La vida con el primo

Una semana atrás, andaba buscando 2 carpetas donde guardaba viejos recortes de diarios. Sabía que las había traído conmigo en la mudanza, pero no tenía la menor idea de dónde las había puesto. Busqué por un tiempo sin encontrarlas hasta que tuve la idea de revisar la cajonera. Tenía 3 cajones: el primero estaba atiborrado de lapiceras, cajas vacías de cd, resaltadores gastados y demás artículos de librería, ahora inservibles, que vaya a saber por qué había guardado; el segundo contenía 3 resmas oficio sin abrir que no recordaba haber comprado y 2 anotadores que nunca había visto en mi vida; en el tercer cajón, entre cuentas pagas, diversas facturas y 2 cepillos de dientes viejos, encontré 3 pequeños recipientes de plástico transparente repletos de encendedores. Esto me llamó poderosamente la atención: calculé que había 23 encendedores y me parecía imposible que todos me pertenecieran.
Resignado y sorprendido por mi hallazgo, abandoné la búsqueda (debo decir en este punto que soy una persona que se frustra fácilmente, ya que mi departamento tiene tan sólo 2 ambientes y no había muchos más lugares donde continuar buscando). De todos modos, en ese momento creí que jamás encontraría las carpetas en cuestión; y además, me sentí fascinado por el contenido de aquellos recipientes circulares. Así que los saqué de la seguridad del tercer cajón y los llevé a la mesa, a fin de poder analizarlos minuciosamente.
Lejos de guardar la compostura, los di vuelta con cierta brusquedad e impaciencia y desparramé los encendedores sobre la mesa. Los fui juntando lentamente y los conté: en total, eran 29. Luego los revisé uno por uno: aunque parecía cromáticamente imposible, sólo había 5 colores repetidos, los demás encendedores creaban una gama casi completa desde el violeta al rojo. Algunos eran viejos y estaban prácticamente consumidos, otros, estaban casi nuevos y se notaba que apenas habían sido usados. A un pequeño grupo le faltaba la infaltable etiqueta de seguridad que indica que “el gas es inflamable”, pero tenían el distinguible holograma de IRAM; a otro grupo le faltaba el distinguible holograma, pero tenían la infaltable etiqueta; muy pocos tenían ambos; la mayoría estaban completamente desnudos
Desarmé los grupos y armé 2 nuevos, de acuerdo a si recordaba o no el encendedor en cuestión: después de un breve momento mental recordatorio, reconocí al menos la mitad, aunque acepto que la mayoría era de dudosa procedencia; el resto tenían que ser encendedores secuestrados, producto del olvido ajeno o de la avivada propia.
A fin de poder recordar la abundante cantidad de datos que me eran proveídos por mi incesante análisis, fui anotando mis conclusiones en uno de los 2 anotadores que había encontrado en el segundo cajón. Decidí organizarlos en 3 subconjuntos: en uno coloqué los encendedores por su color; en otro, por su procedencia; en el último, según tuviesen o no la etiqueta y el holograma. Los 3 subconjuntos desprendidos del conjunto inicial arrojaron, entonces, los siguientes datos:
· 29 encendedores según color: 5 repetidos, 11 claros, 13 oscuros.
· 29 encendedores según procedencia: 5 robados descadaramente u olvidados, 7 no reconocidos, 17 reconocidos dudosamente.
· 29 encendedores según etiquetas y hologramas: 3 con ambos; 5 sin etiqueta infaltable, pero con distinguible holograma; 7 sin distinguible holograma, pero con etiqueta infaltable; 17 completamente desnudos.
Contento y orgulloso de mis subconjuntos, analicé los datos anotados. Aunque no había conseguido descubrir nada nuevo, había algo ahí, en esas anotaciones, que me llamaba mucho la atención, pero no sabía exactamente qué era. Lejos de ser dotado, matemáticamente hablando, decidí olvidarme de encendedores, colores, procedencias y etiquetas y anoté sólo las 3 series de números: 29, 5, 11, 13; 29, 5, 7, 17; 29, 3, 5, 7, 17. Seguí sin encontrar nada, y comencé a recordar los dichos de la Profa. López de tercer y quinto año, únicas oportunidades en que no había aplazado matemáticas. Atrapado por la curiosidad, decidí quitar los números repetidos; el resultado dio lo siguiente: 3, 5, 7, 11, 13, 17, 29. Nada, absolutamente nada. Faltaba algo, algo que se escapaba de mis conocimientos y de mis recuerdos.
Para terminar de una vez con el asunto, decidí realizar un pequeño experimento: con la ayuda de un té de hiervas neozelandés y un edulcorante vencido hacía 3 meses atrás, intenté entrar en trance y así recordar las olvidadas clases de matemática de tercer y quinto año; lo logré a los 5 minutos. De repente, me invadió el fantasma pasado de la Profa. López, y con voz de ultratumba, ciertamente afeminada, e incapaz de controlar mis cuerdas vocales, me escuché a mí mismo diciendo lo siguiente:
“Un número primo, chicos, es un número natural que tiene únicamente dos divisores naturales distintos: el 1 y él mismo. Su estudio es una parte importante de la Teoría de los Números, la rama de las matemáticas que comprende el estudio de los números naturales, pero también, como toda abstracción matemática, puede aplicarse a la vida cotidiana. Anoten lo siguiente: los números primos menores a 100 son: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29…”.
Y entonces salí del trance. Busqué rápidamente un Uvasal y me lo bajé de un trago; tenía el estómago un poco revuelto. Luego volví a la mesa y revisé una vez más mis anotaciones. Allí estaban, aquello era lo que me llamaba la atención (la profesora tenía razón después de todo): mis datos arrojaban números primos. Pero eso no era todo: a los 29 encendedores que había encontrado, con sus consiguientes 3 subconjuntos llenos de números primos, se le sumaban los 3 recipientes plásticos circulares que los contenían, las 2 carpetas que andaba buscando en los 2 ambientes de mi departamento, los 3 cajones de la cajonera, las 3 resmas compradas sin saber por qué, los 2 anotadores irreconocibles, los 2 cepillos de dientes viejos, mis 5 años de secundaria estudiando matemática, 2 de ellos sin aplazarla (el 3 y el 5), mis 2 hermanos, mis 29 años, los 11 veranos pasados en la costa atlántica, las 13 veces que vi Seven, los 23 pares de medias que había en el placard, las 17 cuadras que me separaban del trabajo, la inmensa cantidad de 7up que había tomado en mi vida… Y sí, claro que sí, allí estaban todos esos números primos que me rodeaban y que, por primera vez en la vida, veía como propios y cotidianos. Volví a rememorar a mi profesora y sonreí con cierta picardía: recordé todas las veces que me había preguntado para qué estudiábamos matemática si luego nunca íbamos a aplicar los conocimientos en ningún lado. Como respuesta, el estómago gruñó, y todo aquél que haya tomado un Uvasal sabe qué pasó después: en medio del brutal e incontenible eructo, me pareció escuchar la voz de la Profa. López por última vez: “La matemática, chicos, se aplica a la vida”. No pude más que concordar con ella. Era cierto, allí estaban todos esos números primos, en mi vida cotidiana, y me pregunté qué otros números me encontraría si revisaba, para dar un ejemplo, las lapiceras abandonadas en el primer cajón.
Develado el misterio, y saciada mi curiosidad, guardé los encendedores en los recipientes y metí todo dentro del tercer cajón; eso sí, me quedé con 2 para tenerlos a mano. Luego fui a la cocina y miré la fecha en el calendario: 17/11/2009. No pude más que volver a sonreír; “fecha prima”, pensé y la profesora estuvo a punto de volver a interrumpirme. Apurado, saqué el paquete de arroz de la alacena y me preparé un caldo: dentro la hoya, arrojé, exactamente, 1229 granos.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
noviembre de 2009

Tatuajes del alma

En octubre de 2009 se publicó Tatuajes del alma, una antología de autores contemporáneos argentinos. Participé de la misma con el relato "Descubriendo a Pär Lagerkvist". Abajo, la tapa del libro:


¿Conoces Tornquist?

En noviembre de 2009 se publicó mi segundo libro, ¿Conoces Tornquist?, por G Editores; un nuevo emprendimiento de libros artesanales para escritores independientes.


El libro: ¿Conoces Tornquist?, el segundo libro de Alejandro Andrade, contiene cinco relatos que se encuentran unidos por un lazo muy fuerte: lo fantástico, lo paranormal, lo extraño, lo distinto; en la cotidianeidad de las cosas, hay algo escondido que nos sorprende. Con una prosa fluida y elegante; con cierto sentido irónico y sarcástico del humor; capaz de preocupar, alegrar, aterrar y conmover hasta al lector más duro; Alejandro Andrade nos demuestra una vez más su capacidad de escritura y su inagotable imaginación.

El autor: Alejandro Andrade nació en Buenos Aires el 6 de enero de 1982. Estudió Edición en la UBA y actualmente estudia Redacción en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea. Forma parte del staff editorial de Ediciones Galmort y, además, es fundador de la editorial G Editor. También ha sido editor de distintas revistas literarias cibernéticas (como El llanto de las libélulas). Ha participado en varios concursos literarios nacional e internacionales, en los cuales recibió distintas distinciones. En el 2006 se publicó su primer libro: Ciudades y otras historias; una serie de relatos fantásticos. También ha participado en numerosas antologías de autores jóvenes. En la actualidad, se encuentra corrigiendo su primera novela: Las miradas del espejo.

La finitud del paraguas

“Un paraguas, para mí, es un artefacto fundamental”.
Mary Poppins, Una mirada sobre el paraguas.

Hay una única verdad universal: los paraguas no llegan a viejos. Si cualquier persona, en cualquier parte del mundo, se toma el trabajo de revisar los placares de sus vecinos, se encontrará con algunos paraguas, de los cuales, pocos tendrán más de uno o dos años, en los mejores casos. Esto se da por dos motivos, principalmente: 1) porque la gente no suele guardar los paraguas en los placares; 2) y por que rara vez los paraguas llegan a convivir con uno más de una o dos temporadas de lluvia. Tal cuestión nos lleva a preguntarnos: ¿qué es lo que sucede con los paraguas? ¿Por qué son siempre estos artefactos poco ortodoxos quienes caen en las garras del olvido?
Desde su invención, el paraguas ha sido el instrumento por excelencia para protegerse de las inclemencias meteorológicas; desde el simple acto de reparar a las personas hasta de las más torrenciales tormentas, como para la protección a la exposición solar, resulta uno de las grandes innovaciones tecnológicas del siglo XVIII. Símbolo de fortuna por aquellos tiempos, las damas de la alta sociedad se paseaban por los distintos eventos sociales con un paraguas en sus manos; así se encuentra retratado en grandes cuadros de la época. Hoy, en cambio, el paraguas se ha venido a menos: basta con que caigan un par de gotas, para que los buscavidas que venden encendedores en la esquina se pongan a vender paraguas a 5 pesos cada uno. Tal efecto de descremación, como le gusta llamarlo el marketing, se vio favorecido por la producción en masa del artefacto en cuestión durante la segunda mitad del siglo XX.
Hoy, el paraguas ya no es lo que era antes. Hoy, el paraguas no es un símbolo de opulencia, algo reservado sólo para las clases altas. Hoy, el paraguas es un elemento más, un artefacto cotidiano, algo que se haya, tranquilamente, en cualquiera de los hogares argentinos, aunque no por mucho tiempo, claro. Hoy, el paraguas es un elemento olvidable.
Las encuestas revelan que un 80% de la población ha comprado al menos un paraguas en lo que va del año. Y si bien estas cifras favorecen a la industria paragüera, también revelan lo que sucede con tales artefactos: luego de dos o tres usos, son olvidados. El colectivo, la Facultad, la casa de ese amigo que no ves casi nunca, todos estos lugares son recurrentes a la hora de olvidarse un paraguas. Pero, ¿por qué?
No es fácil responder a tal pregunta. Muchas de las mentes más brillantes han abordado el tema. Michel Goucurt, célebre investigador francés de la historia del paraguas, luego de un estudio de campo de más de cinco años, dice en su libro La vérité sur le parapluie (“La verdad sobre el paraguas”), de próxima aparición en la Argentina, lo siguiente: “un 70% de la población francesa ha perdido más de un paraguas en su vida. De este porcentaje, más de la mitad son mujeres. La respuesta común ante la pregunta del porqué de tal olvido es: ‘los paraguas siempre están mojados y las carteras son demasiado chicas para guardarlos. Una los cuelga y se olvida’; la población masculina, en cambio, opina lo siguiente: ‘ya es bastante molesto que llueva para cargar con semejante artefacto todo el día. Cuando para de llover, uno lo cierra y a otra cosa’.”. Goucurt concluye que el paraguas ha pasado de moda, que las damas ya no son damas y que los caballeros ya no son caballeros. El paraguas es inservible si no llueve y, por lo tanto, olvidable.
Aunque Goucurt realizó su investigación sobre la sociedad francesa, tales conceptos pueden aplicarse a nuestra sociedad. Utilizando el Método Goucurt, la Universidad de San Telmo ha develado que, de ese 80% de los habitantes que han comprado un paraguas el último año, un 75% corresponde a personas del sexo femenino. Cuando se indaga en la razón del porqué de la pérdida, la respuesta estándar de las mujeres es: “Una viaja en colectivo, en tren, en subte. Estás apretada, con calor, todo el mundo huele a humedad, el piso está mojado, todos están mojados… Es lógico, entonces, que ante tal estado, una apoye el paraguas en cualquier parte. Cuando llegás a la parada, huís sin darte cuenta de nada”; los hombres, en cambio, responden concretamente: “Y sí, hincha un poco el paraguas. Yo lo llevo por la vieja y nada más; es lógico que lo olvide”. Tal estudio nos lleva a concluir que el paraguas es un complemento de los días de lluvia, un artefacto tedioso que hay que cargar porque llueve y después hay que cargar porque ya no llueve; y justamente, este último factor, “que ya no llueve”, además de otros factores, como el costo económico de los paraguas, es el elemento fundamental en el tema que nos atañe: ya no llueve y por eso me lo olvido.
Lejos de aquellas falsas afirmaciones que indican que la industria paragüera firmó un acuerdo con las empresas de suministro de agua, las cuales supuestamente incluirían drogas en la red de agua potable que facilitarían el olvido de los paraguas, y algunas otras hipótesis por el estilo, formuladas por charlatanes de poca monta, la verdad es simple y apabullante: el paraguas ya no es lo que era antes; la sociedad ya no es lo que era antes. Todos los paraguas, cruel destino, están sentenciados a ser olvidados, a perderse en el transporte público o tras aquella aburrida fiesta en lo de un “amigo”.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
noviembre de 2009

