Mundos imperceptibles

–Era una puerta, pero no era una puerta. Al menos eso es lo que dice: la puerta no era una puerta y no estaba allí para que la abrieran, ¿de acuerdo, doctor? Se encontraba en el descanso del segundo piso de las escaleras de la Facultad, y él dice que podía asomarse y mirar por la pequeña ventanilla y comprobar con sus propios ojos que no daba a ninguna parte; o mejor dicho, que daba a la nada. Así y todo era una puerta, ¿está claro? Quiero que le quede bien grabada esta parte, doctor. Es necesario que así sea para que entienda todo lo que sucedió después.
“Descubrió la puerta algún día de aquellos. Bajaba desde el tercer piso, era de noche y las lámparas bañaban los pequeños escalones con más sombra que luz. Si bien hacía tres años que cursaba allí, era la primera vez que utilizaba las escaleras traseras, y si esa noche las usó, fue más por urgencia que por verdaderas ganas de usarlas. Dice que no le gustaban. Eran cerradas, pequeñas y empinadas, perfectas para que cualquier distraído se diera el golpe de su vida. Y justamente, él no quería saber nada con eso. Prefería las escaleras centrales, con todo su ancho formidable y sus bien iluminados y altos escalones. Incluso le agradaba la multitud que allí se reunía y lo dificultoso que se volvía el paso en el primer piso. Eran exactamente lo contrario a las escaleras del fondo, que eran poco utilizadas y que apenas conocía su existencia porque los baños se encontraban junto a ellas.
“Así que dice que venía bajando, despacio y totalmente olvidado de todo aquello que no fuera su seguridad, cuando sus ojos se toparon con esa extraña puerta que no tenía razón de ser. Se encontraba en el descanso del segundo piso, contra la pared medianera. (Aquí, él suele remarcar que en todos los descansos de los otros pisos, sobre la misma medianera y en el mismo lugar que ocupaba esa endemoniada puerta, había grandes ventanales desde donde se podía observar el estacionamiento. Sin embargo, en ese descanso se encontraba aquel descalabro arquitectónico).
“Aquella primera vez que la vio, siguió de largo como si nada extraño hubiese visto. Venía bajando cuidadosamente, afirmando bien el pie en cada escalón, y estaba tan concentrado en su tarea que apenas reparó en ella. Cuando dos días más tarde, por esos azares del destino, alguien le comentó que había visto la puerta y la extraña condición que conllevaba, él recordó aquella noche. Sí, la recordaba a la perfección, pero dice que en aquel momento no le había parecido que la puerta tuviese nada de particular. Así que, motivado por la duda, volvió a utilizar las escaleras traseras y se detuvo en el descanso del segundo piso a observarla detenidamente.
“A simple vista, él dice que la puerta no tenía nada de especial. Estaba algo oxidada, corroída, le faltaba la manija vaya a saber desde hacía cuándo, y tenía una pequeña ventanilla por la que se colaba dificultosamente una luz; parecía que no lavaban los vidrios desde hacía por lo menos un par de años. Se sentó en uno de los escalones y miró con más detenimiento. Nada. Era una puerta común y corriente, similar a las diez mil que había visto en su vida. No parecía haber misterio alguno: era, seguramente, una salida de emergencia; clausurada, pero salida de emergencia de todos modos. Sin embargo, dice que cuando se asomó por la ventanilla, tratando de no tocar el vidrio roñoso, cayó en cuenta de todo lo demás: del otro lado de la puerta, no había nada. Y cuando dice nada, dice “absolutamente nada”, como si aquella frase justificara todo lo demás.
“En ese momento, lo primero que hizo fue bajar corriendo hasta la planta baja, olvidándose de la seguridad, de la vida, de las fracturas y de todas esas cosas. En el último escalón trastabilló y aterrizó de panza contra el piso. Se puso de pie y siguió corriendo, sin reparar en que se había abierto un tajo feo en la cabeza. Recién se detuvo en el centro del estacionamiento. Tomó aire, fuerzas, y levantó la mirada: allí estaba, era cierto; dice que a pesar de que estaba oscuro, podía ver la puerta con toda claridad y también que podía ver que no había nada detrás. Miró con estupor, incredulidad, esperanzas, tratando de descubrir en la pared alguna marca que evidenciara que en algún momento la puerta había dado a alguna parte: un andamio, una escalera, algo… Y dice que la pared estaba agrietada, pedía a gritos una mano de pintura, pero estaba tan llana y lisa como el resto del edificio. Compungido, salió despavorido de la Facultad y corrió hasta su casa, algo que hubiese sido una proeza de no ser porque vivía a dos cuadras.
