Comienza una novela

a Macedonio Fernández...

No paraban de dar vueltas, los veía ir y venir. Incansables, Adriana y el abogado se turnaban para revolotear alrededor de mí. Ahora le tocaba a ella, ahora venía él; las marcas en la alfombra atesti­guaban su andar sinuoso circular. Ambos estaban convencidos de que necesitaban convencerme de que hablara y diera mi versión de los hechos. Y no se daban cuenta de que no los soportaba más; ya nada tenían que hacer allí. No iban a sacarme ni una sola palabra.
–Qué, te vas a quedar sentado ahí sin decirme nada.
Ésta era Adriana, con su flamante vestido naranja que podía divisarse a diez kilómetros de distancia y aquellos zapatos verdes que no tenían razón de ser. Al hablar, parecía escupir las pala­bras, como si ladrara. Y para enfatizar el efecto, me escupía de verdad. Caía una tenue llovizna so­bre mi rostro que acompañaba y acentuaba sus palabras y su irritación.
–Me estás cansando.
Yo me encontraba sentado en un desgastado sillón. Tenía enfrente una pequeña mesa ratona, que ya había pasado su mejor momento, y una aún más pequeña televisión en blanco y negro, que estaba encendida y silenciada, como ameritaba la situación. Una densa e impenetrable oscuri­dad, producto de las persianas bajas, apenas dejaba divisar que el cuarto donde estábamos tenía cuatro paredes; las veía difusas, grises y lisas. Había tan sólo una pequeña isla de pálida luz, proveniente del televisor, en la cual yo estaba justo en el centro. La alfombra blanca, con la marca de la senda de Adriana y el abogado, era engullida por aquel manto oscuro apenas unos centímetros más allá del sillón.
–¿Me estás escuchando?
Adriana se detuvo, se alisó el vestido y largó un chistido de enojo, gesto de malestar que repetía desde tiempos remotos. Luego se agachó para encontrar mis ojos y me observó silenciosamente por unos minutos. Yo también la observé, para va­riar. Sus ojos vidriosos y rojos y las profundas ojeras denotaban un cansancio prolongado; una extraña mueca se había apoderado de sus labios con abundante lápiz labial, aunque no podría decir qué tenía de extraña (quizá era una mueca común en ella y nada más); algunos mechones rojizos caían sobre sus ojos y sus pómulos; el todo de su rostro me daba una sensación de un profundo ma­lestar, como si estuviera constipada. Bajé un poco la vista y me encontré con el ya mencionado ves­tido naranja, con lo que odiaba aquel color. Cubría su cuerpo íntegramente, con la particularidad de que escondía sus formidables pechos y piernas, como si fuera un extravagante hábito de monja. Más abajo, los zapatos verdes pedían a gritos la ayuda de algún modista.
–Francisco, ¿me estás escuchando?
Sí, la escuchaba, pero no tenía ganas de decirle nada.
–Siempre lo mismo con vos.
Enojada, se irguió nuevamente y siguió la senda hacia la oscuridad; dejó a su paso una estela de perfume barato. Entonces apareció el abogado. Vestía un traje color caqui que combinaba con una camisa blanca y una corbata roza; el mal gusto estaba instalado en mis dos acosadores.
–Será mejor que nos cuente qué fue lo que sucedió. ¿No se da cuenta de que está en una situa­ción poco favorable?
El abogado se quedó un momento en silencio, observándome; su cuerpo proyectaba una inmensa sombra que me cubría por completo. Aproveché y yo también lo observé. Desde donde me encontraba, parecía medir al menos tres metros de altura, parecía enorme e importante. Su porte profesional apenas dejaba dilucidar, en aquel rostro arreglado a la perfección, con su excelente afeitada, su pene­trante y acusadora mirada y sus labios carnosos, que estaba, al igual que Adriana, total y completamente irritado. Su voz, serena y pausada, tampoco demostraba su estado de ánimo.
–No sea chiquilín, hable de una buena vez.
Nada, no dije nada. El abogado contrajo las manos, convirtiéndolas en puños, y desapareció de mi vista; creo que si Adriana no hubiera estado allí, escondida en la oscuridad, me habría dado un buen golpe. Entonces volvió a parecer ella. La vi venir, cual fantasma anaranjado. Volvió a detenerse y agacharse frente a mí; noté que traía un pequeño espejo de mano.
–Por favor, Francisco, no podemos seguir así. Mirate, por el amor de Dios, mirate como estás. ¿Es esto lo que querés?
Levantó el espejo y lo puso frente a mis ojos, de forma tal que el reflejo me devolvió mi rostro; volví a ver mi cara luego de una larga semana de televisión, oscuridad y silencio. La barba crecida, el bigote desaliñado, dos pelos largos que salían de mi nariz; mis ojos que miraban de forma extraña (aunque pocas veces me he detenido a analizar minuciosamente mi mirada y quizá, al igual que la mueca de Adriana, era mi forma habitual de mirar); mis labios que estaban contraídos en una sonrisa siniestra (esto me pareció raro, en ningún momento me había dado cuenta de que sonreía, ¿desde cuándo estaba instalada aquella patética sonrisa en mis labios?); el pelo enmarañado que caía sobre mi frente, ocultando dos profundas entradas, pruebas de una incipiente calvicie... A pesar de aquella sonrisa, que parecía ocultar algo, todas estas facciones configuraban una perfecta cara de póquer. Entendí la irritación de ambos. Yo también tenía ganas de golpearme.
–¿Y? ¿No vas a decir nada?
Dejé que se quedará con las ganas, que su enojo creciera un poco más.
Adriana se quedó un momento con el espejo levantado, sin saber qué hacer. Luego dejó escapar un chistido y, al contrario del abogado que contuvo profesionalmente su ira, me encajó una sonora cachetada.
–Sos un imbécil, me tenés repodrida –volvió a escupir.
Y otra vez desapareció, llevándose consigo su mal humor, el vestido naranja y el espejo de mano que reflejaba aquella imagen mía, que yo no quería volver a ver. La escuché discutir un momento con el abogado, me llegaron un par de palabras atragantadas que no entendí. Lloraba. El abogado bajó la voz y ya no los escuché. Luego sentí los pasos alejándose y, unos segundos más tarde, la puerta que se cerraba con violencia.
Me quedé solo nuevamente, en medio de mi isla luminosa, con los dedos ardientes de Adriana marcados en mi mejilla. Inmerso en aquella soledad, cerré los ojos y, por un instante, recordé lo vivido hacía tan solo una semana atrás. Las imágenes estaban en blanco y negro, como las que veía en la pequeña televisión; las persianas, también bajas, arrojaban una oscuridad aún mas profunda que la que me rodeaba. Entonces aparecieron Adriana y el abogado, ambos grises, ambos en tiempo pasado, arrojados en aquel mismo sillón donde me encontraba sentado. Los sonidos me llegaron apagados, difusos.
Abrí los ojos, no valía la pena recordar. ¿Para qué? No tenía sentido. Y sin embargo, no podía evitar hacerlo. Aquel silencio y aquellos dedos de Adriana que todavía sentía en mi piel, la televisión encendida… Todo lo que me rodeaba me hacía recodar el trágico final. Incluso aquella oscuridad que intentaba engullir el mundo a su paso.
Resignado, me levanté del sillón, alisé cada arruga del largo piyama verde a rayas que cubría mi escuálido cuerpo, y caminé hasta la televisión. Sentía que estaba a punto de tener una epifanía, un momento único, un instante de revelación. Podía verlo con los ojos abiertos. Apagué la televisión y dejé que los recuerdos y la oscuridad me envolvieran.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2009.

Historias breves

1.
El cabrito descubrió a una hermosa cabrita de una granja vecina. La cortejó durante una semana, hasta que se rindió a sus encantos. Así, mientras los demás cabritos pastaban, ellos caminaron hasta un claro del bosque donde consumaron su amor.
A los pocos meses la alegría es grande entre los cabritos: nacieron dos cabrititos.
Más grande es la alegría del granjero, que tendrá un hermoso suéter nuevo.

2.
El aire estaba pesado y viciado. Una capa de distintos gases cubría el espacio aéreo de la habitación. Metano, butano, azufre, muchos olores y muchos gases para identificar. Habían comido en abundancia y los efectos eran olfateables.
Alguien enciende un cigarrillo, para ayudar a bajar la comida.
Titular de un diario matutino del día siguiente: Doce victimas nuevas del cigarrillo.

3.
-Vomiten y sigan comiendo -dijo papá castor a sus hijos castores, que no daban más-, nunca se sabe hasta cuándo durará esta situación.
Había llovido durante dos semanas y el bosque era una ciénaga gigante. Los árboles se habían ablandado y ellos se daban el festín de su vida. Tenían muchas más raíces de las que podían comer en un año y suficiente madera para armar un dique de dimensiones astronómicas.
-Vomiten y sigan comiendo -dijo papá castor a sus hijos castores.
Justo antes había engullido un eucalipto entero y tenía aliento fresco.

4.
Un sabio ideó un método para hacer que la vida fuera un trámite sin tormentos. Su idea era infalible e irrefutable, estaba tan bien escrita y explicada que nadie se atrevía a criticarla.
A veces se lo veía en los bares, con un círculo de personas escuchando sus palabras. Otras veces aparecía en los canales de televisión, impartiendo su misa de vida. Todos callaban y asentían cada dos o tres minutos, haciéndole saber que estaba muy acertado.
El sabio predicaba lo siguiente: para vivir sin preocuparse hay que ser un idiota. Un idiota es ése que va a un parque de diversiones y no se divierte; aquél que observa una imagen triste y no llora; el que ve en el cine una película de terror y no sufre de miedo; alguien que va a una fiesta y pasa toda la noche en silencio y con una botella en la mano. Ese idiota es más libre que todos nosotros, decía el sabio, porque logra vivir su vida sin apuros, sin disgustos.
Y todos los idiotas aplaudían sin parar ante tanta sabiduría.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, agosto de 2005.
(Versión final, septiembre de 2007)

Cartas, recuerdos y algunas palabras

"Hola, Cristina, ¿estás ahí...?"

Luces. Dinastías de incesantes colores se desarrollaban frente a mí. De repente vi una puerta. La abrí y creí despertar. Del otro lado, lentamente amanecía....

Tantas veces estuve en esta misma situación, mirando los números y el color verde oscuro de los vidrios, escuchando aquel tono que palpita como los latidos de mi corazón esperanzado. ¿Qué secretos esconden las cabinas telefónicas? ¿Qué cosas se habrán dicho sobre quienes? La curiosidad me invade, pero sólo por unos instantes.
Levanto el tubo del teléfono y mi mano derecha automáticamente teclea el aparato. Vuela sin control, quizá hechizada por mi memoria, y no hago nada por detenerla. Pienso que es mejor así, dejo que las cosas pasen.
En el visor aparecen ocho números. Los reconozco a todos, mas aquella combinación no me dice nada. Apoyo la cabeza contra uno de los paneles y acerco el auricular al oído. El teléfono en la casa de alguien comienza a sonar.
Una, dos, tres veces. Los nervios forman un nudo en mi estómago y comienzo a sentirme sofocado. Hasta el momento he logrado mantener la compostura, pero ya no puedo.
No resisto.
Me ahogo...

...Estaba amaneciendo y yo caminaba por la playa dando cada paso como si fuese él último. A veces corría hacia las olas y me daba un chapuzón en el mar helado. Era joven y nada podía salir mal.
Ya llevaba un largo rato caminando cuando te vi. Era imposible, pero estabas ahí, en aquella playa, a miles de kilómetros de casa. Cristina... si supieras la alegría que sentí cuando mis ojos te vieron. Al principio no atiné a hacer nada. Vos todavía no habías reparado en mí, tenías la mirada fija en el horizonte, con aquel semblante triste que había aprendido a querer. Entonces corrí hacia vos, creo que también te grité, y vos no moviste un músculo hasta que estuve a tu lado. Salté a tus brazos y me abracé con fuerza y con cierto temor. No sabía qué sucedía, pero no importaba, nada importaba. Cerré los ojos y deseé que el momento se alargara para siempre.
Sobre el oeste, en las montañas, las nubes anunciaban a gritos la tormenta...