Mundos imperceptibles

–Era una puerta, pero no era una puerta. Al menos eso es lo que dice: la puerta no era una puerta y no estaba allí para que la abrieran, ¿de acuerdo, doctor? Se encontraba en el descanso del segundo piso de las escaleras de la Facultad, y él dice que podía asomarse y mirar por la pequeña ventanilla y comprobar con sus propios ojos que no daba a ninguna parte; o mejor dicho, que daba a la nada. Así y todo era una puerta, ¿está claro? Quiero que le quede bien grabada esta parte, doctor. Es necesario que así sea para que entienda todo lo que sucedió después.
“Descubrió la puerta algún día de aquellos. Bajaba desde el tercer piso, era de noche y las lámparas bañaban los pequeños escalones con más sombra que luz. Si bien hacía tres años que cursaba allí, era la primera vez que utilizaba las escaleras traseras, y si esa noche las usó, fue más por urgencia que por verdaderas ganas de usarlas. Dice que no le gustaban. Eran cerradas, pequeñas y empinadas, perfectas para que cualquier distraído se diera el golpe de su vida. Y justamente, él no quería saber nada con eso. Prefería las escaleras centrales, con todo su ancho formidable y sus bien iluminados y altos escalones. Incluso le agradaba la multitud que allí se reunía y lo dificultoso que se volvía el paso en el primer piso. Eran exactamente lo contrario a las escaleras del fondo, que eran poco utilizadas y que apenas conocía su existencia porque los baños se encontraban junto a ellas.
“Así que dice que venía bajando, despacio y totalmente olvidado de todo aquello que no fuera su seguridad, cuando sus ojos se toparon con esa extraña puerta que no tenía razón de ser. Se encontraba en el descanso del segundo piso, contra la pared medianera. (Aquí, él suele remarcar que en todos los descansos de los otros pisos, sobre la misma medianera y en el mismo lugar que ocupaba esa endemoniada puerta, había grandes ventanales desde donde se podía observar el estacionamiento. Sin embargo, en ese descanso se encontraba aquel descalabro arquitectónico).
“Aquella primera vez que la vio, siguió de largo como si nada extraño hubiese visto. Venía bajando cuidadosamente, afirmando bien el pie en cada escalón, y estaba tan concentrado en su tarea que apenas reparó en ella. Cuando dos días más tarde, por esos azares del destino, alguien le comentó que había visto la puerta y la extraña condición que conllevaba, él recordó aquella noche. Sí, la recordaba a la perfección, pero dice que en aquel momento no le había parecido que la puerta tuviese nada de particular. Así que, motivado por la duda, volvió a utilizar las escaleras traseras y se detuvo en el descanso del segundo piso a observarla detenidamente.
“A simple vista, él dice que la puerta no tenía nada de especial. Estaba algo oxidada, corroída, le faltaba la manija vaya a saber desde hacía cuándo, y tenía una pequeña ventanilla por la que se colaba dificultosamente una luz; parecía que no lavaban los vidrios desde hacía por lo menos un par de años. Se sentó en uno de los escalones y miró con más detenimiento. Nada. Era una puerta común y corriente, similar a las diez mil que había visto en su vida. No parecía haber misterio alguno: era, seguramente, una salida de emergencia; clausurada, pero salida de emergencia de todos modos. Sin embargo, dice que cuando se asomó por la ventanilla, tratando de no tocar el vidrio roñoso, cayó en cuenta de todo lo demás: del otro lado de la puerta, no había nada. Y cuando dice nada, dice “absolutamente nada”, como si aquella frase justificara todo lo demás.
“En ese momento, lo primero que hizo fue bajar corriendo hasta la planta baja, olvidándose de la seguridad, de la vida, de las fracturas y de todas esas cosas. En el último escalón trastabilló y aterrizó de panza contra el piso. Se puso de pie y siguió corriendo, sin reparar en que se había abierto un tajo feo en la cabeza. Recién se detuvo en el centro del estacionamiento. Tomó aire, fuerzas, y levantó la mirada: allí estaba, era cierto; dice que a pesar de que estaba oscuro, podía ver la puerta con toda claridad y también que podía ver que no había nada detrás. Miró con estupor, incredulidad, esperanzas, tratando de descubrir en la pared alguna marca que evidenciara que en algún momento la puerta había dado a alguna parte: un andamio, una escalera, algo… Y dice que la pared estaba agrietada, pedía a gritos una mano de pintura, pero estaba tan llana y lisa como el resto del edificio. Compungido, salió despavorido de la Facultad y corrió hasta su casa, algo que hubiese sido una proeza de no ser porque vivía a dos cuadras.
“Entró en su casa y se encerró en el baño. Allí se dio cuenta de que le sangraba la cabeza; tenía un tajo bastante grande con forma de Y en la frente. Buscó el alcohol, una gasa, y reprimiendo un grito se limpió la herida; luego se sentó sobre el inodoro. Dice que la cabeza le ardía, pero no sabía si por culpa de la herida o por su descubrimiento, que no le daba respiro. ¿Qué hacía esa puerta allí? ¿Para qué estaba? Miró la de su baño, tan diferente a la otra. Ésta tenía razón de ser: lo ocultaba, le daba privacidad, opacaba sus sonidos corporales cuando había visita; la otra no hacía nada ni nunca lo haría. Era inservible, injustificable. No encontraba ninguna razón por la cual un arquitecto que se apreciara de ser tal incluyera en su diseño una puerta como aquella.
“Cansado, algo mareado por el golpe, dice que caminó hasta su cama y se dejó caer sobre el colchón. Sin sacarse la ropa, sin poder dejar de pensar en la inocua puerta, se quedó dormido. Y sus sueños fueron reveladores”.
Abre la puerta y se encuentra con un mundo nuevo, completamente diferente. Una vez abierta, se observa un camino amarillo que se pierde en una inmensa pradera repleta de flores y de árboles frutales. A lo lejos puede ver un inmenso castillo color esmeralda y globos aerostáticos multicolores…
–Despertó a media mañana con la idea fija: tenía que abrir la puerta. Estaba convencido de que detrás se encontraba un mundo fantástico, imperceptible a los ojos que se asomaran por su ventanilla o que la vieran desde el estacionamiento. Dice que se convenció de que aquello era cierto porque él nunca soñaba con ese tipo de cosas. Solía soñar con mujeres, partidos de fútbol en el que era el héroe y, eventualmente, con que lo aplazaban en algún examen difícil. Los sueños maravillosos no eran lo suyo, así que…
“Dice que se levantó y corrió en busca de la caja de herramientas. Se armó con un destornillador, un martillo y una llave inglesa; a último momento se acordó del pequeño cincel y se lo guardó en el bolsillo. Decidido, salió de su casa. Hacía frío. Caminó con firmeza las dos cuadras y entró en la Facultad por el estacionamiento para cerciorarse de que la puerta seguía allí, y allí estaba. Dice que a la luz del día, podía verla a la perfección y también podía ver que, efectivamente, la pared a su alrededor no tenía ninguna marca.
“Subió de a dos escalones hasta el descanso del segundo piso y se puso a trabajar. Dice que primero intentó quitar las bisagras con el destornillador y la llave inglesa; luego golpeó la cerradura con el martillo, pero se detuvo a los dos golpes por temor a que alguien viniera a ver qué estaba haciendo. Media hora después, la puerta seguía cerrada y él estaba sentado sobre los escalones descansando. La herida de su cabeza le latía horrores y el sudor le entraba en los ojos haciéndolos arder. ¿Qué le faltaba intentar? ¿Con qué no había probado? Dice que en ese momento recordó el cincel. Lo introdujo por la ranura de la puerta, justo a la altura de la cerradura, y golpeó suavemente con el martillo, y luego más fuerte, y luego totalmente desenfrenado. A los diez martillazos, escuchó un sonido metálico, curioso, apagado, y la puerta se entreabrió. Feliz, tiró las herramientas al suelo y empujó el metal hacia fuera. Nada; o mejor dicho, lo mismo que podía ver desde la ventanilla: allí estaba el estacionamiento, esta vez bañado con la luz matinal. Dice que, algo decepcionado, volvió a sentarse en los escalones; la cabeza estaba a punto de estallarle. ¿Qué había sucedido? ¿Adónde estaba aquel mundo maravilloso? Entonces se le vino a la mente aquella idea: mundos imperceptibles. Por supuesto, aquel extraño y fantástico paraje debía ser invisible desde allí dentro. Tenía que cruzar la puerta; una vez del otro lado, seguramente, todo se le revelaría. Así que tomó valor, se persignó cinco veces, y cruzó el portal…
–¿Entonces?
–Entonces nada. Dice que despertó aquí, que no recuerda nada de la caída, del golpe, de que hace cinco meses que está internado.
–Extraña historia.
–Demasiado, incluso para el golpe que se dio. Cualquiera pensaría que a esta altura ya se le habría pasado. Pero no, sigue igual.
–Extraño, muy extraño. Y esa “Facultad” donde dice que, ¿cómo era palabra?, “cursaba”, ¿qué es? ¿Y qué quiere decir con que “cursaba”?
–Dice que es una especie de edificio donde la gente se reúne a estudiar profesiones o algo por el estilo. Yo tampoco lo entiendo muy bien.
–Ridículo. ¿Y el fútbol, y el baño, y el arquitecto, y todas esas extrañas herramientas…?
–Más de lo mismo, no se moleste, doctor. Tengo las descripciones en un expediente, si quiere se lo traigo y lo vemos.
–Está bien, no hace falta. ¡Qué curiosa persona! Y qué caso particular, casi podría decirse que… Nada. Me convenciste. Trasladalo al área roja. Desde mañana me voy a ocupar personalmente del caso.
–Gracias, doctor, ya mismo lo traslado.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
septiembre de 2009

