dormirse
La quinta noche el sueño se le hizo más real. Las cortinas volaron, el cuerpo emergió desde la oscuridad y el cuchillo se acercó lenta y ansiosamente. Despertó angustiado, reprimiendo un grito. Luego registró el cuarto tapándose la garganta con ambas manos; estaba solo. Esa noche fue la primera que pasó en vela.
La sexta, la séptima y la octava noche fueron un reflejo de la quinta. El sueño se repetía y él despertaba casi gritando y muerto de miedo. Luego pasaba despierto el resto de la noche, sin dejar de pensar en el cuchillo que iba acortando distancias lentamente.
Entre la octava y novena noche, decidió visitar a su médico. Le comentó el problema que estaba teniendo y él le recetó unas hermosas píldoras para dormir. Sin embargo, le aconsejó que esa noche no las tomara y que antes de dormir hiciera ejercicios mentales para atraer los buenos sueños.
Antes de acostarse, siguió paso a paso los ejercicios que le habían enseñado. Y si bien se durmió en un estado pacífico, lentamente fue formándose el mismo sueño. Las cortinas se volvían locas por la brisa y aquel cuerpo que se adentraba en la habitación. El cuchillo ya se encontraba tan cerca, el filo mortal rozaba su piel desnuda… Despertó conciente de que había gritado y con lágrimas cayendo por su rostro. El cuarto estaba a oscuras y vacío, pero las sombras se le antojaron tenebrosas. Encendió la luz y fue en busca de las píldoras. Temblaba. Sentía una intensa sensación de fatalidad. Despejó su mente y tomó dos pastillas. Luego se dejó caer en la cama pesadamente. A los cinco minutos se encontraba dormido y no despertó hasta bien entrada la tarde del día siguiente.
La décima noche, cuando estaba por acostarse, tomó dos píldoras y se encaminó decidido a dormir sin malos sueños que lo aquejaran. Se durmió rápido y profundamente, con una sonrisa dibujada en los labios. Los sueños no llegaron y mientras estuvo dormido, esa noche, durmió en paz.

A eso de las tres de la mañana alguien forzó la ventana de su habitación. Debería haberse despertado por el ruido, pero las pastillas hacían bien su trabajo. Las cortinas se volvieron locas, hasta que una mano las apartó. Una figura oscura entró en la habitación. La escasa luz que se colaba por la ventana, dejaba ver el filo de un cuchillo.
La oscura figura se acercó a su cama.
El cuchillo cortó el aire en dos.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2005
Publicado en
Ronda de Cuentos, Dunken, 2008.