...Cuatro, cinco, seis veces, y cuando está por sonar por séptima vez se escucha un clic. Luego una voz.
-Hola.
La voz me parece extraña y distante, no logro reconocerla. Y sin embargo todavía siento el nudo en el estomago que amordaza mis labios y no me deja contestar.
-Hola -repite la voz, ahora algo nerviosa.
¡Dios mío! Estoy muriendo, lo sé.
Muero lentamente...

...Cuando abrí los ojos todo había desaparecido; vos, el mar, las nubes. Me encontraba en una calle bulliciosa. Los autos iban y venían, la gente corría de aquí para allá. ¿Qué había sucedido con la playa y contigo? ¿Dónde me encontraba ahora? Dejé que mi cuerpo descansara contra una pared. Estaba confundido y no podía reconocer nada de lo que me rodeaba. Recorrí la calle con la mirada en busca de pistas: en la vereda de enfrente, había una mujer caída en el suelo, dos muchachos se apresuraban a socorrerla; en la esquina, un taxi chocó de costado a otro y los conductores se sumergieron en una discusión infinita; a una cuadra encontré un cartel: Zaragoza 200 kms. Lo leí con cierta tristeza. Aquel cartel me devolvía a la realidad. Estaba en tu ciudad, recorriendo alguna de sus calles. El sol, el mar, tus brazos, todo había sido un sueño, destello o alucinación. Nada más lejano a la realidad.
Un poco triste, pero con renovadas fuerzas, comencé a caminar nuevamente. Pero no di dos pasos cuando sentí un olor insoportable. Entonces observé que todo cambiaba de forma. Aparecieron dos torbellinos de viento que revolotearon sobre un cielo que cambiaba de colores rápidamente. Debajo de los torbellinos divisé una puerta abierta y la crucé sin dudarlo un segundo. De alguna forma sabía lo que había detrás y le daba gracias a la vida por aquel momento que me estaba regalando.
Del otro lado, llovía. Las nubes sé habían apoderado del cielo y descargaban su furia sobre la playa. Nosotros corríamos escapando de la tormenta.
Nos refugiamos en una pequeña casa sobre la playa, donde nadie nos molestaría, y pasamos la tarde reconociendo nuestros cuerpos. Recorrí cada centímetro de tu piel, besando todos los lunares; me perdí en tus ojos cargados de nostalgia; me adentré en tus brazos y me quedé dormido. Poco importaba mi vida, estaba junto a vos, Cristina, y era feliz.
Desperté, la habitación estaba en penumbras. Afuera había parado de llover y el sol comenzaba a ocultarse. Te busqué con la mirada y te encontré despierta a mí lado. Aquella melancolía constante en tus ojos ahora era abrumadora, sagaz, cortante…
Palidecí.
-¿Qué sucede, Cristina?
-Ya es hora. Tienes que irte, el día ha terminado.
-No quiero irme.
-Lo sé. Te amo Francisco. Procura ser feliz, ¿de acuerdo?
Y todo se desapareció. La casa, la noche, la cama y tus manos entrelazadas con las mías.
Del otro lado de la calle, la mujer se ponía de pie y agradecía la ayuda a los dos muchachos; en la esquina los taxistas seguían discutiendo; Zaragoza seguía estando a doscientos kilómetros. Me apoyé contra la pared y comencé a llorar. Aquello había sido el fin, la ansiada despedida, ya era hora de seguir adelante, de procurar ser feliz.
Entre las lágrimas derramadas, te decía adiós.

...-Hola -me dice la voz por tercera vez.
Siento la frente caliente y húmeda, la temperatura supera los mil grados; estoy a punto de estallar. Que todo acabe rápido, por favor, que acabe todo rápido... y cuando parece que efectivamente estoy a punto de desmayarme, surge de no sé dónde un instante de paz. Todo se normaliza: mi pulso, el agobiante calor, mi frente hirviendo. Reviso mi estomago y no encuentro nada que me impida hablar.
Tomo el tubo del teléfono con confianza excesiva y le respondo a la voz...

"...Es para esto que te escribo, Cristina, para saber si estás ahí; para saber si sentís el calor del verano y el frió del invierno; para saber si estás viva. Cristina, ¿qué ocurrió? No puedo imaginarlo. Cuando más me acerco a una explicación, más falso parece todo, más puertas se cierran. Lo que sé con certeza es lo que sabe todo el mundo: la caída sobre los Pirineos, las voces de los pilotos en la caja negra, la muerte que persiguió y alcanzó a todos los pasajeros. Y aunque allí estabas vos Cristina, de alguna forma lograste escapar, lo sé. ¿Dónde estarás ahora? ¿Seguirás en aquella playa…? La duda no me deja vivir. No puedo ser feliz, Cristina, necesito saber si estás bien. Cierro los ojos y ansío abrirlos y ver los remolinos girando sobre un cielo colorido. Busco una puerta que me envíe a tus brazos. Cristina, tan sólo te pido que me escribas, por favor no me dejes con la duda. Necesito tan solo una señal. Así me despido, seguro perdonarás la brevedad, nunca fui muy elocuente. Espero que algún día volvamos a encontrarnos en algún lugar del mundo. Adiós y hasta siempre."

...- Hola -le dije al teléfono muerto-, Cristina, ¿estás ahí?

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo del 2000
(Versión final: septiembre del 2007)

Hijos del mar

Aunque la ventana está abierta, todo está oscuro; no hay ni un reflejo de luz. Busco a tientas el interruptor del velador; lo encuentro y lo aprieto, la luz no enciende. Camino a ciegas por la casa, me llevo por delante una silla y me golpeo la nariz contra una pared. En el baño me quedó un rato mirándome al espejo; no se ve nada, pero sé que hay un espejo frente a mí, y simulo que lo veo. Me peino y me lavo la cara.
Voy hasta la ventana y saco la cabeza; llueve. Me pongo la campera y busco las llaves. Luego camino hasta la puerta de calle, y en el trayecto aprieto cuanto interruptor de luz me cruzo; ninguna enciende. Cuando estoy por salir, las luces se encienden solas.
Me saco la campera y tiro las llaves sobre el sillón. Me apoyo en el marco de la ventana y enciendo un cigarrillo. Miro la lluvia por un rato, también miro los autos que pasan, y decido salir a la galería, donde retomo la tarea de mirar la lluvia y los autos que pasan. Un relámpago ilumina por un instante el cielo nocturno; comienza a llover con más intensidad.
Paso un tiempo hundido en recuerdos, las pupilas se contraen y aparecen las imágenes. Entonces pienso en la última vez que estuvimos juntos, en aquella habitación húmeda; en los días en que despertabas en mis brazos; en que no volveré a mirar tus ojos color café. Unos ojos que exclamaron tristeza, y silenciosamente me dijeron que, por favor, no dijera nada…
Me muevo, estoy incómodo; tengo hambre y estoy un poco impaciente. Decido salir a caminar. Entro en la casa y me vuelvo a poner la campera.
Estoy en la calle cuando observo que las luces siguen encendidas.
Dejo las cosas así.

Camino un par de cuadras sin rumbo fijo, como serpenteando el pueblo. La ropa me molesta, pesa demasiado. Me quito la campera y las zapatillas; las dejo flotando sobre un río artificial que recorre la calle. En la cuadra siguiente me saco la remera; siento un poco de frío, pero no me molesta. Sigo caminando, ahora mucho más cómodo.
Llego a la playa, oscura, silenciosa. El viento sopla muy fuerte y el mar parece haberse vuelto loco; me es indiferente. Me saco los pantalones y el calzoncillo. Camino hasta tocar el mar con mi cuerpo desnudo.
Entonces los recuerdos me vuelven a invadir, y pienso brevemente en la despedida. Debí haber leído en tus ojos la respuesta. De haberlo hecho, hoy no me sentiría tan lastimado, hoy podría dormir tranquilo, hoy estaría en tranquilo en la casa... ¿Qué hago a esta hora y con este clima en la playa?
Comienzo a llorar; no me doy cuenta hasta que las lágrimas tocan mis labios. Las pruebo, son amargas. Me interno en el mar.
Nado mar adentro lo más rápido que puedo. Lloro, grito, le ruego al viento y a la lluvia que me den un instante de paz. Las luces de la playa ya desaparecieron, parece que nadé kilómetros. Tengo los brazos entumecidos y me sangran los dedos; estoy muy cansado. Entonces me detengo y me dejo llevar por la corriente, siento que el mar me rodea con sus miles de brazos. Su toque helado me serena y el oleaje me acuna.
El mar me carga en su pecho como hijo propio.
Al fin estoy en casa.

Nado hacia a la playa, ahora completamente tranquilo. Luego camino hasta la casa, en el trayecto recojo mi ropa. Me encierro en el baño y me doy una ducha caliente. Más tarde recuerdo que tengo hambre y me preparado dos tostadas con manteca.
Me acuesto a dormir con las primeras luces del día; las luces de la casa quedaron encendidas.

Despierto ya entrada la tarde. Me siento mal, enfermo; pero también sereno, sin peso que me agobie. Voy a la cocina con intención de prepararme un té.
Observo que las luces de la casa están encendidas. Me parece un poco extraño.
No recuerdo nada de la noche anterior.

© Alejandro Andrade
Villa Gesell, enero de 2001
(Versión final: abril de 2008)

Llaves inglesas

Rodrigo no sabía qué lo había impulsado a salir con Melina aquella noche. Lo había llamado el día anterior para invitarlo a caminar por el Centro y él queriendo decirle no, le dijo sí. ¿Qué burla del destino le había hecho decir eso? Hacía rato que no sabía nada de ella. Durante el verano, luego de haber salido un par de meses, terminaron la relación abruptamente. No es que se llevaran mal ni mucho menos, querían distintas cosas, nada más. Sin embargo, tras separarse, tejieron un dulce y necesario odio… Por eso le pareció extraño haber aceptado la propuesta de Melina sin siquiera dudarlo.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando Rodrigo terminó de bañarse; faltaba por lo menos media hora antes de que Melina rompiera su tranquilidad. Ya se la imaginaba: de pie en el segundo escalón, con aquella mirada tosca y su sonrisa estúpida, el cabello ondulado ligeramente recostado sobre el hombro izquierdo, y las mismas dos palabras de siempre: Hola polaco. Ni siquiera sabía por qué lo llamaba “polaco”.
Se vistió con lo primero que encontró a mano y fue a esperarla al living. Las ocho y veinte, tenía diez minutos. Se dejó caer sobre el sillón gris oscuro y prendió la televisión, necesitaba despejarse un poco. En ese momento cayó en cuenta de lo cansado que estaba; una ráfaga de sueño lo atacó furiosamente. Rodrigo se recostó y cerró los ojos. Si se quedaba dormido corría el riego de no escuchar el timbre, ¿mas tenía ganas de escucharlo? Pensó por un momento en el asunto y se dijo que daba igual. No tenía ganas de salir y la sola idea de verla a Melina le daba todavía más sueño...