Entre líneas

A Manuel Puig

Contenido de un bolso de mano hallado en un banco de la estación Palermo de la línea D de subterráneos: cuatro recortes de diario, una nota manuscrita, un celular.
Los cuatro recortes pertenecen al diario Clarín. Los primeros corresponden a la última página de los días 5, 6 y 7 de octubre del presente año. Se encuentran marcados, con grandes círculos verdes, los horóscopos correspondientes al signo de Virgo. Ordenados cronológicamente, se lee lo siguiente: “Esté atento a las señales: un importante suceso está a punto de ocurrir”; “Esta semana algo pasará, no sea impaciente, sepa leer entre líneas”; “Hoy es el día: una consigna se le revelará, sígala a rajatabla”. En el último recorte, correspondiente al 7 de octubre, se encuentra, enmarcada con tinta roja y brillante, una breve noticia a una columna. Sobre un doble y desprolijo subrayado, se lee lo siguiente: “… les recordamos a los usuarios que durante el día de la fecha la estación Palermo permanecerá cerrada para realizarse mejoras técnicas”.
La nota, escrita en un papel amarillento, viejo y arrugado, dice lo siguiente: “Ya nada puedo hacer para cambiar el destino, todo ha sido dicho. Las señales son claras, demasiado claras, y no puedo rechazarlas. Examiné la evidencia una y otra vez, y estoy convencido de que todo debe pasar de este modo. ¿Para qué intentar cambiar las cosas? Tarde o temprano tenía que suceder y yo me encuentro preparado. Recibí la consigna y la acepto de todo corazón. Todos deberían hacer lo mismo. A quien encuentre esta nota, por favor, le pido lo siguiente: sepa leer entre líneas y acepte el destino que le toque”.
En el celular no hay contactos, mensajes de texto o llamadas realizadas. En la memoria, sólo hay cuatro fotografías y dos videos.
Todas las fotografías fueron tomadas el día 7 de octubre del presente año entre las 12:20 y las 12:21. En las mismas se aprecian publicidades gráficas que se encuentran colocadas sobre las paredes del anden mano a Catedral de la estación Palermo. En la primera foto se ve lo siguiente: en grandes letras rojas se encuentra escrita la frase “Acabe con el dolor de cabeza, Tafirol Express es la solución” sobre un fondo verde en degradé; en primer plano hay una tableta de pastillas. En la segunda foto se ve lo siguiente: una joven voluptuosa sostiene un teléfono en sus manos, de fondo se observa el obelisco y una transitada avenida 9 de Julio; dentro de un globo de diálogo se lee “Hoy, Rapillamada, hablo a Europa por el mismo precio que a Chascomús”. En la tercera foto se ve lo siguiente: fondo negro y letras amarillas, no hay ningún elemento gráfico; el texto dice “Con este gobierno todos hacemos Buenos Aires”. En la cuarta foto se ve lo siguiente: mar de fondo, día de sol radiante, una pareja recostada sobre la arena; en letras grandes y celestes se lee “Su vida puede cambiar hoy con la Lotería Semanal de Metrovías”.
Los videos son casi idénticos. Tienen una duración aproximada de 5 segundos y fueron grabados desde adentro de un vagón, el día 7 de octubre del presente año. El primero a las 11:32; el segundo, a las 12:03. En el primer video se observa siguiente: fondo oscuro, reflejo de luz en el vidrio de la ventanilla, cables que pasan rápido, borrosos, lámparas intermitentes, se corta la luz, vuelve, aparecen los azulejos verdes de la estación, la formación no baja la velocidad, aparecen imágenes que pasan rápido, un colage de imágenes (una tableta de pastillas sobre un fondo verde oscuro que golpea a una joven voluptuosa que habla por teléfono desde el obelisco con una pareja que se ahoga en un mar grisáceo), y una frase colorida, casi imperceptible, que se asoma por sobre las imágenes, y dice lo siguiente “acabe… hoy… con… su vida…”, aparece la pared verde de la estación, la oscuridad, los cables, las luces intermitentes, fin del video. En el segundo video, aunque es un segundo más largo, se observan las mismas imágenes.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
septiembre de 2009

A veces los escucho

¿Escuchaste ese ruido? Sí, un ruido. Pero si fue más claro que el agua. Ahí, por el arroyo. Pará, callate un poco y prestá atención. Otra vez… ¡Ahí! ¿Lo escuchaste? ¿Cómo que no lo escuchaste? Un golpe seco… Ahí, te digo. Qué sé yo de dónde viene… De la noche… No, te confundiste con eso, pendejo. ¿Te pensás que soy un maricón? No le tengo miedo a lo oscuridad, eh, no soy un pendejo como vos. Sí, decí lo que quieras, pero sos un pendejo y debiste haber escuchado cada cosa de mí… Te digo más, me gusta la noche: los grillos cantan, las liebres corren de acá para allá... Mirá, seguro que a vos te joden estas cosas y seguro que te asusta acampar en medio de la nada, con todos estos bichos rompiendo las bolas toda la noche. Dale, admitilo, pendejo: sé que te asusta. ¿Un poquito nomás? ¿No ves que sos pendejo?
A mí no me asusta, te digo. Me gusta esta vida. Antes era un bicho de ciudad, pero ahora estoy acostumbrado. Las sombras son sombras y los ruidos, ruidos. ¡Ahí! Otra vez… ¿Cómo? ¿De verdad me decís que no lo escuchaste? No seas boludo, no te quiero asustar… Fue tan claro. ¿De verdad me decís? ¿No escuchaste nada? Es como un tambor, como si te tropezaras con una batería: “pum-pum, paf”. Pará, pará… Escuchá, escuchá… ¿Y eso? Eso le tenés que haber escuchado. ¿Tampoco? Un grito. No sé, un tipo que anda dando vueltas, qué se yo... Ya sé que es de noche, ¿nunca saliste a caminar de noche? Sí, la puta naturaleza, puede ser. Ya sé, pendejo. Pero fue diferente, éste fue diferente. Mirá… la verdad, no te quería decir nada, vas a pensar que estoy loco, a lo mejor ya lo pensás, pero te lo voy a contar igual. No me hago el interesante. Pero no… Callate y escuchame; después decí lo que quieras. Yo te lo voy a contar y vos te vas a callar, así de simple. Pasame el vino. Está bueno el tinto, eh. Tirá un par de troncos más, así dura. Sí, es un poco largo. No soy vueltero, quiero que me des bola. La verdad, pendejo, me importa tres carajos que me creas. Quiero que escuches, nada más. No, nada que ver. Bueno, sí. Un poco sí. Por eso quería venir y contártelo acá; para que veas que soy viejo, pero no loco y tampoco boludo. Tomá un poco de vino, lo vas a necesitar.
Mirá, algunas cosas que cuentan son verdad. Vos sabés que vivo en las afueras del pueblo, ¿no? No les des bola a lo que cuentan por ahí, yo te canto la posta. ¿Para qué te voy a mentir? Me separaré hace como cuatro años y quería alejarme un poco del quilombo y de todo lo que decían por ahí, por eso me vine para el rancho. No, ¿viste que dicen giladas? Tengo dos pibes geniales, uno mejor que el otro. Los veo todos los fines de semana. Sí, pasame el vino. ¿No querés tomar algo más fuerte? En la mochila tengo un güisquicito que pasa como una maravilla… Vos te lo perdés. ¿En qué andaba…? Ah, sí, los pibes. Nada, que son una maravilla. No quiero hablar de los pibes. Trabajo en la estación de servicio del Tito, eso también es verdad. Pero mirá que se dicen muchas boludeces y por ahí andan diciendo que... No, no fumo, gracias. Tampoco veo televisión, ¿viste qué tipo raro? Y sí, prefiero la radio y los libros. No entiendo ni la mitad de las cosas que pasan en la tele. Cuanto tengo un poco de tiempo libre, me leo algún libro o escuchó al boludo de Fernández. Sí, ya sé, pero tampoco puedo vivir sin saber nada, pendejo. También tomo, y de lo lindo. A veces salgo a caminar y me siento justo ahí, al lado del arroyo. Sí, a veces vengo de noche. Vengo solo, ¿no te dije que no tengo miedo…? Es que parecés tarado. Me siento en ese tronco y me tomo lo que venga, un güisqui o unos vinos. Me siento y escucho, pienso, me pongo en pedo... Casi siempre todo está tranquilo, pero a veces los escucho. Sí, pendejo, los escucho. Esos tambores de mierda….
Callate y te cuento: una noche andaba acampando con los pibes por acá. Antes veníamos seguido porque me gustaba que tomaran aire puro y se alejaran de la mierda del pueblo. Todavía estaba casado, sí, pero la vieja no venía ni en pedo. A ella sí la asustaba. La noche, los ruidos, todo eso... ¿En qué iba…? Sí… Pará que tomo un poco, tengo la boca seca. Vinimos con los pibes y acampamos justo por acá. Los chicos se durmieron temprano y yo aproveché y me quedé tomando unos mates, antes tomaba mate yo. Y sí, me quedé disfrutando de la noche, estaba de lindo. Sí, igual que ahora. Mirá, estaba sentado por acá y de repente me vinieron unas ganas de mear que ni te cuento. Caminé hasta el arroyo y descargué sobre el agua. Sí, vacas de mierda, ojalá que alguna se haya tomado mi meada, tantas veces habré tomado la suya. Entonces, mientras hacía lo mío, lo escuché por primera vez. Parecía un tambor, se escuchaba bajito, lejano. Sonó otra vez y otra. Y me pegué un cagazo, qué querés que te diga; del susto me meé los pantalones. Puteé al aire y corté el chorro de seco. Escuché con atención y oí un grito, como si estuviesen cagando a palos a alguien. Mirá, en ese momento ni lo pensé. Me subí la bragueta y fui a buscar la linterna y el chumbo, y me mandé. Llevaba el chumbo por los pibes, no pienses cualquier cosa, pendejo, eh. Los pibes estaban dormidos y no se iban a dar cuenta de nada. Qué se yo, no lo pensé. Callate y escuchá.
Crucé el arroyo y caminé un buen rato. Los tambores sonaban cada vez más cerca y los gritos, también. Estaba cagado, te juro que sí, pero quería saber qué carajo pasaba; además... Pará, pasame el vino… No, no es fácil contártelo, se me pone la piel de gallina. Mirá cómo me tiemblan las manos... ¿En qué iba…? Caminé un buen rato, pasé otro arroyo y llegué a un claro. Entonces lo vi, pendejo, y te juro que cualquiera se hubiese meado encima. Menos mal que ya había descargado, viste, apenas me salieron unas gotitas. Me escondí detrás de un arbusto y miré para el claro: había como cinco tipos, todos vestidos de blanco y con capuchas. Estaban sentados en círculo. Sí, una fogata de la gran puta. Ésta es un poroto comparado con ésa. Y arriba de la fogata, pendejo, arriba… No, no, está bien. Ahora sigo, pero pasame el vino… Dos tipos tocaban un tambor gigante, el resto cantaba algo raro. No sé, nunca escuché nada parecido. Pensé que se trataba de un aquelarre o alguna de esas pelotudeces que hacen algunos, hay cada loco suelto. Pero no, pendejo, esto era peor. Todos parecían locos, cantaban, bailaban, no te lo puedo describir. De repente volvieron los gritos y del susto solté la linterna que se hizo mierda contra una piedra. No sabés el cagazo que me pegué… La que gritaba era una piba que colgaba sobre el fuego. La estaban asando viva, pendejo. Te lo juro. No sé qué carajo escuchaste por el pueblo, qué te dijeron esos viejos chotos... Fue lo peor que vi en mi vida. Encima estaba tan cagado que no me podía mover. Me quedé como un boludo mirando lo que pasaba. Uno de los tipos afilaba un cuchillo y otro le arrojaba unas flores a la piba que no paraba de gritar. Los otros seguían con los tambores y el que quedaba seguía cantando. Así estuvieron un rato y yo meta a mirar en vez de salir corriendo… Entonces el tipo del cuchillo clavó el filo en la pierna de la piba, y la piba gritó como nunca. ¿Qué querés que te diga? En ese momento cerré los ojos y me encomendé a Dios; no quería ver más nada, quería rajar de una buena vez. La piba volvió a gritar y me vino un afloje y caí despatarrado. Sentí el chumbo en la cintura, pero ni lo pensé, pendejo. Me paré y corrí, salí cagando. Sí, te juro que sí. Jamás estuve tan asustado. Del julepe que tenía me caí como cinco veces y todo el tiempo pensaba que uno de los encapuchados me iba a trinchar como a la piba… Qué sensación de mierda, pendejo.
Cuando llegué al campamento, todavía podía escuchar los gritos y los tambores. Los tipos estaban lejos, pero los escuchaba como si los tuviera al lado. Me metí en la carpa con los chicos y me quedé toda la noche despierto con el chumbo en las manos… A la mañana los subí a todos al auto y salimos cagando. Pobres, no entendían nada…
Y… Como hace cinco años, días más, días menos. Nadie me creyó: ni la vieja, ni la cana, ni la concha de su madre, y un buen día me fui a la mierda y me vine para el rancho. A otra cosa. El resto ya lo conocés, pendejo: que el viejo está loco, que el viejo es un borracho… Vos tampoco me creés, se te ve en la cara. No importa, hacé lo que quieras: contá lo que te dijo el viejo loco o no le digas nada a nadie, me importa tres carajos. Ahora no jodas más y andate a dormir. Eso sí, pasame el vino que le doy un último beso, y me llevo el güisqui para el camino. No, no me jodás. Vos metete en la carpa y no salgás para nada; meate encima, pero no salgás. Tampoco apagues el fuego, eh, dejalo así que es mejor. Me traje el chumbo. Mirá qué lindo chumbo... Sí, ¿qué te creés? ¿Qué te pensabas? Se acaba hoy, pendejo. Tomate el vino, ponete bien en pedo y dormí. Si mañana estoy por acá, hablamos; si no, andate y no vuelvas más. Tené el cuchillo a mano, por las dudas, eh... Pero ¿qué hacés? ¡Dejame en paz! ¡Estoy harto de todo y de todos! ¡Sí, de vos también estoy harto, pendejo! Cualquier cosa, decile a los pibes que los quiero y mandá a la mierda a todos los demás. Qué sé yo, unas palabras lindas; yo no sirvo para esas cosas. Eso sí, ninguna mariconeada, eh.
No, callate y metete en la carpa. ¿Todavía no te das cuenta, pendejo? La escucho todo el tiempo… ¡A la piba, boludo! Se me metió en la cabeza y no quiere salir. Por eso me pongo en pedo, para olvidarla, para callarla… Y el problema es que, a veces, cuando estoy bien borracho, también escucho a los otros. Esos tambores y ese canto de mierda...
¡Estoy harto de escucharlos, pendejo! ¡Harto!