“Entró en su casa y se encerró en el baño. Allí se dio cuenta de que le sangraba la cabeza; tenía un tajo bastante grande con forma de Y en la frente. Buscó el alcohol, una gasa, y reprimiendo un grito se limpió la herida; luego se sentó sobre el inodoro. Dice que la cabeza le ardía, pero no sabía si por culpa de la herida o por su descubrimiento, que no le daba respiro. ¿Qué hacía esa puerta allí? ¿Para qué estaba? Miró la de su baño, tan diferente a la otra. Ésta tenía razón de ser: lo ocultaba, le daba privacidad, opacaba sus sonidos corporales cuando había visita; la otra no hacía nada ni nunca lo haría. Era inservible, injustificable. No encontraba ninguna razón por la cual un arquitecto que se apreciara de ser tal incluyera en su diseño una puerta como aquella.
“Cansado, algo mareado por el golpe, dice que caminó hasta su cama y se dejó caer sobre el colchón. Sin sacarse la ropa, sin poder dejar de pensar en la inocua puerta, se quedó dormido. Y sus sueños fueron reveladores”.
Abre la puerta y se encuentra con un mundo nuevo, completamente diferente. Una vez abierta, se observa un camino amarillo que se pierde en una inmensa pradera repleta de flores y de árboles frutales. A lo lejos puede ver un inmenso castillo color esmeralda y globos aerostáticos multicolores…
–Despertó a media mañana con la idea fija: tenía que abrir la puerta. Estaba convencido de que detrás se encontraba un mundo fantástico, imperceptible a los ojos que se asomaran por su ventanilla o que la vieran desde el estacionamiento. Dice que se convenció de que aquello era cierto porque él nunca soñaba con ese tipo de cosas. Solía soñar con mujeres, partidos de fútbol en el que era el héroe y, eventualmente, con que lo aplazaban en algún examen difícil. Los sueños maravillosos no eran lo suyo, así que…
“Dice que se levantó y corrió en busca de la caja de herramientas. Se armó con un destornillador, un martillo y una llave inglesa; a último momento se acordó del pequeño cincel y se lo guardó en el bolsillo. Decidido, salió de su casa. Hacía frío. Caminó con firmeza las dos cuadras y entró en la Facultad por el estacionamiento para cerciorarse de que la puerta seguía allí, y allí estaba. Dice que a la luz del día, podía verla a la perfección y también podía ver que, efectivamente, la pared a su alrededor no tenía ninguna marca.
“Subió de a dos escalones hasta el descanso del segundo piso y se puso a trabajar. Dice que primero intentó quitar las bisagras con el destornillador y la llave inglesa; luego golpeó la cerradura con el martillo, pero se detuvo a los dos golpes por temor a que alguien viniera a ver qué estaba haciendo. Media hora después, la puerta seguía cerrada y él estaba sentado sobre los escalones descansando. La herida de su cabeza le latía horrores y el sudor le entraba en los ojos haciéndolos arder. ¿Qué le faltaba intentar? ¿Con qué no había probado? Dice que en ese momento recordó el cincel. Lo introdujo por la ranura de la puerta, justo a la altura de la cerradura, y golpeó suavemente con el martillo, y luego más fuerte, y luego totalmente desenfrenado. A los diez martillazos, escuchó un sonido metálico, curioso, apagado, y la puerta se entreabrió. Feliz, tiró las herramientas al suelo y empujó el metal hacia fuera. Nada; o mejor dicho, lo mismo que podía ver desde la ventanilla: allí estaba el estacionamiento, esta vez bañado con la luz matinal. Dice que, algo decepcionado, volvió a sentarse en los escalones; la cabeza estaba a punto de estallarle. ¿Qué había sucedido? ¿Adónde estaba aquel mundo maravilloso? Entonces se le vino a la mente aquella idea: mundos imperceptibles. Por supuesto, aquel extraño y fantástico paraje debía ser invisible desde allí dentro. Tenía que cruzar la puerta; una vez del otro lado, seguramente, todo se le revelaría. Así que tomó valor, se persignó cinco veces, y cruzó el portal…
–¿Entonces?
–Entonces nada. Dice que despertó aquí, que no recuerda nada de la caída, del golpe, de que hace cinco meses que está internado.
–Extraña historia.
–Demasiado, incluso para el golpe que se dio. Cualquiera pensaría que a esta altura ya se le habría pasado. Pero no, sigue igual.
–Extraño, muy extraño. Y esa “Facultad” donde dice que, ¿cómo era palabra?, “cursaba”, ¿qué es? ¿Y qué quiere decir con que “cursaba”?
–Dice que es una especie de edificio donde la gente se reúne a estudiar profesiones o algo por el estilo. Yo tampoco lo entiendo muy bien.
–Ridículo. ¿Y el fútbol, y el baño, y el arquitecto, y todas esas extrañas herramientas…?
–Más de lo mismo, no se moleste, doctor. Tengo las descripciones en un expediente, si quiere se lo traigo y lo vemos.
–Está bien, no hace falta. ¡Qué curiosa persona! Y qué caso particular, casi podría decirse que… Nada. Me convenciste. Trasladalo al área roja. Desde mañana me voy a ocupar personalmente del caso.
–Gracias, doctor, ya mismo lo traslado.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires,
septiembre de 2009