Lo despertó un estridente sonido. Es extraño cómo se escuchan los sonidos entre sueños. Parecen irreales. Uno podría jurar que no existen, que son alucinaciones sonoras.
Recién logró levantarse al cuarto intento, como si su cuerpo no terminara de resignarse a la idea de seguir acostado. Caminó hasta la puerta y miró por el visor: efectivamente, era Melina la que había tocado el timbre, sacándolo de un sueño espléndido. “Hola polaco”, las palabras resonaron por su mente. Ni siquiera las había escuchado, pero estaban ahí. Las odiaba. A Melina también la odiaba, aunque al parecer, no lo suficiente como para decirle que no a un pedido suyo.
Cuando Rodrigo abrió la puerta y se topó con la figura de Melina, se sorprendió muchísimo. Parecía distinta, como si en vez de meses hubieran pasado años desde la última vez que se habían visto. Era ella, no había dudas, y no obstante parecía ser otra persona. Melina no vestía de forma formal, pero lo que traía puesto le sentaba muy bien; su cabello aún húmedo le caía suavemente por la frente y por los costados; su eterna sonrisa se había esfumado. Hermosa, así la veían sus ojos, estaba hermosa. Se saludaron y se quedaron un segundo mirándose. Luego Melina le pidió pasar con un gesto y él la dejó entrar; se alegró un poco, prefería no salir. Cuando ella pasó por su lado, Rodrigo sintió un roce casi imperceptible. Allí fue que se dio cuenta de que Melina traía una bolsa color blanco en una de sus manos.
Rodrigo cerró la puerta y luego ambos caminaron hasta el living. La tenue luz del velador la envolvió con un aura de misterio que la hizo parecer aún más hermosa. Qué situación rara, pensó Rodrigo e inmediatamente después se dijo que tal vez no había sido tan mala idea haber aceptado verla. Aquel caprichoso sí que había dicho, ahora se le antojaba maravilloso.
De repente Melina se le acercó algo tímida; sus labios se encontraron a escasos centímetros. Rodrigo la besó, aceptando el desafío; un beso largo y apasionado que le pareció tierno y cálido a la vez. Por su cabeza pasaban miles de cosas. Por sobre todo, una idea lo invadió, una que le decía que se habían equivocado al separarse. Estaba enamorado de Melina, no podía creerlo. (Le parecía extraño y traicionero, pero era verdad; la amaba y el sentimiento consumía sus pensamientos). Entonces la abrazó para estirar aquel pequeño momento todo lo que pudiera. La sentía frágil, suave. El contacto con su largo pulóver gris oscuro se le hacía cómodo. Melina le rodeó el cuello sólo con un brazo; el otro todavía sostenía aquella bolsa blanca. ¿Qué había dentro? La duda se disipo rápidamente.
Melina se soltó del abrazo y, dejando la bolsa en el suelo, se sentó en el centro del sillón. Él se sentó a su lado y tomó sus manos en las suyas. Sus manos también parecían otras, eran difíciles de reconocer, parecían haber madurado; lo mismo pasaba con su mirada: notaba cierto destello que no lograba comprender. Por momentos le parecía la mirada de una mujer enamorada; por otros, tenía la sensación de que aquellos ojos que lo miraban lo hacían con cierto temor.
De repente Melina se inclinó sobre su cuerpo, obligándolo a recostarse, y lo besó en la frente; luego se puso de pie y desapareció por el pasillo. Rodrigo se quedó recostado en el sillón, exactamente en la misma posición que cuando la esperaba. Algo impaciente, recorrió el living con la mirada. La televisión estaba apagada; el reloj de pared marcaba las nueve y cuarto; sobre uno de los parlantes descansaba su gato; faltaban dos libros de la biblioteca; al costado del sillón la bolsa de Melina reposaba tranquila. ¿Qué había dentro? La curiosidad lo volvió a invadir. Ni se lo imaginaba. La bolsa no tenía marca ni nada que la identificara, simplemente era una bolsa blanca.
Apartó la vista y miró la hora otra vez: nueve y veinte. Melina tardaba mucho. Trató de levantarse para ver si estaba bien, si le había pasado algo, pero no pudo. Su cuerpo se le hacía pesado. Ya no sentía aquel cansancio que lo había abrumado, y sin embargo estaba inmóvil. Se sintió molestó, aunque sólo por unos instantes; sus ojos se posaron nuevamente sobre la bolsa y se olvidó del asunto. ¿Qué había dentro? La tentación ya era irresistible y Rodrigo no la soportó más. Estiró su mano hasta que sus dedos tocaron el blanco nylon y tiró de la bolsa hacia él, sorprendiéndose un poco por su peso. Puso la bolsa sobre su pecho y miró en su interior. No había nada más que una caja de madera. Tomó la caja con una mano y la revisó minuciosamente, entonces se dio cuenta de que en realidad era un estuche. Lo abrió con cuidado y sé sorprendió aún más al ver dentro una flamante llave inglesa. A partir de ese momento las cosas pasaron demasiado rápido.
Rodrigo no salía del asombro. ¿Para qué quería Melina una llave inglesa? ¿Por qué la había traído? Pensó en miles de posibilidades, no halló ninguna coherente. Tomó la herramienta y sintió una extraña e indescriptible sensación. Era como si el metal le hablara, transmitiéndole una seguridad y una paz que nunca antes había sentido… En eso, Melina apareció en el living y Rodrigo la miró por unos segundos; fue entonces que cuando todo se derrumbó Aquella esencia misteriosa y hermosa que la envolvía se había ido, ahora quedaba tan sólo un cuerpo ajado. Melina se detuvo bajo la arcada que separaba al living del pasillo, y al ver la llave inglesa entre los dedos de Rodrigo, su rostro se tornó aterrado… Y Rodrigo no podría explicar lo que sucedió después; se olvidó de todo: del dulce beso, del cómodo abrazo, del pulóver gris como los sillones. Se paró bruscamente y corrió hacia Melina gritando de rabia, mientras sus manos agitaban la resplandeciente herramienta. Rodrigo apretó las manos con fuerza y bajó los brazos con furia, ella ahogó un grito. La pesada herramienta golpeó la frente de Melina, que se desplomó sobre la alfombra sin hacer ruido. Luego se quedó mirándola por unos momentos: su cuerpo sin vida reposaba tranquilo, parecía dormida; de la cabeza brotaba un hilo de sangre; la piel de su rostro comenzaba a palidecer; sus ojos abiertos ya no mostraban temor, parecía que la muerte la había curado de espantos.
Rodrigo apartó la mirada de aquel cuerpo inerte y observó sus manos manchadas de sangre. Una sonrisa, acaso morbosa, empezó a dibujarse en sus labios. Caminó hacia el sillón escuchando las palabras de Melina en su cabeza: Hola polaco. Y aunque sabía que era imposible, también sabía que las había escuchado, y sonrió presa de su locura. La odiaba, recordó entonces cuánto la odiaba desde que se habían separado. Sé sentó en el sillón y guardó prolija y pacientemente la llave inglesa en su estuche, que hizo desaparecer dentro de la bolsa. Luego se dejó relajar sobre los suaves almohadones. Aún reía. Lejano, le pareció escuchar un sonido. Parecía tan irreal, como cuando había escuchado el timbre. No podía reconocerlo y sin embargo lo escuchaba cada vez con más nitidez…

Rodrigo abrió los ojos. El teléfono seguía sonando. Se levantó lo más rápido que pudo y corrió a atenderlo. Era su madre, lo llamaba para ver que todo estuviera bien y le avisaba que llegaría a eso de las once y media.
Miró la hora, las ocho y treinta y cinco, y luego revisó el living algo nervioso. Ni Melina, ni la bolsa estaban allí. Había sido sólo un sueño. Aliviado, se recostó en el sillón una vez más y la esperó hasta cansarse.
A las diez se imaginó que Melina ya no vendría ¿Qué le habría pasado? Tal vez se había arrepentido; era probable, Rodrigo no entendía para qué quería verlo. Apagó la televisión, estaba cansado. Se puso de pie con la idea de acostarse en su cama, quería dormir durante tres días. Al pasar por la arcada que separaba el living del pasillo, recordó el sueño por un instante. Había sido tan real; nunca antes había tenido un sueño como ése. ¿Era posible sentir sensaciones tan asfixiantes durante los sueños? ¿Y soñar con colores? Creía recordar que no, que había leído que no. Y sin embargo, lo había hecho.
Se lavó los dientes y la cara. Luego recorrió el pasillo, que le pareció de dimensiones increíblemente enormes, hasta su pieza. Lo único que quería hacer era acostarse, descansar. Ya habría tiempo para llamar a Melina y averiguar por qué lo había dejado plantado; chau, a otra cosa. Rodrigo abrió la puerta de su habitación y se detuvo aterrado. Las piernas comenzaron a temblarle; un cosquilleo recorrió su espalda; sus ojos habían tomado dimensiones inmensas, presas del asombro. Sobre su cama había una bolsa blanca.
Se acercó lentamente, como dudando, y se fijó qué había dentro. Una caja de madera. No, no puede ser, pensó; el corazón le latía a mil por hora. Tomó la caja, que en realidad era un estuche, y la revisó. Era exactamente igual a la de su sueño. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde habían salido la bolsa y el estuche? No lo sabía, no había forma de saberlo. Rodrigo estaba tan aterrado, petrificado, que por un instante se olvidó de todo. Del cansancio, del sillón gris oscuro, del suave contacto que todavía sentía, del sueño. ¿Había sido un sueño? Lo dudaba.
Abrió el estuche y se sorprendió aún más al ver que estaba vacío.
Rodrigo salió disparado de su habitación y corrió por el pasillo sabiendo que encontraría a Melina muerta, tirada en el suelo del living. Las lágrimas caían por su rostro desfigurándolo… Poco antes de llegar a la arcada, Rodrigo la vio. Melina estaba sentada en el centro del sillón. Una ola de alivio inundó su cuerpo. ¿Cómo había entrado a la casa? ¿Qué hacía ahí? No lo recordaba ni le importaba. Estaba viva, Melina estaba viva. Aliviado, comenzó a llorar con más fuerza. ¿Por qué lloraba? Tampoco le importaba, pero le hacía bien. Quizá era su forma de pedirle perdón por haberla asesinado en su espantoso sueño.
Dio un par de pasos hacia ella y sus pies se tropezaron con algo, haciéndolo caer al suelo. Rodrigo miró sobre sus hombros y el pánico y el horror lo abrazaron; un alarido escalofriante escapó por su garganta. Bajo la arcada que separaba el living del pasillo, se encontraba su cuerpo sin vida. De la cabeza vertía un hilo de sangre que manchaba la alfombra; la piel de su rostro tomaba lentamente un tono pálido; sus ojos abiertos no expresaban nada...
Rodrigo bajó la cabeza, reteniendo las ganas de vomitar, y se cubrió el rostro con ambas manos. Entonces sintió que algo pesado golpeaba el suelo a escasos metros delante de él. De las manos de Melina había caído la llave inglesa manchada de sangre. A lo lejos, como venido de un mundo aparte, se oían las voces de su madre y otras que no conocía.
Melina comenzó a reír...