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, agosto de 2009

Descubriendo a Pär Lagerkvist

La primera en llegar fue Sofía; ella siempre llegaba temprano. Media hora antes de lo pactado tocó a la puerta con aires de grandeza. Tuvieron que dejarla pasar, darle abrigo y hablarle como si fuera otro amigo más. Se sentó al lado de él y hasta tuvo la desfachatez de exigirle algo para tomar. ¿Pero quién se creía que era? ¿No se daba cuenta de que nadie la soportaba? Todo parecía indicar que no, que no se daba cuenta, aunque a veces se lo hacían tan evidente. Quizá sí lo sabía, todos pensaban en el fondo que no era tan idiota como aparentaba; a lo mejor creía que tarde o temprano, siempre que no los perdiera de vista, terminarían por aceptarla; o tal vez aquella era su forma de castigarlos por tanto maltrato disimulado y tantas risas a sus espaldas.
Así que Sofía llegó temprano y se sentó justo a su lado. Él la miró con cara de no me toqués, que disimuló con la excusa de un malestar estomacal. Le dijo que le dolía un poco el estómago, algo que no era del todo mentira, y para acentuar su afirmación dejó escapar una sonora flatulencia. Luego se disculpó, dejó la habitación y se encerró en el baño.
Pero qué pesada, qué ganas de molestar, siempre lo mismo, viejo… Había que bancársela, no quedaba otra, era amiga de Mariela y Mariela era una amiga; además, pobre mina, si no era por ellos, no salía con nadie, así que… A otra cosa. Resignado, se bajó los pantalones y se dispuso a hacer lo que había ido a hacer. Se sentó en el inodoro y, acto seguido, contrajo el abdomen e hizo fuerza hasta con los dientes. Nada, apenas un dolor de cabeza punzante y el mismo malestar de estómago, ahora acentuado por el esfuerzo. Miró en derredor, como pidiendo auxilio con la mirada, y posó la vista en el revistero que había en un rincón. Claro, ¿dónde más útil un revistero sino en el cuarto de baño? Miró un par de revistas de actualidad, intentó hacer mentalmente un crucigrama, luego llamó su atención un pequeño libro ajado, roñoso y maloliente. Lo tomó con ambas manos y lo revisó cuidadosamente. El título del libro era El enano, nada fuera de lo común, un nombre como cualquier otro.
Abrió el libro en una página al azar y leyó:
“La felicidad de la princesa Teodora depende de mí. Yo llevo su secreto en mi corazón, pero nunca se me ha escapado una palabra. ¿Por qué? No sé. La odio, quisiera verla muerta, quisiera verla arder en los fuegos del infierno, con las piernas abiertas y las llamas lamiéndole su vientre repugnante. Aborrezco la depravación de sus costumbres…”
Se detuvo. Algo había hecho clic en su cabeza. Buscó el nombre del autor en la portada: Pär Lagerkvist. No lo conocía, nunca lo había oído nombrar, no tenía la menor idea de quién era. Volvió a leer la frase, ahora completamente fascinado. Había una verdad oculta en aquellas palabras, una necesidad descubierta. Pero qué cosa más increíble había ocurrido: nunca se había puesto a pensar que cualquier día podía abrir un libro cualquiera, leer una frase al azar y que con solo eso su vida pudiese cambiar completamente en un abrir y cerrar de ojos. Tan relajado y contento se puso con su “descubrimiento divino” que escuchó, al fin, un golpe secó en el agua; inmediatamente sintió el bienestar en el estómago. Feliz, sonrío durante largos minutos. Luego se debatió entre quedarse a seguir leyendo un rato más o abandonar el trono; decidió salir, de todas formas, con esa sola frase había bastado. Ya era otro, no necesitaba seguir leyendo más; para eso existían los libros ¿o no? Para que la gente cambiase sin importar cuántas páginas leyesen. Así que se limpió rápidamente, guardó el libro en el revistero y salió del baño sin tirar la cadena, sin lavarse las manos, sin siquiera rociar el aire con el desodorante de ambiente, pensando en la posibilidad de que la próxima en entrar fuera Sofía; ojalá. Aquel horrible sorete sería su primera trampa de muchas.
Cuando volvió al comedor, Sofía estaba sentada en el mismo sillón, pero encima de su campera. Cerda, ¿acaso no se daba cuenta de que su culo estaba aplastando la campera? La odiaba, la aborrecía. Le tenía el mismo asco que el enano a la princesa Teodora. No obstante, se sentó a su lado, sin decirle nada sobre la campera, le sonrió sin un solo asomo de maldad, y le preguntó adónde le gustaría ir aquella noche. Sofía, contenta con la pregunta y con que alguien le dirigiera la palabra, enunció una larga lista de probabilidades, lugares todos tan mersos y desagradables como lo era ella misma. Qué sonrisa más estúpida que tenía, que vulgares eran sus palabras. Pero ya iba a cambiar, ya todo iba a cambiar, él la haría cambiar, ya vería.
En eso entró Joaquín, al grito de Mariela no viene, ahora qué corno hacemos. Él lo miró como si nada y luego, clavando su vista en los ojos de Sofía, le dijo que podrían ir a Tiroloco, tercer lugar en la lista de su apestosa compañera. Sofía sonrió hasta con los ojos y escupió un sí largo y agudo que taladró sus oídos, y le sonó parecido al grito de una rata. Él la tomó de las manos y le sonrió; luego le ofreció un chicle. Tras el asentimiento de su desagradable compañera, le puso un chicle en la boca con la misma mano con la que se había limpiado el culo; la misma que había rehusado a lavarse.
Joaquín, totalmente en desacuerdo con el lugar adonde su estimado amigo había propuesto ir, desistió inmediatamente de salir; total, era su casa y podía quedarse todo el tiempo que quisiera. ¿Y los otros? Que se fueran cuanto antes; que se quedara su amigo era una cosa, pero esa insoportable... No, eso era demasiado. Sofía se entristeció un segundo; luego, con ojos esperanzados, olvidándose completamente de Joaquín, le preguntó a él qué pensaba hacer. Cuando él le respondió que la noche todavía estaba en pañales, ella sonrió y chilló todavía más fuerte. El chillido aún salía de su boca mientras se alejaba por el pasillo, camino obligatorio para ir al baño.
Joaquín se lo quedó mirando con cara de idiota, como haciendo un esfuerzo enorme por comprender la situación, y él no le hizo caso. Se calzó la campera, que estaba tibia, algo que le desagradó, y esperó con paciencia el inevitable grito. ¡Qué asco! ¡No tiraron la cadena! El grito les llegó algo apagado, pero entendieron cada palabra. Los dos amigos sonrieron, y él aprovechó para confiarle a Joaquín que tampoco se había lavado las manos y para preguntarle si quería él también que le diera un chicle en la boca. Fue entonces cuando a Joaquín le cayó la ficha que le faltaba. Largó un sonoro qué hijo de puta y se desenvolvió en una estridente y contagiosa sonrisa.
Ambos rieron y se perdieron en una única carcajada que duró varios minutos.
Entre jadeos, Joaquín murmuró unas palabras inentendibles, algo así como que no se zarpara mucho. Él le respondió con un gesto bien ambiguo, el cual le decía que le prometía no ser tan despiadado, pero que también le prometía más carcajadas como aquella en el futuro próximo.
Después de todo, querida Teodora, amiga Sofía, la noche todavía estaba en pañales…

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio del 2009
Publicado en Tatuajes del alma,
Creadores Argentinos, Septiembre de 2009.

Otra vez

Cuando llego a casa, lo primero que hago es dejarme caer pesadamente sobre el sillón. Es entonces que los acontecimientos, todo lo sucedido desde la mañana se me viene encima. Por Dios, ¡qué día! ¡Qué excelente día, qué brillante día! ¿Hace cuánto tiempo que no me pasa algo como esto? Meses, años, toda la vida. Pensar que a la mañana me sentía un inútil, un completo imbécil, un desperdicio de ser humano. Y ahora, no, claro que no; ahora yo tengo la razón, ahora por fin las cosas empiezan a cambiar. Se me hizo, al fin se me hizo.
Me levanto del sillón, me cuesta horrores resignarme a perder su cómodo abrazo. Voy hacia la computadora, la enciendo. Luego me dejo caer sobre la silla giratoria, frente al escritorio. Veo la pantalla oscura, que de un momento a otro comenzará a cargar los programas, y pienso, otra vez, en lo sucedido, lo imposible. ¿Yo? ¿Yo, señor? Pero si el estudio está casi en banca rota, si la carrera de publicista tiene miles de competidores mejores que yo, ¿está seguro de que me eligió a mí? Sí, señor. Casi imposible, pero cierto. Es verdad: yo, Gabriel Vicentín, 27 años, tres de recibido, dos de casado, uno sin trabajo; yo, el hijo estúpido, el vago; yo, el nuevo Asesor de imagen presidencial. Sí, escúchenme bien: ¡yo! ¡Gracias, Fernando!
La computadora tarda miles de años, me contengo de darle una patada; estoy de muy buen humor y no quiero amargarme. Sin embargo, mi mirada se cruza con la foto de la vieja (digo yo, ¿para qué tengo una foto de la vieja en el escritorio?) y me la quedo mirándola un rato largo, con extraña fascinación. Sí, vieja, ¿quién tenía razón al final? ¿Te das cuenta? Tantos años gritándome, tanta malasangre te hiciste, y yo te lo dije miles de veces: algún día las cosas se iban a revertir. Y vos, dale con lo mismo, que no sirvo para nada, que otra vez, que… Nada, ya fue, viejita, mamita, esta vez tengo razón yo, ahora es mi turno de reírme. Después te llamo y te cuento, dejame disfrutar de este momento.
Volteo la foto y vuelco mi atención en la computadora. Quiero escribirle un mail a Facundo, que está en España, ganando en euros; ya no aguanto de la felicidad que tengo. Yo sabía que me tenía que quedar, que las cosas en algún momento tenían que empezar a mejorar, no podía ser que tuviera siempre tanta mala suerte. ¿Viste, Facundo? Había que aguantar nomás; ya sé, a vos te va bárbaro, pero estás lejos de la familia, de los amigos. Había que aguantar, hermano, y apostar por el país. Ya sé, las cosas están jodidas, y estos nunca supieron gobernar, pero hay que bajar la cabeza y seguir para adelante. Siempre hay que darle para adelante.
Escribo un mail largo y lo envío ni bien lo termino; no quiero darme la oportunidad de corregirlo o de arrepentirme de las cosas que escribí. A fin de cuenta, todo lo que escribí es verdad, y algún día tenía que decirse. Luego me acomodo sobre la silla y pienso en Constanza. ¿Qué estarás haciendo en este momento, mi amor? ¿Estarás fantanseando, quizá, con este presente, con esta salvación? ¿Y si te llamo y te cuento? No, para qué; después la Directora te tiene como loca por usar el teléfono. Está bien, puedo esperar hasta la noche para contarte.
Me estiro todo lo que puedo. Al mismo tiempo, doy un largo, profundo y desagradable bostezo. ¿Y qué?, le digo a la habitación con semblante amenazante, como si los muebles, todos los objetos, me reprocharan aquel reprobable bostezo. Hoy tengo el derecho de ser lo que yo quiera ser, de hacer todo lo que se me venga en gana. En pleno proceso de mutación profesional, proceso que hoy mismo comienza y ya siento sobre mi cuerpo, el mundo se abre y se me ofrece todo. Hasta ayer era un desocupado más que estaba a punto de perder el departamento, el estudio, la esposa, la felicidad, la vida; hoy todo dio un giro de 180 grados: soy uno de los publicistas más exitosos del país, sino el más envidiado, y el futuro, al menos por los dos años que quedan de gobierno, parece asegurado. Claro que después habrá que ver qué hago, digo, cuando se acabe este gobierno. Pero para eso falta mucho todavía, y con la guita que vamos a recibir vamos a poder ahorrar otra vez, viajar a Brasil de vacaciones, a Punta o a Miami, hacer todo lo que queramos. Mañana mismo voy al banco y saco los dólares que quedan; con eso pago la cuota de la casa, me compro unos cuantos trajes y la llevo a Constanza a cenar a algún buen restaurant de las Cañitas. Pensar que ayer discutí con ella sobre los dólares. Que había que esperar hasta fin de año, que con estos nunca se sabe … Por Dios, quién hubiera imaginado este presente, este regalo de la vida.
Observo la foto de la vieja dada vuelta y decido que estoy con humor suficiente como para llamarla; tengo ganas de hacerla rabiar. Tomo el teléfono y marco una serie de números. El articular me devuelve un tono interrumpido; suena, suena, suena. De repente me atiende el contestador; enojado, corto con violencia. ¡Justo ahora tenías que salir, vieja! Pero me calmo rápidamente: recuerdo que estoy de buen humor y que la vida me sonríe por primera vez en la vida.
Sumergido, nuevamente, en ese estado de felicidad total, me quedo un segundo sin saber qué hacer. El proyecto empieza la semana que viene, tengo tiempo de sobra y no tengo ganas de comenzar a preocuparme con eso; ya habrá tiempo para la malasangre y todas esas cosas; hoy quiero disfrutar. ¿Qué hago entonces…? Decido volver a la computadora y pasar la siguiente hora y media, quizá dos, hasta que vuelva Constanza al menos, jugando al Age of Empire’s. Total, hoy no me va a dar culpa para nada.
Tomó el mouse y busco el acceso directo del juego. Cuando lo encuentro, hago el consabido doble clic y luego me acomodo en la silla y espero con paciencia extrema a que cargue el juego; pueden pasar largos y lentos minutos. Me reclino, siento el crujir de la silla, y dibujo una sonrisa con los labios. Cierro los ojos e imagino la cara de Constanza, el mail de Facundo, la voz y la bronca de la vieja. ¡Qué gran día para ser yo, para ser argentino, para estar en Buenos Aires!
Cuando vuelvo a abrir los ojos, luego de observar que el juego todavía no ha arrancado y de reprimir, otra vez, una patada contra la computadora, caigo en cuenta de que el calendario sobre el monitor está tremendamente atrasado. ¿Cómo 23? No puede ser, ¿hace cuánto que no lo cambio? A ver, qué día es hoy. Llevo el cursor hasta el ícono de la hora, pero la computadora está tan trabada que ni siquiera sirve para eso. Fastidiado, revuelvo los recuerdos en mi memoria. A ver: el lunes fue 27, hoy es viernes, ¿qué fecha es hoy? Recito mentalmente: 30 días tiene noviembre, con abril, junio y… ¿Y? ¡Primero! Hoy es primero. ¿Ya? ¿Tan rápido? Cómo se pasa el tiempo, cómo vuela, cómo nos consume. Pero, indefectiblemente, es cierto. Hoy, un día fantástico para ser yo, y para ser radical, por qué no; hoy, un día grandioso e histórico; hoy es primero.
Primero de diciembre de 2001.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio del 2009