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2000.
(Versión final, marzo de 2009)

Noche de estrellas

Eran las tres de la mañana y no podía pegar un ojo, más por inercia que por verdadero insomnio; nunca pude dormir en los micros. Cecilia estaba a mi lado, su cabeza descansaba sobre mi hombro. Dormía profundamente, y qué ganas de despertarla que tenía. Quería que supiera lo que se siente no poder dormir durante los viajes nocturnos; cuando reina el silencio y uno debe afrontar solo aquella oscuridad. Sin embargo no hice nada, me limité a seguir aburriéndome.
Estaba inmerso en mis pensamientos, mirando el oscuro firmamento, cuando de repente me percaté de una estrella muy particular al sur de Orión. Era más grande que sus hermanas y de una luz intensa. La observé detenidamente; mis ojos se perdieron en aquella luz que rompía la oscuridad. Tan compenetrado estaba que tardé en darme cuenta del fenómeno que se estaba produciendo: las otras estrellas se habían agrupado en una línea que partía la noche en dos. Cuando caí en cuenta de lo que sucedía, me apreté todo lo que pude contra la ventana para poder observar mejor; nunca había visto un cielo como aquél. Repasé mis pocos conocimientos de astrología y no encontré explicación. Me parecía algo único, maravilloso… Imaginen entonces mi sorpresa cuando las estrellas comenzaron a bailar, a formar constelaciones. Animales, plantas, hombres... las imágenes se sucedían una tras otra. En ese momento estuve a punto despertar a Cecilia, pero volví a contenerme. No, ¿por qué? Era mi recompensa por el largo y arduo viaje, no merecía verlo. Observé su rostro, todavía apoyado contra mi hombro, y por primera vez en la noche me alegré de que durmiera. Podía arruinarlo todo con sólo abrir los ojos.
El fenómeno duró una hora, mas puedo asegurarles que para mí transcurrieron miles de minutos. Las distintas constelaciones se iban sucediendo en el cielo y yo me encontraba hipnotizado. No podía creer lo que veía. Pensaba en lo majestuoso que era el universo. Y en vez de sentirme pequeño, me sentí unido a todo: a las estrellas y al cielo, a las montañas que se divisaban como siluetas lejanas, incluso a Cecilia y a todos los otros soñadores que viajaban con nosotros; todos éramos constelaciones terrestres.
La última imagen fue un enorme león que cubrió el cielo completamente. Luego las estrellas se agruparon, formando un punto grande y brillante. El punto parpadeó un par de veces y hubo una explosión lumínica. La estrella que había empezado con todo aquello volvía a ser sólo una estrella y titilaba despidiéndose de las otras, que habían vuelto a su posición habitual. Así, rápidamente, el cielo fue el mismo de todas las noches, y yo comencé a llorar. Lloraba en una mezcla de alegría y gratitud. Estaba seguro de que aquél era el momento cúlmine de mi vida. Todo lo que hasta entonces había visto y experimentado no era nada en comparación.
Cecilia seguía dormida, todo había vuelto a la normalidad. Volví a mirar el cielo y murmuré un tímido gracias. Luego apoyé la cabeza contra la ventana y ocurrió algo extraño: caí profundamente dormido.

Pasaron cuarenta años desde aquella noche. Puedo decirles, sin lugar a dudas, que he viajado más que nadie. Visité país por país, ciudad por ciudad, todos los continentes. Mas nunca volvió a repetirse el fenómeno de las estrellas y no he visto espectáculo más hermoso.
Hoy me encuentro solo y vuelvo a tener problemas para dormir. Cecilia murió hace dos años; no tuvimos hijos, nos preocupamos más por viajar que por las futuras generaciones. Y nunca hubo nadie más.
En la oscuridad de mi habitación recuerdo el baile de las estrellas… ya no me devuelve la alegría, tampoco el sueño. Verán, pienso en Cecilia y me pregunto por qué no la desperté, por qué fui tan egoísta. Ansío poder volver hacia aquella noche: quiero cerrar los ojos, abrirlos y encontrarme nuevamente en el micro. Entonces la despertaría y nos quedaríamos observando el cielo… Pero cierro los ojos y cuando los abro todavía sigo en mi habitación, y no dejo de reprochármelo.
Cecilia dormía mientras el espectáculo más hermoso sucedía en el cielo.
Por mi culpa se perdió el mejor momento de su vida.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, febrero del 2003.

Ciudades (primera parte)

1. Ocaso

La lluvia caía incansablemente desde el tercer nivel y complicaba aún más el camino. Pero no importaba, ya nada importaba. Estábamos en la mitad del edificio y apenas seis niveles nos separaban de la cima. Lo único que podíamos hacer era seguir adelante y tratar de olvidar todo lo que habíamos pasado durante los últimos días.
Xiuna, que colgaba un par de metros más arriba, de repente me gritó; como no pude escucharla, me detuve y esperé sus instrucciones. Descansaríamos allí, decidió, en la mitad del sexto nivel; la sexta escotilla estaba a la vista. Hacia ella nos deslizamos, cada paso calculado millones de veces, y nos aferramos a su oscuro y frío metal con alivio. Abrir las escotillas era difícil y peligroso: eran cada vez más pesadas, y nuestro cansancio corporal dificultaba todo un poco más. Aun así, teníamos que abrirla, necesitábamos descansar un poco. Y luego de varios minutos de esfuerzos en vano, logramos que cediera.
El mundo del otro lado nos recibió con los brazos abiertos.

Despierto todos los días y lo primero que hago es pensar en ella. Aún hoy, aquí, pasadas las estaciones junto con los años, en este lugar donde me encuentro (ajeno al tiempo y a mis ciudades), la extraño demasiado y me pregunto qué será de su vida. Xiuna era una persona especial. Sin su ayuda no hubiera podido llegar hasta aquí, ni desarrollarme de la manera en que lo hice. Su fortaleza interior, su carácter, su cuerpo, su destreza… toda su persona era superior a la mía.
Recuerdo aquellas lágrimas que danzaban por su rostro, y el recuerdo todavía me hiere por las mañanas (aquel rostro que me miraba con ojos opacos, el mismo que deseo ver en sueños, aunque sé que al despertar lloraré desconsolado). Aún las siento, como si fueran lágrimas propias; todavía hay algunas heridas que el tiempo no ha sanado. Qué habrá sido de ti, Xiuna… ¿Dónde pasarás tus días y tus noches? ¿Qué mundo y qué personas cuidarán de tu existencia? Van pasando los días y me doy cuenta de que voy olvidándote. Me aterra pensar en esto, en que cualquier día despertaré y no sabré quién es esa persona cuyas lágrimas hacen que me entristezca. Y por más que lo niego, sé que te olvidaré de la misma manera en que he olvidado tantas otras cosas de mi pasado, de mi otra vida.
He tenido dos vidas, muy distintas la una a la otra. Una que he vivido por completo en la Ciudad Brillante, y ésta que me sostengo a vivir día a día. Y así como sé que he vivido dos vidas, también sé que casi no tengo recuerdos de aquella “otra vida”. Ya no quedan imágenes de días oscuros, ni tampoco de días claros. Las primaveras, los veranos, los diciembres… todo se esfumó en el tiempo. No sé quién era antes de cruzar la primera escotilla, qué persona se despertaba en esa extraña ciudad y aparentaba vivir. Tampoco recuerdo a mi madre, sus palabras y consejos (digo yo, ¿me habrá dado consejos?), ni a los amigos del barrio, a los vecinos, a los compañeros de trabajo… ¿Estuvo alguien a mi lado? No estoy seguro. Observo la ciudad por la ventana y trato de recordar, mas apenas me quedan sensaciones e ideas de otros tiempos. Veo rostros oscuros de seres que divagan por un mundo de imágenes borrosas. A veces, cuando las noches se tornan más noche, o cuando el día se tiñe de gris, distintas imágenes vuelven a mi mente y apenas soy capaz de reconocerlas. ¿Cómo puede ser que esto haya pasado? ¿Para qué se vive toda una vida entonces si a uno no le queda nada al final? Tristemente, desconozco la respuesta a estas preguntas de la misma manera en que desconozco aquel pasado.
De la otra vida que he tenido, ésta que vivo hoy, recuerdo casi todo (¿por qué será así? ¿Qué valen estos recuerdos que tengo?). Esta vida fue siempre triste y apenas si he tenido tiempo de disfrutarla hasta que llegué aquí, a este paraíso en las alturas. Pero antes de eso, mucho antes de haber conocido el destino de Xiuna y el mío, en la Ciudad Oscura, todos los días se sumergían en una rutina desesperada: escalar, escapar hacia arriba, seguir… Nunca tuve espacios donde reír, gritar o jugar. Jamás besé a alguien, ni tampoco lloré en los hombros de una mujer durante una noche de tormenta. Jamás compartí los momentos con nadie más que ella (por eso, quizá, es que la extraño tanto). La ciudad se alzaba ante nuestros cuerpos y apenas nos dábamos cuenta de cuán vacía que estaba. Noche perpetua, ciudad infinita. Un manto oscuro que se expandía sin límites, donde todo se había perdido… Lo único que quedaba era la ciudad, aquellos sucios edificios, cuales templos sagrados o guías divinos de ese mundo, donde las distancias se habían acortado y el cielo se mezclaba con el infierno, creando imágenes desoladoras.
Ni bien pasábamos cada nivel, la tierra se iba alejando y nos acercábamos a lo que creíamos que era nuestro destino. Trepando por las paredes de aquel oscuro edificio, íbamos en busca del paraíso, de las respuestas. Supongo que por esa razón cruzamos la escotilla hacia la Ciudad Oscura y al ver que allí todo seguía siendo efímero, comenzamos a trepar. Para escapar de nosotros mismos, de la soledad. Para dejar de ser invisibles y pasar desapercibidos entre los mares matutinos y cotidianos. Para no sentenciar nuestra suerte en tierras absurdas, que jamás debieron siquiera existir; o tal vez fue el miedo a despertar en cualquier momento y darse cuenta de que todo lo que habíamos vivido había sido un sueño y que ella y yo nunca existimos fuera de aquella ciudad. Ya no lo sé.
Trepar es una tarea agotadora, se necesita perfecto equilibrio, fuerza y voluntad, y para llegar hasta el último nivel los sentidos tienen que estar alerta todo el tiempo. Esto hace a la travesía, por demás, extenuante; es sabido que es duro el trayecto y se alarga miles de horas cuando lo ansiado espera a lo lejos. ¿Qué habría en la cima?, solíamos preguntarnos. No lo sabíamos; seguramente, algo distinto a lo que había abajo. Un lugar donde poder vivir y soñar; donde existieran las luces, los colores y la música… Los extremos, por lo general, tienden a duplicarse, a definirse como reflejos. Sin embargo, allí están las diferencias: los polos y las descargas eléctricas son iguales, las puntas se repelen y jamás llegan a unirse por completo; mas el resultado final de las vidas cotidianas y los placeres que llegan de cada uno de esos finales, son los que se diferencian. Es entonces cuando sientes que estás en otro lado, sin saber que sigues allí, en el mismo lugar donde empezaste. Lo que es distinto, en realidad, es uno mismo. La forma en que se siente y se vive en aquellos lugares.

El sol brillaba cálido sobre el cielo; pasaron unos minutos antes de que los ojos se acostumbraran a toda esa luz. Tanto tiempo habíamos pasado sumergidos en la oscuridad…
Por el ventanal se observaba la inmensa ciudad, que se extendía en forma de línea semicircular hacia el horizonte. Estábamos alto, apenas podíamos divisar lo que sucedía abajo. Era mejor así. “La tranquilidad y la confianza son esenciales para escalar los niveles”, según recuerdo, una de las pocas instrucciones que dio Xiuna en voz alta.
El departamento era cómodo y acogedor. Tenía todas las comodidades que pudiéramos pedir y más. Sabíamos que era una tentación al alma, una ilusión óptica de una dimensión tan irreal como la otra. Sin embargo, podíamos usarlo para descansar unas horas antes de volver a trepar. Habíamos pasado los últimos tres días y medio colgados de las cornisas del edificio y necesitábamos descansar unos minutos, unas horas... antes de seguir nuestro camino. Tampoco era que quisiéramos estar allí: las pocas veces que retornamos a la Ciudad Brillante, lo hicimos únicamente porque era necesario. No queríamos volver a vivir lo que habíamos vivido allí, ni mucho menos. Pasar demasiado tiempo en aquella ciudad era un gran riesgo a correr; un desafío hacia a la voluntad y la moral, que sabíamos y aceptábamos. Además, era peligroso para nuestra búsqueda: la tormenta inundaba rápidamente los niveles de la Ciudad Oscura y quedarse mucho tiempo allí significaba abandonar nuestro viaje y volver al mundo que habíamos rechazado y traicionado, o bien morir ahogados en las lágrimas de dioses olvidados. Ninguna de las dos opciones nos atraía, aunque si se hubiese presentado la situación, creo que habríamos preferido la muerte a vivir sabiendo la verdad sobre aquella Ciudad Brillante, a la cual habíamos retornado de momento.
–¿Cuánto tiempo estaremos esta vez? –le pregunté a Xiuna, esperando una orden, unas palabras que me dieran las pautas necesarias para poder continuar.
–No lo sé. Deberíamos dormir un poco y quizá comer algo. Con unas tres horas será más que suficiente.
Xiuna mantenía aquella calma constante. Me pregunto si alguna vez rió, si lloró en los brazos de alguien, si tuvo la oportunidad de amar. Parece improbable.
– Al menos podremos ver el atardecer... –le dije al mismo tiempo que observaba el sol con ojos añorantes–. Qué bien se siente aquí... Sabes, podríamos abandonar todo y quedarnos de este lado.
–¿Realmente quieres hacer eso? –respondió Xiuna, sin cambiar el tono de voz, sin siquiera molestarse en mirarme (a veces esa actitud me hacía daño, sentía que era inferior a ella, que no merecía sus miradas). Dijera lo que le dijera, nunca cambiaba sus expresiones y trataba de mantenerse lo más lejos posible de mí. Nunca una sonrisa, una mirada que me hiciera entender qué sentía, unas palabras que salieran de su alma.
– No... Creo que no –respondí luego de un tiempo.
Era cierto. Ya nada teníamos que hacer allí. Hacía mucho que habíamos dejado aquella ciudad y la vida se había tornado demasiado falsa. Parece ser que una vez que uno se ha acostumbrado a saber la verdad sobre uno mismo, rara vez acepta que se le vuelva a mentir.

Al caer la noche, las luces comenzaron a encenderse tímidamente. Ciudad Brillante, sabana intermitente entre densa e infinita oscuridad.
Nos encontrábamos sentados sobre la baranda del balcón. La altura nos parecía agradable y estábamos acostumbrados a los espacios pequeños y colgantes. Observaba las luces y escuchaba con atención los ruidos que llegaban desde la adormecida ciudad.
De repente, surgió una duda…
–Xiuna ¿recuerdas algo de la vida de antes?
Sus ojos se clavaron en los míos. Fue tan solo un instante, pero en ese momento creí ver una tristeza indescriptible.
–No –me dijo, y volvió a posar la vista en la ciudad.
–Yo aún recuerdo algunas cosas. Sensaciones, personas… Todo es tan confuso. No siempre fue así, ¿verdad? Antes sabíamos de todas esas cosas, ¿no?
Xiuna tardó un rato en responder, a tal punto que creí que no me había escuchado. Cuando estaba a punto de repetir mi pregunta, escuché que decía:
–Supongo que sí… ¿A qué viene todo esto?
–No lo sé, nostalgia tal vez. ¿Recuerdas cómo llegaste a la Ciudad Oscura?
Xiuna vaciló.
–No, ni me interesa. Sólo sé que si no conseguimos llegar a la cima, ya no importará preguntarse nada...
¿Sería cierto que pensaba así o simplemente pretendía ser fuerte? Aún hoy lo dudo.
–¿Cómo puedes ser tan insensible? ¿Cómo pudimos haber olvidado tan rápido quiénes éramos antes de llegar a la Ciudad Oscura? –tomé aliento y le hice la pregunta que ansiaba preguntar –. Xiuna... ¿Estamos realmente vivos?
No me respondió, supongo que también ella se lo preguntaba.
–A veces pienso que no, que desde que crucé la primera escotilla estoy muerto. Otras veces creo que nunca estuve más vivo hasta este momento... – miré un segundo a la ciudad y seguí hablando –. Antes al menos podía decir con certeza que vivía una vida, que estaba vivo, ahora...
Me interrumpí, repentinamente me sentí triste y desesperado. Me escondí en mis brazos. La desesperación me atrapaba y me llenaba de dudas. Ya no estaba seguro de querer seguir. El viaje se volvía más difícil a cada paso y estaba cansado de trepar. Supongo que cuando las cosas se tornan complicadas uno necesita una razón para seguir adelante, razón que no tenía.
–¿Por qué debemos llegar hasta el último nivel?
Xiuna pensó un largo rato. Su cuerpo permaneció inmóvil y en silencio por extensos minutos, que parecieron horas enteras de silencio, y luego, manteniendo la mirada en la ciudad, escuché que dijo:
–¿Ves las luces, los colores?¿Escuchas todos esos ruidos? Ah, las emociones mismas, los olores, las montañas, el sol, la música… Todo esto debe existir en otro lado también. No puedo imaginarme que fuera de otra forma... –tornó su rostro y su mirada volvió a encontrar la mía–. Me niego a creer en un mundo que carezca de emociones. Tú lo has visto, has vivido allí... Ninguna de estas cosas pueden existir en la Ciudad Oscura, pero sé que en algún sitio deben estar guardadas. Y no hay otro lugar adonde ir, salvo arriba. Así que allí deben estar, eso es lo que creo. Si no fuera así, no estaría escalando este edificio contigo.
Fue hasta ese entonces que me di cuenta de que estaba tan asustada como yo. Que sufría las mismas cosas que yo sufría, aunque no lo demostrara nunca. Mis recuerdos, mis emociones, todas esos sentimientos que retenía, eran mis puntos débiles. Eran el problema de mi falta de carácter y de voluntad. Por eso Xiuna era como era, tan fuerte, tan segura de sí misma, porque había logrado olvidar que estaba viva. Si quería llegar hasta la cima, debía borrar todos los recuerdos de mi mente.
Éramos dos personas al borde del abismo.

Cuando cruzamos la escotilla nuevamente, esta vez hacia la Ciudad Oscura, me había olvidado por el momento de las dudas y los miedos. Concentraba mi cuerpo y mis energías en seguir trepando. Sin embargo, le regalé una última mirada a la otra ciudad antes de seguir (aquella que ninguno de los dos volvería a ver).
–Ya es tarde –le dije a la nada.
Quedaban todavía seis niveles más.

Los espejos reflejan falsamente, al menos eso he aprendido en estas vidas. No hay dos caras iguales, todo se basa en uno y en sus distintos. De un lado de la escotilla, vivía seguro y olvidado en un mundo aparte; del otro lado, escapaba sin razón alguna más que escapar, sabiendo que había vivido en una ciudad ajena y muerta; sabiendo que si no llegaba hasta el último nivel, moriría una vez más.
Las ciudades. Dos ciudades. Una era negra, oscura, vacía; la otra era brillante, viva, radiante… ¿Cuál era la verdadera?
Las respuestas estaban arriba.
Los espejos reflejan falsamente...

FIN DE LA PRIMERA PARTE

Las complicaciones del silencio

La escena: un hombre, una mujer sentada en una mecedora, un gato y un reloj.

Tic, tac, tic, el hombre observa a su esposa que teje un hermoso pulóver. El gato ronronea sobre el regazo del hombre. Lo acaricia y le hace saber que es un buen gato.
Tic, tac, tic, el hombre suspira. Piensa: al fin todo comienza a rendir sus frutos; pronto seremos una familia ¡Dios, qué buena es la vida!
Tic, tac, tic, el hombre se acurruca en el sillón. Piensa: ya treinta y siete años, cómo pasa el tiempo. Nos casamos hace ya cuatro años, qué barbaridad. Pensar que nos conocimos en la fiesta de Martín y Andrea.
Tic, tac, tic, el hombre estira los brazos. Piensa: hay mucho silencio. A María la veo un poco apagada. Ahora que lo pienso mejor, apenas si habla desde que supo que estaba embarazada. ¿Querrá tener el bebe?
Tic, tac, tic, el hombre sonríe. Piensa: ¡claro que quiere tenerlo! Para eso se casa la gente ¿verdad? Para ser padre, luego abuelo y después morir tranquilo.
Tic, tac, tic, el hombre, un poco impaciente, acaricia al gato. Piensa: por que quiere tener el bebe, ¿verdad? Digo, los dos queremos tenerlo ¿no?
Tic, tac, tic, el hombre deja al gato en el piso. Escucha el reloj, único sonido en el ambiente y se le pone los pelos de punta.
Tic, tac, tic, el hombre comienza a enojarse. Piensa: ¡que se joda! Vamos a tener al bebé de todas formas. Si cree que voy a dejar que aborte, está loca.
Tic, tac, tic, el hombre le pregunta a su mujer si tiene un minuto para hablar. La mujer levanta la cabeza y le dice que está ocupada.
Tic, tac, tic, el hombre está enojado. Piensa: así que no tiene tiempo, mirá vos a la señorita. ¿Quién se cree que es?
Tic, tac, tic, el hombre se para y camina en círculos. Escucha el sonido del reloj y se irrita. Piensa: ¡Cuánto silencio hay en esta casa! Todo por culpa de esta maldita mujer. ¿Para qué se caso conmigo? Mierda, basta, tranquilo. ¿Qué estás pensando? Las cosas saldrán bien.
Tic, tac, tic, el hombre se detiene junto al reloj. Piensa: ¿Pero realmente saldrán bien las cosas? ¿Y si me abandona y si se va con el bebe?... No, no creo que se atreva...
Tic, tac, tic, el hombre se pone nervioso. Piensa: va abandonarme... va abandonarme...
Tic, tac, tic, el hombre observa al gato con mala cara. Piensa: no, no va a abandonarme.
Tic, tac, tic, el hombre mira a la mujer. Piensa: Sí, se le ve en la cara: me va a abandonar. ¡Pero no, qué se cree! ¡Esto se termina acá!
Tic, tac, tic, el hombre sale de la pieza.
Tic, tac, tic, el hombre vuelve con un hacha en la mano.
Tic, tac, tic, el hombre descarga el hacha contra su mujer y luego patea al gato.
Tic, tac, tic, el hombre mira el hacha ensangrentada. Piensa: ¿Qué hice? ¡¡Dios mío!! La maté, la maté... ¿Cómo pude hacerlo? El silencio, las caras flacas, el gato, el maldito reloj... Nada de esto puede estar pasando...
Tic, tac, tic, el hombre cae al piso llorando. Escucha el reloj y se vuelve, enojado.
Tic, tac, tic, el hombre llama a la policía. Luego destroza el reloj, convencido de que ha salvado la vida de todo aquel que habite la casa en el futuro.