No se culpe al chofer

La ciudad despierta con la cotidiana noticia de un accidente de tránsito. Otro hecho trágico y lamentable que se lleva la vida de un indefenso e inocente peatón.
Un noticiero matutino de un canal de noticias, famoso por su ansia de cubrir todos los accidentes habidos y por haber, relata el suceso de la siguiente forma:
–Ahora, lamentablemente, tenemos que hablar de un accidente de tránsito que se produjo a las doce y media de la mañana en la intersección de las avenidas Santa Fe, Bullrich y Juan B. Justo. Fernando Díaz se encuentra trabajando en el lugar de los hechos. Adelante, Fernando.
–Gracias, Javier –el periodista habla a la cámara con cara profesional, pese a la lluvia y al frío–. Estamos en Puente Pacífico donde, aproximadamente a las doce y media de la mañana, se produjo un terrible accidente. En el siniestro se vieron involucrados un Volkswagen Bora que circulaba por la avenida Santa Fe, mano hacia el centro, y un Peugeot 207 que circulaba por la avenida Bullrich, mano hacia el oeste. Fíjense cómo quedaron ambos vehículos. Como consecuencia del siniestro, perdió la vida Joaquín González Miró, de veinticinco años, que se encontraba en la esquina de Santa Fe y Juan B. Justo. Ambos conductores, que se encuentran demorados en la comisaría 25, manifestaron que perdieron el control de su vehículo. Pero un chofer de la línea 166, único testigo del hecho, habría afirmado a la policía que los vehículos venían con exceso de velocidad, y al menos uno de los conductores se habría encontrado en estado de ebriedad. Estamos ahora con este chofer de la línea 166, que nos aportará su testimonio. ¿Qué fue lo que sucedió, señor?
–Pobre muchacho –dice el chofer a la cámara del noticiero; mientras habla, las imágenes en la televisión muestran lo vehículos destrozados y, por supuesto, una inmensa mancha de sangre, que atestigua el fallecimiento del susodicho peatón y alimenta el morbo de los televidentes–. Hoy se pierde la vida por nada, vio. El pibe estaba quietito, ahí, en la esquina, ni reaccionó. El Bora venía por Santa Fe y chocó contra el Peugeot. Sí, cruzó en rojo. El Peugeot cruzó en rojo. Pero ojo, el otro venía rápido, así que tuvo algo de culpa también. Y sí, viste. En estas noches que hace frío y llueve vienen como locos, no sé qué piensa la gente; yo me salvé de casualidad. Chocaron justo ahí, y entonces el Bora se llevó por delante al pibe. ¿Qué querés que te diga? Ya no se puede ni caminar por esta ciudad. Si no es un chorro, te mata un irresponsable.
–Muchas gracias por su testimonio, señor –dice el periodista a la cámara–. Los peritos de la Policía Federal aún se encuentran trabajando en el lugar del hecho, pero todo parece apuntar a que, al menos, uno de los dos conductores tuvo la culpa del hecho. Más tarde estaremos con la declaración del comisario. Volvemos a estudios.
–Gracias, Fernando. Ampliaremos más tarde esta noticia.
Hasta aquí los hechos relatados por el noticiero matutino.
Ahora viene otra realidad. Desde una cámara de control de tránsito, ubicada en la plazoleta Falucho, se observa lo siguiente:
A las 12:25, llueve de forma torrencial y aparenta hacer muchísimo frío. El tránsito fluye con normalidad por la avenida Santa Fe, aunque con menor afluencia vehicular que de costumbre. Apenas se ven dos o tres colectivos y un par de taxis, no hay ningún vehículo particular. Aparece en escena el futuro fallecido. Cruza Bullrich. Se detiene un momento a mitad de la avenida y luego sigue su camino. No se observan otros peatones ni testigos. Incluso, el puesto de diarios ubicado en Santa Fe y Juan B. Justo se encuentra cerrado.
A las 12:26, aparece un Bora, que circula por la avenida Santa Fe con evidente exceso de velocidad; es el único vehículo que se observa en la escena. El futuro fallecido cruza Santa Fe corriendo. Se detiene un instante en la mitad de la avenida, se agacha, y luego sigue su apurada marcha hacia la esquina.
A las 12:27, el semáforo de Juan B. Justo y Bullrich cambia a amarillo. El Bora acelera e intenta cruzar antes de que cambie a rojo, y entonces, un segundo antes de colisionar contra un Peugeot 207, parece perder el control. El impacto es terrible: ambos vehículos se retuercen; los vidrios explotan en una lluvia de cristales; el Peugeot 207 vuelca y le pasa rozando a un colectivo de la línea 166; el Bora sale despedido hacia la esquina de Santa Fe y Juan B. Justo y atropella a Joaquín González Miró, que inmediatamente pierde la condición de futuro fallecido para adquirir la condición de fallecido a secas.
Desde otra cámara de control de tránsito, ubicada en la avenida Bullrich al 435, se observa lo siguiente:
A las 12:25, la cámara se encuentra un poco empañada por el mal clima, pero de todas formas puede verse el suceso con cierta claridad. Tanto la avenida Bullrich, como la avenida Juan B. Justo, se encuentran particularmente vacías; por la avenida Santa Fe, en cambio, apenas circulan algunos colectivos y taxis. Entonces aparece en escena el futuro fallecido, único peatón. Cruza Bullrich. Se detiene en la mitad de su trayecto, se agacha, y luego sigue su camino hacia la esquina.
A las 12:26, el semáforo de la avenida Santa Fe cambia a rojo. Por Juan B. Justo aparece un colectivo de la línea 166. También aparece en escena un Peugeot 207; éste circula por Bullrich. Se observa que dicho vehículo zigzaguea levemente, como esquivando posos invisibles. Si bien no lleva exceso de velocidad, no aminora la marcha, como si el conductor esperara que el semáforo cambiase a verde antes de llegar a la avenida. El futuro fallecido, que sigue siendo el único peatón en escena, cruza Santa Fe corriendo. Se detiene a mitad de su trayecto por un segundo y luego sigue su camino hacia la esquina.
A las 12:27, el semáforo de Santa Fe aún sigue en rojo. El Peugeot 207, en vez de frenar, acelera. A mitad del cruce, un segundo antes de colisionar contra un Bora, parece perder el control. El choque es espectacular: ambos vehículos se retuercen; explotan los vidrios; el Peugeot 207 hace una extraña pirueta, vuelca y le pasa rozando al colectivo 166; el Bora sale despedido hacia la esquina y atropella a Joaquín González Miró, que muere en el acto, única e importunada víctima del trágico suceso.
Desde otra cámara de control de tránsito, ubicada en el Puente Pacífico, se observa lo siguiente:
A las 12:25, la cámara se encuentra salpicada por la lluvia, pero muestra el desarrollo del suceso con claridad. La avenida Santa Fe está poco transitada; las avenidas Bullrich y Juan B. Justo están vacías. Aparece en escena el futuro fallecido, que parece cargar una pequeña lata o caja. Cruza Bullrich. Se detiene a mitad de su trayecto, se agacha, inclina la lata o caja y desparrama sobre el asfalto un líquido oscuro y espeso; luego sigue su camino hacia la esquina.
A las 12:26, aparecen en escena los vehículos que protagonizarán el accidente: por la avenida Santa Fe circula el Bora, que viene rápido, demasiado rápido; por la avenida Bullrich, circula el zigzagueante Peugeot 207, que no se detendrá en el semáforo. El futuro fallecido cruza Santa Fe corriendo y repite la misma operación que realizara anteriormente: se detiene a mitad del recorrido, se agacha, desparrama un poco de aquel líquido oscuro y espeso sobre el asfalto, y luego retoma su apurado andar hacia la esquina.
A las 12:27 se produce el “accidente”: el Bora y el Peugeot aceleran; el futuro fallecido observa la escena y hace una mueca extraña, como una sonrisa desfigurada. Se observa que, si bien ambos conductores cruzan mal la intersección de avenidas, podrían haber evitado el choque, pero al pasar por encima de aquel líquido oscuro y espeso que el futuro fallecido dejara sobre el asfalto, pierden el control y siguen su andar hacia el inevitable y trágico final. La colisión es increíble: los autos se retuercen; explotan los cristales; el Peugeot 207 vuelca y desaparece de la escena; el Bora sale despedido hacia la esquina de Santa Fe y Juan B. Justo; y, justo antes de atropellar a Joaquín González Miró, apunto de pasar a ser llamado definitivamente el fallecido, puede observarse que éste dibuja una sonrisa hecha y derecha, inconfundible sonrisa de felicidad, como si aquel imprevisible giro del destino lo alegrase inmensamente. El Bora atropella al ahora fallecido y ambos salen de escena.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2009.

Comienza una novela

a Macedonio Fernández...