© Alejandro Andrade
Basado en una historia popular
Buenos Aires, junio de 2003
(Versión final: septiembre de 2007)

Azares y destinos

De repente tuviste una horrible visión: Mabel había sufrido un accidente. Estabas en la cocina preparándote el desayuno cuando las imágenes te atraparon. Viste el charco de sangre, la campera rosa manchada, los escombros que se esparcían por toda la vereda, los curiosos que comenzaban a acercarse, formando un semicírculo que no te dejaba ver con claridad… Entonces corriste hacia tu hermana y cuando llegaste a su lado, en un abrir y cerrar de ojos, volviste a la cocina. La mañana seguía su curso como si nada hubiese pasado.
-Dios mío, ¿qué carajo fue eso?
-Bueno, hay tres respuestas posibles –respondió aquella otra voz que convive con nosotros y nos habla por lo bajo- te quedaste dormida por un instante, alucinaste o tuviste una premonición.
-Claro, fue una alucinación –dijiste rápidamente, por las dudas de que a la voz se le ocurriera otra posibilidad.
Además no había otra respuesta, ¿cierto? No, por supuesto que no. Pero dudabas, y aquel sentimiento que te decía que algo terrible le había pasado a Mabel, se hacía más fuerte con el correr de los minutos. Sabías que era posible tener premoniciones, conocías miles de casos. Solías leerlos en aquellas revistas que tanto te gustaba leer, y luego conversabas con tus amigas sobre los interrogantes del universo. Sin embargo no se trataba de una historia leída en una revista de dudosa reputación, lo habías vivido en carne propia ¡en medio de tu cocina! Y las dudas… aquella poderosa fuerza lentamente te iba quebrando.
-¿Y si Mabel está tirada en el suelo, envuelta en su propia sangre, dando los últimos respiros de su vida y vos estás acá sin hacer nada? –preguntó la voz con cierta maldad.
La pregunta terminó por romper tu débil seguridad. Corriste hacia el teléfono con lágrimas nerviosas colgando de los ojos.
Un timbre, dos timbres, los nervios te hacían temblar.
-Atendé Mabel, atendé de una buena vez.
Tres timbres, cuatro, comenzaste a llorar a lágrima suelta, luego un quinto timbre, un sexto, y cuando te disponías a colgar escuchaste que alguien levantaba el tuvo del otro lado.
-Hola
-Hola, ¿Mabel? –no te diste cuenta de que gritabas.
-María, ¿sos vos? ¿Pasó algo?
-No, no… -respondiste y era verdad, no había pasado nada- es que, Mabel, yo pensé… creí que… -y entonces estallaste. Caíste al suelo desconsolada y pasaron varios minutos antes de calmarte y poder explicarle lo que te había pasado.
-Bueno, hermanita, ya ves que estoy bien. Dejá de llorar, ¿sí?
-Sí, sí… es que me siento tan tonta.
-Tenés que dejar de leer esas revistas de mierda, te lavan el cerebro... ¿querés que vaya para allá y te haga compañía por un rato?
-No -respondiste, no podrías verla sin llorar.
-Bueno, cualquier cosa llamame y no te preocupes, seguro que fue un golpe de calor.
-Sí, seguramente. Cuídate Mabel, te quiero -y colgaste el auricular sin esperar respuesta.
Dejaste el teléfono sobre la mesa y lloraste un par de minutos más. Mabel estaba bien, no había nada de qué preocuparse, sin embargo todavía sentías una extraña sensación, mezcla de tristeza y fatalidad. Para relajarte seguiste haciendo el desayuno, aunque habías perdido el apetito. Todavía podías ver con claridad la sangre, la campera manchada, los escombros que… Llenaste un tazón con café y lo tomaste de un sorbo. Te serviste otro y volviste a tomarlo rápidamente. Al tercero ya estabas mucho más tranquila.
-Qué estúpida que soy, ponerme así de histérica por nada.
Quizás fuera el café, pero la voz estuvo de acuerdo.
Contenta, decidiste tomarte una ducha.

Ni bien cortó el teléfono, Mabel salió a la calle a comprar el diario; como hacía frío se puso su campera rosa. Cuando cerró la puerta, el balcón del primer piso se le vino encima.
La sangre formó un charco su alrededor, manchando su campera.
Los escombros se esparcieron a lo largo de la vereda…

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2005
(Versión final: septiembre de 2007)

Juegos en cajas

Es un juego de números, de formas, de palabras que se escapan de mi mente e intento retenerlas, pero no puedo hacerlo... Es simplemente un juego, un juego como cualquier otro juego. Observo detenidamente: a simple vista, es imposible de resolver. Me concentro lo más que puedo y sigo sin entender qué debo hacer para terminarlo y poder descansar victorioso. Cambio las piezas de lugar una y otra vez; se van formando figuras abstractas que modifico a placer. Juego entonces con estas formas: un unicornio celeste, una quimera, tres cabezas de leones que parecen una; un barco que se hunde en llamas; un héroe montado sobre su águila imperial retorna sano y salvo de la batalla. (Todas estas extrañas figuras parecen por un segundo cobrar vida).
Miro al juego desde arriba, desde el costado, lo vuelvo a mirar desde arriba; medito sobre sus bordes, sobre su tablero que se extiende sin fin a lo largo y ancho de la mesa… Y no encuentro ninguna pista. Me siento atrapado, nada de lo que observo parece tener sentido.
Voy hasta la cocina y busco un vaso con agua, tomo hasta la última gota. Me calmo un poco y estoy más lúcido. Pienso entonces, sin darme descanso, en cómo vencer al juego que se ríe a carcajadas y se muestra imposible de solucionar. Intento hallar la respuesta.
Camino hasta el baño y me lavo la cara. Me afeito y vuelvo a lavarme la cara. En ningún momento dejé de pensar en el juego, y sin embargo sigo sin hallar la solución.
Vuelvo al comedor (un poco molesto) y observo nuevamente la mesa. Coloco las manos alrededor del juego (como haciendo un llamado a la paciencia) y me concentro todo lo que puedo. Unos minutos más tarde (todavía sin la respuesta en mi cabeza), leo las instrucciones una vez más. Al terminar, vuelvo a leerlas. Conozco cada palabra de aquellas y también su significado, pero en ese orden preciso no tienen coherencia.
Observo la caja, que parece burlase de mí, y siento que voy poniéndome cada vez más y más frenético. Me tiemblan las manos y hay en mi boca un sabor amargo. Entonces dejo mi mente libre y desaparezco por un instante, quedando apenas la corteza de un hombre atorado en un juego que jamás será resuelto, y me doy cuenta de que estoy perdiendo el tiempo.
Miro la mesa nuevamente (ahora furioso, completamente fuera de mí) y, preso de la furia que forma niebla alrededor de mis ojos, desparramo todos los fósforos. Varios caen al suelo, pero la mayoría sigue sobre la mesa.
Tomo un fósforo del suelo y enciendo un cigarrillo. El humo gris oscuro me tranquiliza un poco y comienzo a olvidarme del juego...
Fumo el cigarrillo y me voy a dormir.

(Nota del Autor: hay una marca de fósforos que viene con juegos en el dorso de las cajas; los mismos están pensados para hacerlos con los fósforos. Estos juegos rara vez tienen soluciones lógicas, ni mucho menos instrucciones coherentes.)

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2001
(Versión final: marzo de 2008)

Silencio profeta

Dedicado a Saint-Exupéry, quien encontró
en su Principito la maravilla de reír al mirar las estrellas.

Cecilia salía de trabajar a eso de las nueve, pero aquella noche no fue así. Algo la detuvo a mitad de las escaleras y por ese mismo “algo” volvió a entrar en el edificio. Trabajaba en la Biblioteca Ricardo Rojas, en el centro del pueblo, lejos de su casa y de la mía; por eso me sorprendí al encontrarla allí.
Cuando vi que volvió sobre sus pasos, me di cuenta de que la había escuchado. Me entristecí un poco, no quería que todo terminara así, sin despedirnos. En el último mes, habíamos pasado por muchas cosas juntos, tejiendo una relación que acaso no tenía con nadie más.
“Silencio profeta” escuché cuando supe el final de nuestra amistad. Y luego el silencio...

Todo comenzó una tarde como bien puede ser ésta. Caminaba por la playa como solía hacerlo cuando me sentía mal, para poder pensar a solas por un rato. Recuerdo que aquel día caminé un poco más de lo habitual. Había comenzado en la plaza Primeros Pobladores y luego de pasar por Bucaneros (el último balneario que marcaba el fin de las playas vigiladas) aún seguía caminando. Quizá quería estar completamente solo, pese a que por esa época muy poca gente se paseaba por la playa, o tal vez escuché su llamado en sueños que guiaron a mis piernas ¿Pudo haber sido así? Realmente no lo sé. Lo único que sé, es que esa tarde, años atrás, el día lentamente se hacía noche y yo no paraba de caminar.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, las luces del pueblo apenas se divisaban a lo lejos. Me detuve, cansado, y luego me acosté sobre la tibia arena para observar mejor el cielo de aquel atardecer. El sol fue perdiéndose en el Oeste y las estrellas entonces poblaron el cielo, agradecidas por el tiempo cedido.
Había muchas más estrellas de las que veo en este cielo de ciudad pequeña donde vivo. Era tal la diferencia de estrellas y colores, que estoy completamente seguro de que en aquellas playas hay otro cielo. Uno que sólo cubre el área de las playas desiertas y que desaparece cerca del tránsito de la avenida costanera. Antes pensaba así y todavía hoy sigo creyendo en eso. Lo supe aquel día que Cecilia la escuchó hablar, con palabras perpetuas e inocentes. Nuestro pueblo es ajeno al resto del mundo y aquellas playas son ajenas al mundo del pueblo.
Todavía recostado y observando el cielo, sin intenciones de levantarme, la escuché por primera vez. La voz, seca, dulce, cálida, fría, de una gama de indefinibles emociones, no provenía de algún punto fijo. Giraba a mí alrededor de manera extraña.
–Silencio –decía al pasar –. Silencio.
Al principio, casi ni me percaté de la voz. Me encontraba hundido en mi mente y tan ajenos me resultaban los sonidos provenientes del mundo, que no le di importancia a lo que escuchaba. Además, la voz, luego de pronunciar la misma palabra por unos minutos, desapareció por completo. Así que seguí relajado, mirando la franja de estrellas, sin darme cuenta de lo que estaba sucediendo.
Cuando decidí que era hora de volver a casa, ya había pasado un largo rato sin escucharla. Me levanté, me sacudí la arena y emprendí la marcha. Apenas pude avanzar unos metros. Me sentía vacío, hueco. Tenía la sensación de estar olvidándome de algo, y era verdad.
Volví sobre mis pasos y miré a la oscuridad en derredor.
–Silencio.
Dijo primero...
–Profeta
… dijo después.
“Silencio profeta”. ¿Qué quería decir aquello? No lo sabía aún, pero me acometía la curiosidad. Me encontraba perplejo, completamente alucinado con la voz. Trataba de imaginarme qué era aquello que no veía, aunque a simple vista, en la oscuridad, no divisaba silueta alguna y rápidamente me di cuenta de que no había nadie allí. La voz era real, al menos lo parecía, pero era sólo una voz.
Estuve a punto de intentar entablar conversación, cuando recordé que me esperaba al menos una hora de caminata. Al día siguiente tenía que trabajar y necesitaba descansar al menos unas horas; no había tiempo para sumergirme en una conversación mística. No, descarté la idea al instante. Aunque la curiosidad era fuerte, mi sentido de responsabilidad lo era todavía más. Así que, en vez de adentrarme en el misterio que me abría las puertas, di media vuelta y emprendí el retorno a casa. De más está decir que me fue imposible hacerlo. Era tan fuerte mi necesidad, mi ansia, que apenas logré dar unos pasos. Volví a darme vuelta, al mismo tiempo en que abría el bolsillo de mi camisa, aquel que había sobre el pecho...
–Ven –le dije a la nada, pensé por un momento que estaba loco–, entra aquí.
Una ligera brisa movió la arena, formando pequeños remolinos que danzaron por debajo de mis rodillas. Se podían ver pequeñas figuras que viajaban por el aire y escuchaba la armoniosa melodía de lejanas campanas. Estas pequeñas figuras luminosas, que brillaban aún más que las estrellas, se unieron a los remolinos y cubrieron mi cuerpo íntegramente, dejando una sensación cálida que todavía perdura. En un instante todo cesó. Los remolinos, el viento, las pequeñas estrellas... Cerré el bolsillo y comencé a caminar, esta vez sin detenerme.
Y sí, la sentía. La sentía en mi pecho, en mi forma de respirar, y también la sentía en mis piernas, que se cansaban mucho más que de costumbre.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensé qué debía hacer con la voz. Por un lado, no quería dejarla sola durante todo el día; por el otro, sabía que si la llevaba conmigo difícilmente trabajaría. Era realmente todo un dilema. Luego de mucho pensar decidí que vendría conmigo; creí que podría hacerme un rato a la hora del almuerzo para indagar en mi nuevo tesoro. Así que fui hacia el perchero de pie, donde colgaba la camisa que había usado el día anterior, y acaricié por unos segundos el amplio bolsillo del pecho. Luego lo abrí. Me recibieron las mismas estrellas pequeñas, ahora aplacadas por la luz del día, y aquel armonioso resplandor. Tomé el pequeño remolino de cielo en mis manos y lo pasé al bolsillo de la camisa que traía puesta. Me incomodaba, era cierto, pero me sentía bien, mucho mejor que en bastante tiempo.
Para el mediodía no podía resistir más las ganas de charlar con la voz. Llevé mi mano hasta el bolsillo, lo abrí lentamente, como para corroborar que seguía allí, y le hablé. Nada. La sentía moverse, girar, pero no me respondía. Le dirigí, entonces, nuevamente la palabra, pero fue inútil, seguía muda. Fuese lo que fuese la voz, no parecía tener ganas de charlar conmigo, aunque no me resigné fácilmente. Estuve al menos veinte minutos intentando sacarle algo, una palabra, una razón de ser, los últimos diez prácticamente gritándole. Cualquiera que haya observado aquella escena, seguramente pensó que por fin me había vuelto loco.
Cerré el bolsillo con cautela, estaba molesto. Sentía una pesada opresión en el pecho que me dificultaba todos los movimientos. Además, aquel silencio hacía que me invadiera todavía más la curiosidad. No podía concentrarme en otra cosa que no fuera en la voz. No podía hacer nada.

Cuando volví a casa, ya en el final del día, estaba resignado. Me saqué la camisa y la colgué en el perchero, luego fui a sentarme al sillón. Volví a hacerme la misma pregunta que me había hecho durante la mañana. ¿Qué haría con la voz? Por más que no quisiera dejarla sola durante el día, no sería buena idea llevarla nuevamente al trabajo. Luego de mi intento de hablar con ella a la hora del almuerzo, el resto de la jornada lo había pasado sumergido en distintos pensamientos que nada tenían que ver con el trabajo. Así no podría sostener por mucho tiempo mi empleo y no nadaba en la abundancia justamente. Si quería seguir con mi vida normal, tendría que dejarla en casa.
En ese momento escuché que me decía…
– Silencio.
La voz, parecía otra. Había cambiado, aunque no sabría decir bien en qué. La notaba diferente. Sonaba lastimosa, quebradiza. Como si estuviese sufriendo. Resonaba en la habitación como los ecos provenientes de oscuras cavernas.
Otra ola de curiosidad invadió mi cuerpo ¿a qué se debía aquel notable cambio? ¿Qué le había pasado? Por más que lo pensaba no podía hallar la solución.
– Tendré que intentar hablar con ella – murmuré a la habitación, mirando fijamente hacia el perchero –, necesito saber si necesita algún cuidado en especial.
Me acerqué a la camisa y le hablé. Y aunque usé el tono más dulce que pude conseguir, con esta voz que se engruesa a cada día que pasa, no conseguí palabra alguna.
¿Qué debía hacer? Suponía que la voz estaba sufriendo por alguna razón, mas no quería decirme porqué. ¿Debía despreocuparme o todo lo contrario: luchar hasta que me dijera qué le pasaba? Desesperado, intenté persuadirla por otros medios. Prendí la radio, para que escuchara un poco de música, le leí el diario, dándole mis serias opiniones respecto de la política del pueblo, hasta le canté largas e improvisadas canciones de cuna… Todo era completamente inútil. La voz seguía sin hablar, ni siquiera se movía. Era un peso muerto en el bolsillo de la camisa. Enojado, golpeé la pared y dejé el cuarto rápidamente, para que mis manos no hicieran algo de lo que luego me podría arrepentir.
Esa misma noche, ya en la cama y a punto de dormirme, me llegó el sonido de la voz desde el living.
– ¡Profeta! – gritó. Por el tono parecía asustada
Cerré los ojos, todavía estaba enojado, y fingí dormir. No tenía ni la más mínima intención de hablar con ella, luego de la mala sangre que me había hecho pasar. Sin embargo, luego de escucharla gritar por segunda vez, escuché mi propia voz…
– Silencio profeta – le dije.
La voz en el living comenzó a reír y yo también esbocé una enorme sonrisa. Aquella risa estridente hacía que uno se sintiera mejor. Más sereno y paciente, más alegre. Hacía de los difíciles problemas diurnos, apenas situaciones difusas perdidas entre los demás recuerdos.
Cerré los ojos nuevamente, todavía sonreía, y entré rápido en un estado de profundo sueño.
A la mañana siguiente, por primera vez en mucho tiempo, desperté de buen humor.

Para el mes de convivir con la voz ya éramos amigos. Había aprendido varias cosas sobre ella, así como supongo, ella había aprendido cosas sobre mí. Por ejemplo, luego de varios días de escuchar con atención, supe los horarios en que solía hablar más a menudo. A mi amiga, a tal parecer, le gustaban por sobretodo las mañanas cuando la claridad del día deslumbra por su pureza. Aunque no era una constante. Los días de sol podías escucharla hablar y reír durante horas, mientras que los días oscuros apenas si se la escuchaba un par de veces. También supe en qué camisas prefería estar y qué música escuchaba con más atención. Todo de acuerdo a las impresiones que me causaban sus diferentes tonos y a aquella hermosa risa que hacía rejuvenecer el espíritu. Los fines de semana salíamos a caminar y nos sentábamos en la plaza a disfrutar del sol. A veces también la llevaba al cine, pero mucho no le gustaba. Supongo que era por la oscuridad que reina en las salas. Sin embargo, casi siempre que salíamos de la casa, la escuchaba reír, disfrutar de las salidas.
Una noche, cuando estaba por acostarme, la saludé como de costumbre. Miré hacia el perchero, que ahora se encontraba en la otra punta de mi habitación, y dije lo mismo que decía todas las noches desde aquella primera.
– Silencio profeta.
No me pareció raro en ese momento, pero la voz no rió como de costumbre.
– Silencio – me respondió secamente.
Y luego sólo se escuchó el silencio.

Esa noche soñé con ella. Pero no con la voz, sino con la niña que alguna vez había encerrado a la voz.
En mi sueño, caminaba por la playa. Aún era de día pero por poco tiempo. La oscuridad reinaba en el ambiente y el sol comenzaba a hundirse en el mar horizonte del oeste. Las luces de Bucaneros se veían lejos hacia el sur y me pregunté como había llegado hasta allí, si generalmente no me alejaba más de unas cuadras del centro, pero no le di importancia. En cambio, me acosté sobre la arena y dejé que mis pensamientos volaran mientras observaba las estrellas que ya habían empezado a poblar el cielo. Fue entonces cuando caí en cuenta de que volvía a vivir aquel primer encuentro.
Y ahí la escuché. Para mi sorpresa, también la vi.
– Silencio – me dijo y luego me sonrió.
– Profeta – le respondí y le devolví la sonrisa.
La niña, mi voz amiga, no debía de tener más de dos años. De largos cabellos rubios que jugueteaban con la brisa veraniega y piel pálida comparada con el clima que la rodeaba, caminaba hacia mí desde la oscuridad, tambaleándose con el poco equilibrio de la gente pequeña. Bañada por los leves rayos del atardecer, la vi hermosa, pequeña y radiante, llena de vida y de esa alegría tan particular de los niños.
– ¿Verdad que tú eres mi princesita? – le pregunté.
Silencio y atrás el ruido de las olas.
– ¿Verdad que eres mi ángel? Mi profeta silencioso, mi cómplice de vida
No recibí ninguna respuesta, mas tampoco la esperaba. La niña me miró por unos segundos y luego se sentó a mi lado. Tomó mi mano y yo, dudando, la miré a los ojos. Sonreí aún más al verlos. Uno podía perderse en esos ojos que reflejaban el sol moribundo de la tarde.
Juntos, en mi sueño, observamos aquel atardecer plagado de perfección.

Cuando desperté me sentía muy bien. Guardaba todos los detalles del sueño y era la razón de mi inmensa alegría. Fui hasta el baño, donde me lavé la cara y los dientes, y luego volví a la habitación para saludar a mi amiga. Quería comentarle el extraño sueño que había tenido ¿Verdad que eres mi ángel? Le había preguntado, y en parte pensaba que era así. ¿Para qué, sino, había sido destinado a cruzarme con ella?
Algo andaba mal, lo sentí ni bien entré en la habitación. Algo había pasado, aunque no sabía qué. Corrí hacía el perchero y al levantar la camisa, el miedo inundó mi mente. La camisa era más liviana de lo habitual o, para decirlo de otra manera, tenía el peso de una camisa común y corriente. Abrí el bolsillo rápidamente y descubrí aquello que rondaba por mi cabeza. Se había ido. Una sensación de abandono abrazó mi cuerpo.
Ese día no fui a trabajar. Pasé el tiempo buscándola por el pueblo, aunque sabía que no la encontraría. Busqué en la plaza, donde tantas mañanas habíamos pasado disfrutando del sol y de la brisa que dotaba de vida a los árboles, en el barcito el Andén, donde mirábamos a la gente y me preguntaba cómo era que podían vivir tan angustiados, hasta le eché una mirada al cine y a la oficina, donde todavía trabajo. No encontré rastros de la voz y aquel sentimiento de felicidad que me había acompañado desde el instante en que la conocí, se había esfumado completamente.
Ya por la noche me encontraba desilusionado y había perdido toda esperanza de encontrarla. Fue entonces que pasé por enfrente de la biblioteca y observé a Cecilia bajando las escaleras. Allí fue cuando la escuché por última vez. La voz venía de adentro de la biblioteca. ¿Qué hacía allí? Tan lejos de casa.
– Silencio.
Dijo primero…
– Profeta.
…dijo después.
Y Cecilia la escuchó. Estoy seguro. ¿Qué otra razón había para explicar su vuelta tan apresurada al edificio? Ninguna. Y yo que observé toda esa escena, medio triste, medio feliz, comprendiendo la extraña amistad con aquella voz niña, en vez de ir en su búsqueda, me despedí silenciosamente y me fui a casa.

Pasaron los días, las semanas, los meses. Al principio, iba a diario a la biblioteca con la remota idea de escucharla. Y aunque estaba seguro de que nunca más la escucharía, mantenía mis esperanzas. Si algo me enseñó mi pequeña amiga es justamente eso, que nunca hay que perder la esperanza.
En una de esas tantas visitas la biblioteca, de la cual cabe decir, hoy sigo siendo un visitante habitual, me encontraba leyendo diarios viejos de la zona cuando me topé con una extraña noticia. Mi corazón dio un vuelco de sorpresa. Era ella, mi amiga, y era una niña al fin y al cabo, tal como la había soñado. Aunque la foto que ese día vi, no dejaba ver toda aquella hermosura que en ella había visto durante aquel atardecer.
Se llamaba Sofía y hacía unos años la habían encontrado muerta en la playa, muy cerca de donde la conocí. Tenía año y medio por aquel entonces, y su familia era de la zona. Repasando las noticias de los días siguientes me encontré con que jamás encontraron al culpable de su muerte, aunque la policía no creía que lo hubiera. La familia había ido a la playa, la madre se descuidó por un momento y parece que Sofía aprovechó para inspeccionar la playa por su cuenta. Se cree que en algún momento se metió al mar, tal vez para alcanzar algún caracol arrastrado por la marea, y luego la corriente la empujó mar adentro y el agua se ocupó del resto. Parece extraño esto de que el mar haya segado su vida. Aquel mar que despliega su eternidad y nos hace pensar en lo infinito del tiempo con sólo mirarlo. Un mar que nunca pudo apagar su voz por completo. Una voz que recorre el pueblo llenando de alegría a quienes tenemos la suerte de oírla.
En las pocas declaraciones que encontré de la madre, descubrí otra cosa que ya en parte sabía, y es que mi niña aún no sabe hablar. Por aquella época apenas si balbuceaba algunas palabras y no podía decir nada claro. El día que desapareció en la playa, llevaba puesto su pequeño bañador rosa y en sus manos cargaba un libro. El mismo que poco tiempo después, al volver a revisar la foto del periódico, pude ver en sus manos. Su libro favorito, el que pedía escuchar todo el tiempo. Silencio profeta, anunciaba su título, y en la tapa podía apreciarse una playa inmensa en medio de un atardecer perfecto.