No paraban de dar vueltas, los veía ir y venir. Incansables, Adriana y el abogado se turnaban para revolotear alrededor de mí. Ahora le tocaba a ella, ahora venía él; las marcas en la alfombra atesti­guaban su andar sinuoso circular. Ambos estaban convencidos de que necesitaban convencerme de que hablara y diera mi versión de los hechos. Y no se daban cuenta de que no los soportaba más; ya nada tenían que hacer allí. No iban a sacarme ni una sola palabra.
–Qué, te vas a quedar sentado ahí sin decirme nada.
Ésta era Adriana, con su flamante vestido naranja que podía divisarse a diez kilómetros de distancia y aquellos zapatos verdes que no tenían razón de ser. Al hablar, parecía escupir las pala­bras, como si ladrara. Y para enfatizar el efecto, me escupía de verdad. Caía una tenue llovizna so­bre mi rostro que acompañaba y acentuaba sus palabras y su irritación.
–Me estás cansando.
Yo me encontraba sentado en un desgastado sillón. Tenía enfrente una pequeña mesa ratona, que ya había pasado su mejor momento, y una aún más pequeña televisión en blanco y negro, que estaba encendida y silenciada, como ameritaba la situación. Una densa e impenetrable oscuri­dad, producto de las persianas bajas, apenas dejaba divisar que el cuarto donde estábamos tenía cuatro paredes; las veía difusas, grises y lisas. Había tan sólo una pequeña isla de pálida luz, proveniente del televisor, en la cual yo estaba justo en el centro. La alfombra blanca, con la marca de la senda de Adriana y el abogado, era engullida por aquel manto oscuro apenas unos centímetros más allá del sillón.
–¿Me estás escuchando?
Adriana se detuvo, se alisó el vestido y largó un chistido de enojo, gesto de malestar que repetía desde tiempos remotos. Luego se agachó para encontrar mis ojos y me observó silenciosamente por unos minutos. Yo también la observé, para va­riar. Sus ojos vidriosos y rojos y las profundas ojeras denotaban un cansancio prolongado; una extraña mueca se había apoderado de sus labios con abundante lápiz labial, aunque no podría decir qué tenía de extraña (quizá era una mueca común en ella y nada más); algunos mechones rojizos caían sobre sus ojos y sus pómulos; el todo de su rostro me daba una sensación de un profundo ma­lestar, como si estuviera constipada. Bajé un poco la vista y me encontré con el ya mencionado ves­tido naranja, con lo que odiaba aquel color. Cubría su cuerpo íntegramente, con la particularidad de que escondía sus formidables pechos y piernas, como si fuera un extravagante hábito de monja. Más abajo, los zapatos verdes pedían a gritos la ayuda de algún modista.
–Francisco, ¿me estás escuchando?
Sí, la escuchaba, pero no tenía ganas de decirle nada.
–Siempre lo mismo con vos.
Enojada, se irguió nuevamente y siguió la senda hacia la oscuridad; dejó a su paso una estela de perfume barato. Entonces apareció el abogado. Vestía un traje color caqui que combinaba con una camisa blanca y una corbata roza; el mal gusto estaba instalado en mis dos acosadores.
–Será mejor que nos cuente qué fue lo que sucedió. ¿No se da cuenta de que está en una situa­ción poco favorable?
El abogado se quedó un momento en silencio, observándome; su cuerpo proyectaba una inmensa sombra que me cubría por completo. Aproveché y yo también lo observé. Desde donde me encontraba, parecía medir al menos tres metros de altura, parecía enorme e importante. Su porte profesional apenas dejaba dilucidar, en aquel rostro arreglado a la perfección, con su excelente afeitada, su pene­trante y acusadora mirada y sus labios carnosos, que estaba, al igual que Adriana, total y completamente irritado. Su voz, serena y pausada, tampoco demostraba su estado de ánimo.
–No sea chiquilín, hable de una buena vez.
Nada, no dije nada. El abogado contrajo las manos, convirtiéndolas en puños, y desapareció de mi vista; creo que si Adriana no hubiera estado allí, escondida en la oscuridad, me habría dado un buen golpe. Entonces volvió a parecer ella. La vi venir, cual fantasma anaranjado. Volvió a detenerse y agacharse frente a mí; noté que traía un pequeño espejo de mano.
–Por favor, Francisco, no podemos seguir así. Mirate, por el amor de Dios, mirate como estás. ¿Es esto lo que querés?
Levantó el espejo y lo puso frente a mis ojos, de forma tal que el reflejo me devolvió mi rostro; volví a ver mi cara luego de una larga semana de televisión, oscuridad y silencio. La barba crecida, el bigote desaliñado, dos pelos largos que salían de mi nariz; mis ojos que miraban de forma extraña (aunque pocas veces me he detenido a analizar minuciosamente mi mirada y quizá, al igual que la mueca de Adriana, era mi forma habitual de mirar); mis labios que estaban contraídos en una sonrisa siniestra (esto me pareció raro, en ningún momento me había dado cuenta de que sonreía, ¿desde cuándo estaba instalada aquella patética sonrisa en mis labios?); el pelo enmarañado que caía sobre mi frente, ocultando dos profundas entradas, pruebas de una incipiente calvicie... A pesar de aquella sonrisa, que parecía ocultar algo, todas estas facciones configuraban una perfecta cara de póquer. Entendí la irritación de ambos. Yo también tenía ganas de golpearme.
–¿Y? ¿No vas a decir nada?
Dejé que se quedará con las ganas, que su enojo creciera un poco más.
Adriana se quedó un momento con el espejo levantado, sin saber qué hacer. Luego dejó escapar un chistido y, al contrario del abogado que contuvo profesionalmente su ira, me encajó una sonora cachetada.
–Sos un imbécil, me tenés repodrida –volvió a escupir.
Y otra vez desapareció, llevándose consigo su mal humor, el vestido naranja y el espejo de mano que reflejaba aquella imagen mía, que yo no quería volver a ver. La escuché discutir un momento con el abogado, me llegaron un par de palabras atragantadas que no entendí. Lloraba. El abogado bajó la voz y ya no los escuché. Luego sentí los pasos alejándose y, unos segundos más tarde, la puerta que se cerraba con violencia.
Me quedé solo nuevamente, en medio de mi isla luminosa, con los dedos ardientes de Adriana marcados en mi mejilla. Inmerso en aquella soledad, cerré los ojos y, por un instante, recordé lo vivido hacía tan solo una semana atrás. Las imágenes estaban en blanco y negro, como las que veía en la pequeña televisión; las persianas, también bajas, arrojaban una oscuridad aún mas profunda que la que me rodeaba. Entonces aparecieron Adriana y el abogado, ambos grises, ambos en tiempo pasado, arrojados en aquel mismo sillón donde me encontraba sentado. Los sonidos me llegaron apagados, difusos.
Abrí los ojos, no valía la pena recordar. ¿Para qué? No tenía sentido. Y sin embargo, no podía evitar hacerlo. Aquel silencio y aquellos dedos de Adriana que todavía sentía en mi piel, la televisión encendida… Todo lo que me rodeaba me hacía recodar el trágico final. Incluso aquella oscuridad que intentaba engullir el mundo a su paso.
Resignado, me levanté del sillón, alisé cada arruga del largo piyama verde a rayas que cubría mi escuálido cuerpo, y caminé hasta la televisión. Sentía que estaba a punto de tener una epifanía, un momento único, un instante de revelación. Podía verlo con los ojos abiertos. Apagué la televisión y dejé que los recuerdos y la oscuridad me envolvieran.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2009.

Historias breves

1.
El cabrito descubrió a una hermosa cabrita de una granja vecina. La cortejó durante una semana, hasta que se rindió a sus encantos. Así, mientras los demás cabritos pastaban, ellos caminaron hasta un claro del bosque donde consumaron su amor.
A los pocos meses la alegría es grande entre los cabritos: nacieron dos cabrititos.
Más grande es la alegría del granjero, que tendrá un hermoso suéter nuevo.

2.
El aire estaba pesado y viciado. Una capa de distintos gases cubría el espacio aéreo de la habitación. Metano, butano, azufre, muchos olores y muchos gases para identificar. Habían comido en abundancia y los efectos eran olfateables.
Alguien enciende un cigarrillo, para ayudar a bajar la comida.
Titular de un diario matutino del día siguiente: Doce victimas nuevas del cigarrillo.

3.
-Vomiten y sigan comiendo -dijo papá castor a sus hijos castores, que no daban más-, nunca se sabe hasta cuándo durará esta situación.
Había llovido durante dos semanas y el bosque era una ciénaga gigante. Los árboles se habían ablandado y ellos se daban el festín de su vida. Tenían muchas más raíces de las que podían comer en un año y suficiente madera para armar un dique de dimensiones astronómicas.
-Vomiten y sigan comiendo -dijo papá castor a sus hijos castores.
Justo antes había engullido un eucalipto entero y tenía aliento fresco.

4.
Un sabio ideó un método para hacer que la vida fuera un trámite sin tormentos. Su idea era infalible e irrefutable, estaba tan bien escrita y explicada que nadie se atrevía a criticarla.
A veces se lo veía en los bares, con un círculo de personas escuchando sus palabras. Otras veces aparecía en los canales de televisión, impartiendo su misa de vida. Todos callaban y asentían cada dos o tres minutos, haciéndole saber que estaba muy acertado.
El sabio predicaba lo siguiente: para vivir sin preocuparse hay que ser un idiota. Un idiota es ése que va a un parque de diversiones y no se divierte; aquél que observa una imagen triste y no llora; el que ve en el cine una película de terror y no sufre de miedo; alguien que va a una fiesta y pasa toda la noche en silencio y con una botella en la mano. Ese idiota es más libre que todos nosotros, decía el sabio, porque logra vivir su vida sin apuros, sin disgustos.
Y todos los idiotas aplaudían sin parar ante tanta sabiduría.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, agosto de 2005.
(Versión final, septiembre de 2007)

Cartas, recuerdos y algunas palabras

"Hola, Cristina, ¿estás ahí...?"

Luces. Dinastías de incesantes colores se desarrollaban frente a mí. De repente vi una puerta. La abrí y creí despertar. Del otro lado, lentamente amanecía....

Tantas veces estuve en esta misma situación, mirando los números y el color verde oscuro de los vidrios, escuchando aquel tono que palpita como los latidos de mi corazón esperanzado. ¿Qué secretos esconden las cabinas telefónicas? ¿Qué cosas se habrán dicho sobre quienes? La curiosidad me invade, pero sólo por unos instantes.
Levanto el tubo del teléfono y mi mano derecha automáticamente teclea el aparato. Vuela sin control, quizá hechizada por mi memoria, y no hago nada por detenerla. Pienso que es mejor así, dejo que las cosas pasen.
En el visor aparecen ocho números. Los reconozco a todos, mas aquella combinación no me dice nada. Apoyo la cabeza contra uno de los paneles y acerco el auricular al oído. El teléfono en la casa de alguien comienza a sonar.
Una, dos, tres veces. Los nervios forman un nudo en mi estómago y comienzo a sentirme sofocado. Hasta el momento he logrado mantener la compostura, pero ya no puedo.
No resisto.
Me ahogo...

...Estaba amaneciendo y yo caminaba por la playa dando cada paso como si fuese él último. A veces corría hacia las olas y me daba un chapuzón en el mar helado. Era joven y nada podía salir mal.
Ya llevaba un largo rato caminando cuando te vi. Era imposible, pero estabas ahí, en aquella playa, a miles de kilómetros de casa. Cristina... si supieras la alegría que sentí cuando mis ojos te vieron. Al principio no atiné a hacer nada. Vos todavía no habías reparado en mí, tenías la mirada fija en el horizonte, con aquel semblante triste que había aprendido a querer. Entonces corrí hacia vos, creo que también te grité, y vos no moviste un músculo hasta que estuve a tu lado. Salté a tus brazos y me abracé con fuerza y con cierto temor. No sabía qué sucedía, pero no importaba, nada importaba. Cerré los ojos y deseé que el momento se alargara para siempre.
Sobre el oeste, en las montañas, las nubes anunciaban a gritos la tormenta...


...Cuatro, cinco, seis veces, y cuando está por sonar por séptima vez se escucha un clic. Luego una voz.
-Hola.
La voz me parece extraña y distante, no logro reconocerla. Y sin embargo todavía siento el nudo en el estomago que amordaza mis labios y no me deja contestar.
-Hola -repite la voz, ahora algo nerviosa.
¡Dios mío! Estoy muriendo, lo sé.
Muero lentamente...

...Cuando abrí los ojos todo había desaparecido; vos, el mar, las nubes. Me encontraba en una calle bulliciosa. Los autos iban y venían, la gente corría de aquí para allá. ¿Qué había sucedido con la playa y contigo? ¿Dónde me encontraba ahora? Dejé que mi cuerpo descansara contra una pared. Estaba confundido y no podía reconocer nada de lo que me rodeaba. Recorrí la calle con la mirada en busca de pistas: en la vereda de enfrente, había una mujer caída en el suelo, dos muchachos se apresuraban a socorrerla; en la esquina, un taxi chocó de costado a otro y los conductores se sumergieron en una discusión infinita; a una cuadra encontré un cartel: Zaragoza 200 kms. Lo leí con cierta tristeza. Aquel cartel me devolvía a la realidad. Estaba en tu ciudad, recorriendo alguna de sus calles. El sol, el mar, tus brazos, todo había sido un sueño, destello o alucinación. Nada más lejano a la realidad.
Un poco triste, pero con renovadas fuerzas, comencé a caminar nuevamente. Pero no di dos pasos cuando sentí un olor insoportable. Entonces observé que todo cambiaba de forma. Aparecieron dos torbellinos de viento que revolotearon sobre un cielo que cambiaba de colores rápidamente. Debajo de los torbellinos divisé una puerta abierta y la crucé sin dudarlo un segundo. De alguna forma sabía lo que había detrás y le daba gracias a la vida por aquel momento que me estaba regalando.
Del otro lado, llovía. Las nubes sé habían apoderado del cielo y descargaban su furia sobre la playa. Nosotros corríamos escapando de la tormenta.
Nos refugiamos en una pequeña casa sobre la playa, donde nadie nos molestaría, y pasamos la tarde reconociendo nuestros cuerpos. Recorrí cada centímetro de tu piel, besando todos los lunares; me perdí en tus ojos cargados de nostalgia; me adentré en tus brazos y me quedé dormido. Poco importaba mi vida, estaba junto a vos, Cristina, y era feliz.
Desperté, la habitación estaba en penumbras. Afuera había parado de llover y el sol comenzaba a ocultarse. Te busqué con la mirada y te encontré despierta a mí lado. Aquella melancolía constante en tus ojos ahora era abrumadora, sagaz, cortante…
Palidecí.
-¿Qué sucede, Cristina?
-Ya es hora. Tienes que irte, el día ha terminado.
-No quiero irme.
-Lo sé. Te amo Francisco. Procura ser feliz, ¿de acuerdo?
Y todo se desapareció. La casa, la noche, la cama y tus manos entrelazadas con las mías.
Del otro lado de la calle, la mujer se ponía de pie y agradecía la ayuda a los dos muchachos; en la esquina los taxistas seguían discutiendo; Zaragoza seguía estando a doscientos kilómetros. Me apoyé contra la pared y comencé a llorar. Aquello había sido el fin, la ansiada despedida, ya era hora de seguir adelante, de procurar ser feliz.
Entre las lágrimas derramadas, te decía adiós.

...-Hola -me dice la voz por tercera vez.
Siento la frente caliente y húmeda, la temperatura supera los mil grados; estoy a punto de estallar. Que todo acabe rápido, por favor, que acabe todo rápido... y cuando parece que efectivamente estoy a punto de desmayarme, surge de no sé dónde un instante de paz. Todo se normaliza: mi pulso, el agobiante calor, mi frente hirviendo. Reviso mi estomago y no encuentro nada que me impida hablar.
Tomo el tubo del teléfono con confianza excesiva y le respondo a la voz...

"...Es para esto que te escribo, Cristina, para saber si estás ahí; para saber si sentís el calor del verano y el frió del invierno; para saber si estás viva. Cristina, ¿qué ocurrió? No puedo imaginarlo. Cuando más me acerco a una explicación, más falso parece todo, más puertas se cierran. Lo que sé con certeza es lo que sabe todo el mundo: la caída sobre los Pirineos, las voces de los pilotos en la caja negra, la muerte que persiguió y alcanzó a todos los pasajeros. Y aunque allí estabas vos Cristina, de alguna forma lograste escapar, lo sé. ¿Dónde estarás ahora? ¿Seguirás en aquella playa…? La duda no me deja vivir. No puedo ser feliz, Cristina, necesito saber si estás bien. Cierro los ojos y ansío abrirlos y ver los remolinos girando sobre un cielo colorido. Busco una puerta que me envíe a tus brazos. Cristina, tan sólo te pido que me escribas, por favor no me dejes con la duda. Necesito tan solo una señal. Así me despido, seguro perdonarás la brevedad, nunca fui muy elocuente. Espero que algún día volvamos a encontrarnos en algún lugar del mundo. Adiós y hasta siempre."

...- Hola -le dije al teléfono muerto-, Cristina, ¿estás ahí?

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo del 2000
(Versión final: septiembre del 2007)

Hijos del mar

Aunque la ventana está abierta, todo está oscuro; no hay ni un reflejo de luz. Busco a tientas el interruptor del velador; lo encuentro y lo aprieto, la luz no enciende. Camino a ciegas por la casa, me llevo por delante una silla y me golpeo la nariz contra una pared. En el baño me quedó un rato mirándome al espejo; no se ve nada, pero sé que hay un espejo frente a mí, y simulo que lo veo. Me peino y me lavo la cara.
Voy hasta la ventana y saco la cabeza; llueve. Me pongo la campera y busco las llaves. Luego camino hasta la puerta de calle, y en el trayecto aprieto cuanto interruptor de luz me cruzo; ninguna enciende. Cuando estoy por salir, las luces se encienden solas.
Me saco la campera y tiro las llaves sobre el sillón. Me apoyo en el marco de la ventana y enciendo un cigarrillo. Miro la lluvia por un rato, también miro los autos que pasan, y decido salir a la galería, donde retomo la tarea de mirar la lluvia y los autos que pasan. Un relámpago ilumina por un instante el cielo nocturno; comienza a llover con más intensidad.
Paso un tiempo hundido en recuerdos, las pupilas se contraen y aparecen las imágenes. Entonces pienso en la última vez que estuvimos juntos, en aquella habitación húmeda; en los días en que despertabas en mis brazos; en que no volveré a mirar tus ojos color café. Unos ojos que exclamaron tristeza, y silenciosamente me dijeron que, por favor, no dijera nada…
Me muevo, estoy incómodo; tengo hambre y estoy un poco impaciente. Decido salir a caminar. Entro en la casa y me vuelvo a poner la campera.
Estoy en la calle cuando observo que las luces siguen encendidas.
Dejo las cosas así.

Camino un par de cuadras sin rumbo fijo, como serpenteando el pueblo. La ropa me molesta, pesa demasiado. Me quito la campera y las zapatillas; las dejo flotando sobre un río artificial que recorre la calle. En la cuadra siguiente me saco la remera; siento un poco de frío, pero no me molesta. Sigo caminando, ahora mucho más cómodo.
Llego a la playa, oscura, silenciosa. El viento sopla muy fuerte y el mar parece haberse vuelto loco; me es indiferente. Me saco los pantalones y el calzoncillo. Camino hasta tocar el mar con mi cuerpo desnudo.
Entonces los recuerdos me vuelven a invadir, y pienso brevemente en la despedida. Debí haber leído en tus ojos la respuesta. De haberlo hecho, hoy no me sentiría tan lastimado, hoy podría dormir tranquilo, hoy estaría en tranquilo en la casa... ¿Qué hago a esta hora y con este clima en la playa?
Comienzo a llorar; no me doy cuenta hasta que las lágrimas tocan mis labios. Las pruebo, son amargas. Me interno en el mar.
Nado mar adentro lo más rápido que puedo. Lloro, grito, le ruego al viento y a la lluvia que me den un instante de paz. Las luces de la playa ya desaparecieron, parece que nadé kilómetros. Tengo los brazos entumecidos y me sangran los dedos; estoy muy cansado. Entonces me detengo y me dejo llevar por la corriente, siento que el mar me rodea con sus miles de brazos. Su toque helado me serena y el oleaje me acuna.
El mar me carga en su pecho como hijo propio.
Al fin estoy en casa.

Nado hacia a la playa, ahora completamente tranquilo. Luego camino hasta la casa, en el trayecto recojo mi ropa. Me encierro en el baño y me doy una ducha caliente. Más tarde recuerdo que tengo hambre y me preparado dos tostadas con manteca.
Me acuesto a dormir con las primeras luces del día; las luces de la casa quedaron encendidas.

Despierto ya entrada la tarde. Me siento mal, enfermo; pero también sereno, sin peso que me agobie. Voy a la cocina con intención de prepararme un té.
Observo que las luces de la casa están encendidas. Me parece un poco extraño.
No recuerdo nada de la noche anterior.

© Alejandro Andrade
Villa Gesell, enero de 2001
(Versión final: abril de 2008)

Llaves inglesas

Rodrigo no sabía qué lo había impulsado a salir con Melina aquella noche. Lo había llamado el día anterior para invitarlo a caminar por el Centro y él queriendo decirle no, le dijo sí. ¿Qué burla del destino le había hecho decir eso? Hacía rato que no sabía nada de ella. Durante el verano, luego de haber salido un par de meses, terminaron la relación abruptamente. No es que se llevaran mal ni mucho menos, querían distintas cosas, nada más. Sin embargo, tras separarse, tejieron un dulce y necesario odio… Por eso le pareció extraño haber aceptado la propuesta de Melina sin siquiera dudarlo.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando Rodrigo terminó de bañarse; faltaba por lo menos media hora antes de que Melina rompiera su tranquilidad. Ya se la imaginaba: de pie en el segundo escalón, con aquella mirada tosca y su sonrisa estúpida, el cabello ondulado ligeramente recostado sobre el hombro izquierdo, y las mismas dos palabras de siempre: Hola polaco. Ni siquiera sabía por qué lo llamaba “polaco”.
Se vistió con lo primero que encontró a mano y fue a esperarla al living. Las ocho y veinte, tenía diez minutos. Se dejó caer sobre el sillón gris oscuro y prendió la televisión, necesitaba despejarse un poco. En ese momento cayó en cuenta de lo cansado que estaba; una ráfaga de sueño lo atacó furiosamente. Rodrigo se recostó y cerró los ojos. Si se quedaba dormido corría el riego de no escuchar el timbre, ¿mas tenía ganas de escucharlo? Pensó por un momento en el asunto y se dijo que daba igual. No tenía ganas de salir y la sola idea de verla a Melina le daba todavía más sueño...

Lo despertó un estridente sonido. Es extraño cómo se escuchan los sonidos entre sueños. Parecen irreales. Uno podría jurar que no existen, que son alucinaciones sonoras.
Recién logró levantarse al cuarto intento, como si su cuerpo no terminara de resignarse a la idea de seguir acostado. Caminó hasta la puerta y miró por el visor: efectivamente, era Melina la que había tocado el timbre, sacándolo de un sueño espléndido. “Hola polaco”, las palabras resonaron por su mente. Ni siquiera las había escuchado, pero estaban ahí. Las odiaba. A Melina también la odiaba, aunque al parecer, no lo suficiente como para decirle que no a un pedido suyo.
Cuando Rodrigo abrió la puerta y se topó con la figura de Melina, se sorprendió muchísimo. Parecía distinta, como si en vez de meses hubieran pasado años desde la última vez que se habían visto. Era ella, no había dudas, y no obstante parecía ser otra persona. Melina no vestía de forma formal, pero lo que traía puesto le sentaba muy bien; su cabello aún húmedo le caía suavemente por la frente y por los costados; su eterna sonrisa se había esfumado. Hermosa, así la veían sus ojos, estaba hermosa. Se saludaron y se quedaron un segundo mirándose. Luego Melina le pidió pasar con un gesto y él la dejó entrar; se alegró un poco, prefería no salir. Cuando ella pasó por su lado, Rodrigo sintió un roce casi imperceptible. Allí fue que se dio cuenta de que Melina traía una bolsa color blanco en una de sus manos.
Rodrigo cerró la puerta y luego ambos caminaron hasta el living. La tenue luz del velador la envolvió con un aura de misterio que la hizo parecer aún más hermosa. Qué situación rara, pensó Rodrigo e inmediatamente después se dijo que tal vez no había sido tan mala idea haber aceptado verla. Aquel caprichoso sí que había dicho, ahora se le antojaba maravilloso.
De repente Melina se le acercó algo tímida; sus labios se encontraron a escasos centímetros. Rodrigo la besó, aceptando el desafío; un beso largo y apasionado que le pareció tierno y cálido a la vez. Por su cabeza pasaban miles de cosas. Por sobre todo, una idea lo invadió, una que le decía que se habían equivocado al separarse. Estaba enamorado de Melina, no podía creerlo. (Le parecía extraño y traicionero, pero era verdad; la amaba y el sentimiento consumía sus pensamientos). Entonces la abrazó para estirar aquel pequeño momento todo lo que pudiera. La sentía frágil, suave. El contacto con su largo pulóver gris oscuro se le hacía cómodo. Melina le rodeó el cuello sólo con un brazo; el otro todavía sostenía aquella bolsa blanca. ¿Qué había dentro? La duda se disipo rápidamente.
Melina se soltó del abrazo y, dejando la bolsa en el suelo, se sentó en el centro del sillón. Él se sentó a su lado y tomó sus manos en las suyas. Sus manos también parecían otras, eran difíciles de reconocer, parecían haber madurado; lo mismo pasaba con su mirada: notaba cierto destello que no lograba comprender. Por momentos le parecía la mirada de una mujer enamorada; por otros, tenía la sensación de que aquellos ojos que lo miraban lo hacían con cierto temor.
De repente Melina se inclinó sobre su cuerpo, obligándolo a recostarse, y lo besó en la frente; luego se puso de pie y desapareció por el pasillo. Rodrigo se quedó recostado en el sillón, exactamente en la misma posición que cuando la esperaba. Algo impaciente, recorrió el living con la mirada. La televisión estaba apagada; el reloj de pared marcaba las nueve y cuarto; sobre uno de los parlantes descansaba su gato; faltaban dos libros de la biblioteca; al costado del sillón la bolsa de Melina reposaba tranquila. ¿Qué había dentro? La curiosidad lo volvió a invadir. Ni se lo imaginaba. La bolsa no tenía marca ni nada que la identificara, simplemente era una bolsa blanca.
Apartó la vista y miró la hora otra vez: nueve y veinte. Melina tardaba mucho. Trató de levantarse para ver si estaba bien, si le había pasado algo, pero no pudo. Su cuerpo se le hacía pesado. Ya no sentía aquel cansancio que lo había abrumado, y sin embargo estaba inmóvil. Se sintió molestó, aunque sólo por unos instantes; sus ojos se posaron nuevamente sobre la bolsa y se olvidó del asunto. ¿Qué había dentro? La tentación ya era irresistible y Rodrigo no la soportó más. Estiró su mano hasta que sus dedos tocaron el blanco nylon y tiró de la bolsa hacia él, sorprendiéndose un poco por su peso. Puso la bolsa sobre su pecho y miró en su interior. No había nada más que una caja de madera. Tomó la caja con una mano y la revisó minuciosamente, entonces se dio cuenta de que en realidad era un estuche. Lo abrió con cuidado y sé sorprendió aún más al ver dentro una flamante llave inglesa. A partir de ese momento las cosas pasaron demasiado rápido.
Rodrigo no salía del asombro. ¿Para qué quería Melina una llave inglesa? ¿Por qué la había traído? Pensó en miles de posibilidades, no halló ninguna coherente. Tomó la herramienta y sintió una extraña e indescriptible sensación. Era como si el metal le hablara, transmitiéndole una seguridad y una paz que nunca antes había sentido… En eso, Melina apareció en el living y Rodrigo la miró por unos segundos; fue entonces que cuando todo se derrumbó Aquella esencia misteriosa y hermosa que la envolvía se había ido, ahora quedaba tan sólo un cuerpo ajado. Melina se detuvo bajo la arcada que separaba al living del pasillo, y al ver la llave inglesa entre los dedos de Rodrigo, su rostro se tornó aterrado… Y Rodrigo no podría explicar lo que sucedió después; se olvidó de todo: del dulce beso, del cómodo abrazo, del pulóver gris como los sillones. Se paró bruscamente y corrió hacia Melina gritando de rabia, mientras sus manos agitaban la resplandeciente herramienta. Rodrigo apretó las manos con fuerza y bajó los brazos con furia, ella ahogó un grito. La pesada herramienta golpeó la frente de Melina, que se desplomó sobre la alfombra sin hacer ruido. Luego se quedó mirándola por unos momentos: su cuerpo sin vida reposaba tranquilo, parecía dormida; de la cabeza brotaba un hilo de sangre; la piel de su rostro comenzaba a palidecer; sus ojos abiertos ya no mostraban temor, parecía que la muerte la había curado de espantos.
Rodrigo apartó la mirada de aquel cuerpo inerte y observó sus manos manchadas de sangre. Una sonrisa, acaso morbosa, empezó a dibujarse en sus labios. Caminó hacia el sillón escuchando las palabras de Melina en su cabeza: Hola polaco. Y aunque sabía que era imposible, también sabía que las había escuchado, y sonrió presa de su locura. La odiaba, recordó entonces cuánto la odiaba desde que se habían separado. Sé sentó en el sillón y guardó prolija y pacientemente la llave inglesa en su estuche, que hizo desaparecer dentro de la bolsa. Luego se dejó relajar sobre los suaves almohadones. Aún reía. Lejano, le pareció escuchar un sonido. Parecía tan irreal, como cuando había escuchado el timbre. No podía reconocerlo y sin embargo lo escuchaba cada vez con más nitidez…

Rodrigo abrió los ojos. El teléfono seguía sonando. Se levantó lo más rápido que pudo y corrió a atenderlo. Era su madre, lo llamaba para ver que todo estuviera bien y le avisaba que llegaría a eso de las once y media.
Miró la hora, las ocho y treinta y cinco, y luego revisó el living algo nervioso. Ni Melina, ni la bolsa estaban allí. Había sido sólo un sueño. Aliviado, se recostó en el sillón una vez más y la esperó hasta cansarse.
A las diez se imaginó que Melina ya no vendría ¿Qué le habría pasado? Tal vez se había arrepentido; era probable, Rodrigo no entendía para qué quería verlo. Apagó la televisión, estaba cansado. Se puso de pie con la idea de acostarse en su cama, quería dormir durante tres días. Al pasar por la arcada que separaba el living del pasillo, recordó el sueño por un instante. Había sido tan real; nunca antes había tenido un sueño como ése. ¿Era posible sentir sensaciones tan asfixiantes durante los sueños? ¿Y soñar con colores? Creía recordar que no, que había leído que no. Y sin embargo, lo había hecho.
Se lavó los dientes y la cara. Luego recorrió el pasillo, que le pareció de dimensiones increíblemente enormes, hasta su pieza. Lo único que quería hacer era acostarse, descansar. Ya habría tiempo para llamar a Melina y averiguar por qué lo había dejado plantado; chau, a otra cosa. Rodrigo abrió la puerta de su habitación y se detuvo aterrado. Las piernas comenzaron a temblarle; un cosquilleo recorrió su espalda; sus ojos habían tomado dimensiones inmensas, presas del asombro. Sobre su cama había una bolsa blanca.
Se acercó lentamente, como dudando, y se fijó qué había dentro. Una caja de madera. No, no puede ser, pensó; el corazón le latía a mil por hora. Tomó la caja, que en realidad era un estuche, y la revisó. Era exactamente igual a la de su sueño. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde habían salido la bolsa y el estuche? No lo sabía, no había forma de saberlo. Rodrigo estaba tan aterrado, petrificado, que por un instante se olvidó de todo. Del cansancio, del sillón gris oscuro, del suave contacto que todavía sentía, del sueño. ¿Había sido un sueño? Lo dudaba.
Abrió el estuche y se sorprendió aún más al ver que estaba vacío.
Rodrigo salió disparado de su habitación y corrió por el pasillo sabiendo que encontraría a Melina muerta, tirada en el suelo del living. Las lágrimas caían por su rostro desfigurándolo… Poco antes de llegar a la arcada, Rodrigo la vio. Melina estaba sentada en el centro del sillón. Una ola de alivio inundó su cuerpo. ¿Cómo había entrado a la casa? ¿Qué hacía ahí? No lo recordaba ni le importaba. Estaba viva, Melina estaba viva. Aliviado, comenzó a llorar con más fuerza. ¿Por qué lloraba? Tampoco le importaba, pero le hacía bien. Quizá era su forma de pedirle perdón por haberla asesinado en su espantoso sueño.
Dio un par de pasos hacia ella y sus pies se tropezaron con algo, haciéndolo caer al suelo. Rodrigo miró sobre sus hombros y el pánico y el horror lo abrazaron; un alarido escalofriante escapó por su garganta. Bajo la arcada que separaba el living del pasillo, se encontraba su cuerpo sin vida. De la cabeza vertía un hilo de sangre que manchaba la alfombra; la piel de su rostro tomaba lentamente un tono pálido; sus ojos abiertos no expresaban nada...
Rodrigo bajó la cabeza, reteniendo las ganas de vomitar, y se cubrió el rostro con ambas manos. Entonces sintió que algo pesado golpeaba el suelo a escasos metros delante de él. De las manos de Melina había caído la llave inglesa manchada de sangre. A lo lejos, como venido de un mundo aparte, se oían las voces de su madre y otras que no conocía.
Melina comenzó a reír...

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2000.
(Versión final, marzo de 2009)

Noche de estrellas

Eran las tres de la mañana y no podía pegar un ojo, más por inercia que por verdadero insomnio; nunca pude dormir en los micros. Cecilia estaba a mi lado, su cabeza descansaba sobre mi hombro. Dormía profundamente, y qué ganas de despertarla que tenía. Quería que supiera lo que se siente no poder dormir durante los viajes nocturnos; cuando reina el silencio y uno debe afrontar solo aquella oscuridad. Sin embargo no hice nada, me limité a seguir aburriéndome.
Estaba inmerso en mis pensamientos, mirando el oscuro firmamento, cuando de repente me percaté de una estrella muy particular al sur de Orión. Era más grande que sus hermanas y de una luz intensa. La observé detenidamente; mis ojos se perdieron en aquella luz que rompía la oscuridad. Tan compenetrado estaba que tardé en darme cuenta del fenómeno que se estaba produciendo: las otras estrellas se habían agrupado en una línea que partía la noche en dos. Cuando caí en cuenta de lo que sucedía, me apreté todo lo que pude contra la ventana para poder observar mejor; nunca había visto un cielo como aquél. Repasé mis pocos conocimientos de astrología y no encontré explicación. Me parecía algo único, maravilloso… Imaginen entonces mi sorpresa cuando las estrellas comenzaron a bailar, a formar constelaciones. Animales, plantas, hombres... las imágenes se sucedían una tras otra. En ese momento estuve a punto despertar a Cecilia, pero volví a contenerme. No, ¿por qué? Era mi recompensa por el largo y arduo viaje, no merecía verlo. Observé su rostro, todavía apoyado contra mi hombro, y por primera vez en la noche me alegré de que durmiera. Podía arruinarlo todo con sólo abrir los ojos.
El fenómeno duró una hora, mas puedo asegurarles que para mí transcurrieron miles de minutos. Las distintas constelaciones se iban sucediendo en el cielo y yo me encontraba hipnotizado. No podía creer lo que veía. Pensaba en lo majestuoso que era el universo. Y en vez de sentirme pequeño, me sentí unido a todo: a las estrellas y al cielo, a las montañas que se divisaban como siluetas lejanas, incluso a Cecilia y a todos los otros soñadores que viajaban con nosotros; todos éramos constelaciones terrestres.
La última imagen fue un enorme león que cubrió el cielo completamente. Luego las estrellas se agruparon, formando un punto grande y brillante. El punto parpadeó un par de veces y hubo una explosión lumínica. La estrella que había empezado con todo aquello volvía a ser sólo una estrella y titilaba despidiéndose de las otras, que habían vuelto a su posición habitual. Así, rápidamente, el cielo fue el mismo de todas las noches, y yo comencé a llorar. Lloraba en una mezcla de alegría y gratitud. Estaba seguro de que aquél era el momento cúlmine de mi vida. Todo lo que hasta entonces había visto y experimentado no era nada en comparación.
Cecilia seguía dormida, todo había vuelto a la normalidad. Volví a mirar el cielo y murmuré un tímido gracias. Luego apoyé la cabeza contra la ventana y ocurrió algo extraño: caí profundamente dormido.

Pasaron cuarenta años desde aquella noche. Puedo decirles, sin lugar a dudas, que he viajado más que nadie. Visité país por país, ciudad por ciudad, todos los continentes. Mas nunca volvió a repetirse el fenómeno de las estrellas y no he visto espectáculo más hermoso.
Hoy me encuentro solo y vuelvo a tener problemas para dormir. Cecilia murió hace dos años; no tuvimos hijos, nos preocupamos más por viajar que por las futuras generaciones. Y nunca hubo nadie más.
En la oscuridad de mi habitación recuerdo el baile de las estrellas… ya no me devuelve la alegría, tampoco el sueño. Verán, pienso en Cecilia y me pregunto por qué no la desperté, por qué fui tan egoísta. Ansío poder volver hacia aquella noche: quiero cerrar los ojos, abrirlos y encontrarme nuevamente en el micro. Entonces la despertaría y nos quedaríamos observando el cielo… Pero cierro los ojos y cuando los abro todavía sigo en mi habitación, y no dejo de reprochármelo.
Cecilia dormía mientras el espectáculo más hermoso sucedía en el cielo.
Por mi culpa se perdió el mejor momento de su vida.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, febrero del 2003.