Hoy ya no le hago tantos problemas a los problemas y casi nunca camino desesperado por el pueblo en busca de soledad. Creo que este fue su regalo, el de ella, que durante ese mes alimentó mi corazón de alegría.
A veces salgo a pasear y termino en la playa, en aquel punto donde la conocí. Donde las estrellas me dan su espectáculo nocturno y las luces de Bucaneros apenas si se divisan a lo lejos. Me siento para observar el atardecer y es entonces cuando mis ojos me engañan y creen ver a mi niña, con sus dorados cabellos al viento y su pálida piel, caminando hacia mí desde la oscuridad. Allí es cuando abro aquel libro suyo, que tanto aprendí a querer, y lo leo de principio a fin, con lágrimas surcando mi rostro y una sonrisa grande en los labios. El mismo libro que les leo a mis sobrinos y que seguramente les leeré a mis futuros hijos.
Cuando se hace de noche y me encuentro solo en mi habitación, siempre vuelve el recuerdo de mi amiga y me pregunto qué habrá sido de ella. Nunca me atreví a preguntarle a Cecilia sobre los remolinos de estrellas y campanas, y si alguna vez soñó que se encontraba con ella para disfrutar juntas de un atardecer. Y aunque nunca tuve el valor de preguntárselo, sé que se encontraron y que la cuidó todo el tiempo que pudo. Saben, es imposible resistirse a aquella voz dulce que despliega su manto de energía, a aquella risa que vaga por el aire y hace que la vida sea más sencilla y feliz. ¿Todavía estaría con ella o ya estaría en los brazos de otro? Supongo que sí, que ya habrá encontrado otra persona. Una en busca de una señal, una visión, una razón por la cual hay que seguir resistiendo, sin importar lo que suceda. ¿Verdad que eres mi ángel? Le pregunté alguna vez en sueños. No estoy seguro de ello, pero debe serlo. Un pequeño ángel pueblerino que vaga por las playas y las bibliotecas, sembrando esperanza en los corazones de la gente.
Cierro los ojos con intención de dormirme, no volví a soñar con ella, y por reflejo me escucho decir lo mismo todas las noches….
– Silencio profeta.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, julio de 2000.
Publicado en Ciudades y otras historias, Buenos Aires: Dunken, 2006.

Suicidas

Sólo el salto se volvió sin retraso a comenzar el relato. El mar se agitó furiosamente; al tiempo, vio que te cerrabas.
Cruzá sigilosamente de la cabina al río y así circunstancialmente hasta llegar al destino deseado. Sólo así compartirás el camino sola, no casi ya desolada de buscar, y el silencio suelto, colgando… Imágenes que cuelgan de tablas que emergen y levantan vuelo (arriba la ventana se abre y canta).
Afuera caer, no al suelo, al piso, y chocar. Mirás desconcertada tus heridas y te levantás al aire sin antes mirarte de nuevo (las manos caminan, las paredes azotan).Escuchame vos… la radio, el cielo oscuro, el agua, la lluvia, las ondas que viajan y emiten imágenes en cortes. Si éstas te llaman, corre, ríe al escuchar las voces, tus nombres, porque ellos no escuchan, no te toman, no eligen colgados desiertos. Y si no caes, no desgarres vistas en eses. Salta y cambia de ruta, observa al sol (los soles comienzan brillando) al saltar. Primero él sorprende y vos anticipás las estrofas del viento, el tiempo, los momentos suicidas, aquellos que caen al mar..

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 1998
(Versión definitiva)

Mañanas de invierno

Pequeñas situaciones percibidas durante una mañana fría y oscura...

La mañana, bizarra como el resto del día, molesta a la memoria. Busca el intenso calor, pero lo ha perdido, lo ha olvidado. Despliega su manto de lluvia y las gotas caen sobre la ciudad que yace todavía dormida.
El gorrión trata numerosas veces volver al nido, pero es inútil. El viento no lo ayuda y la lluvia arruinó sus alas. Asustado, observa el cielo negro y cree haber llegado al infierno. A su vez, el monte quiere escapar del relámpago, que busca sus laderas en mortal secuencia, pero está atado a la ciudad que defiende y altera.
Esta mañana, los autos, la calle y el cielo están conmocionados. Alguien ha observado la imagen desdichada y corre triste por las anchas avenidas teñidas por el frío cemento, al tiempo en que se ve a la mismísima luz del naciente día, melancólica y solitaria, charlando con la sombra de alguna silla para sentirse acompañada.
De otro mundo se escapa un sueño. Atenta contra lo que fue y busca refugio. Se esconde detrás de un jardín repleto de flores. El hombre triste pasa a través del jardín y apenas se da cuenta de que las rosas marcan sus piernas y el frío rompe sus dientes. Sigue corriendo completamente abstraído.
Arriba, más arriba del todo, la luna y las estrellas se ríen. Ríen a carcajadas al observar las tonterías humanas. De repente comienzan a llorar. Intentan simular que a ellas no les preocupa nada, que son más poderosas y duraderas, y así mueren, presumidas de su vida efímera. Abajo, en la tierra, un coche ha frenado, el semáforo cambia a verde y las ambulancias corren carreras para socorrer al hombre que yace en la esquina. Su sangre mancha el cemento y sus lágrimas marcan a todos los curiosos… pero a él sólo le importa seguir corriendo. La gente forma un círculo a su alrededor y le niega el deseo. Entonces cierra los ojos, resignado y aturdido, y se deja llevar…
En el mundo, tal cual es, donde existen los sueños, el frío, la lluvia y el viento, ésta y todas las mañanas de invierno, comienza un día más.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, julio de 1997
(Versión definitiva 2009)

Otro comienzo

Entonces escuché que Tomás, desesperado, me gritaba:
-¡Corre, corre!
¿Cómo habíamos llegado a tal extremo? Todo estaba de cabeza, el mundo se había vuelto loco.
-¡Corre, hacia la cueva! –gritó. Inmediatamente después escuché un estruendo.
No lo dudé siquiera. Obediente, corrí hacia la cueva y me adentré en la oscuridad sin mirar atrás. Tenía que dejar que pasara el tiempo, a ver si las cosas se calmaban un poco. Así que corrí hasta una inmensa roca donde me senté a esperar.
Esperé unas horas, unos días o quizás unos años, difícil de saber dentro de la monotonía de aquella cueva. Cuando por fin me sentí seguro, decidí volver hacia aquel mundo que había abandonado.
Pero el mundo había cambiado. Me parecía vacío y extraño. El aire estaba viciado, me era difícil respirar, flotaba una capa espesa de humo; el pasto era de un color verde grisáceo, triste y desolador; el sol apenas traspasaba las densas nubes oscuras; más allá divisé la enorme ciudad, grotesca, carente de vida… No, aquello no se parecía a lo que recordaba. ¿Y para qué iba a volver a un mundo ajeno? (Dudé tan sólo un instante).
-Adiós mundo mío –murmuré a la tarde.
Renacido, seguí mi camino.
Afuera debe estar el mundo todavía, aunque hace años que no salgo y supongo que habrá cambiado nuevamente.

Salí de la cueva. Inmediatamente, el aire refrescó mis pulmones y suspiré contento por salir del encierro. Caminé unos pasos sobre la pradera gris y me detuve a mirar a la ciudad lejana. Entonces, por un momento pensé en el cavernícola. Las palabras de aquel extraño surcaron mi cabeza. ¿Qué había encontrado en aquel lugar oscuro?
Dudé un instante, la cueva parecía llamarme a gritos.
- Será una buena historia – murmuré a la tarde.
Corrompido, seguí mi camino.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires: septiembre de 2007
(Versión final)

Sobre ella y sobre él

...sucedía que caminaban por la calle Montevideo, tomados de la mano. Él que era poco demostrativo y odiaba pegarse a ella, que apenas la miraba cuando otros los miraban. En cambio, ella era muy afectiva y gustaba de recorrer con su piel el cuerpo de él, sin importarle las miradas o los lugares. Tan dispares y parejos eran, que a la mirada de los amigos apenas si parecían amigos.
- Caminan tomados de la mano, eso sí.
¿Pero quién podía saber nada sobre ellos? Ni un científico, mucho menos un mago…
Juntos se alejaban de la casa; en completo silencio.
- Las palabras suelen despertar temores - decía su padre – y a veces es mejor hablar con pensamientos.
Y eso hacían: ella pensaba que nadie podía con él, saber la verdad sobre él; él pensaba que todo lo podía ella, que nada podía pasarle, que todo estaba a su alcance; ella veía en sus ojos una tristeza sin igual que la emocionaba; él admiraba la calidez que desataba su mirada; ella vivía de su sonrisa; él se moría por sus labios; ella que sostenía que todo tiene su final; él que creía que todo pronto terminaría…
Y resultó que, cuando pasaban frente a un alto edificio, todavía tomados de la mano, se encontraron con él y tuvo a lugar una extraña conversación.
Él le contó aquello que había averiguado y luego le recomendó que pensara darle un giro a su relación con ella…
- Que no fue al restaurante aquel día, que aquella noche salió temprano…
…en fin, que ella ya no vivía pensando en él y –por qué no- que se buscara otra.
– Terminá la relación y empezá una nueva, ¿para qué seguir con ella?
Pero él dudaba.
- ¿Cómo estar seguro? ¿Cómo saber qué persona es la persona? Pero no seas delirante, que no soy un momento de palabras. Soy un ser humano, tal vez, o un buscador de oro, o un soñador que canta al ver llover...
Él la defendía, él lo incitaba a la nueva vida y ella, bueno… ella se mantenía alejada. Los miraba de reojo y se reía por lo bajo, apenas escuchaba la conversación. Trataba de pasar desapercibida. Porque, saben, ella lo engañaba con él, aunque ellos no lo sabían. ¿Cómo saberlo? Si apenas se conocían.
- ¡Claro que no! Además casi seguro que él estuvo con ella – pensó - Ésa mujer que busca gente como él para ser uno, para morder y sentir el placer de sorber la sangre tibia y seca...
No, por supuesto que no…
- ¿Qué pueden saber ellos?
Así que los miraba, alejada, ajena a la conversación.
Pero entonces sucedió que él se fue convenciendo de la verdad. La miró silenciosamente, vio algo en sus ojos y luego asintió. Ahora sabía que era cierto: ella se acostaba con él. (Difícil de entender el drama de esta situación, para ello les doy esta aclaración: ella se veía con él desde hacía varios meses, sin que supiera que él había hablado con él para que la siguiera).
- Las sospechas nunca sobran.
Eso mismo le dijo el día que lo conoció y vaya que tenía razón. ¿De qué otro modo enterarse de que ella lo veía a él?
- Ninguno señor, ninguno y bien hecho.
Al reconocer la verdad en sus ojos, apenas si reaccionó. Una mueca, escupió al suelo, y luego habló con ella. Cuando ella escuchó sus palabras, no contuvo la respiración. Por que sepan ahora, que ella también había hablado con él para saber si él la veía a ella y, en efecto, así era.
- ¡Qué odio! ¡Y qué salvedad también! Saber que puedo actuar sin culpa y sin ser cruel.
Ella lo miró y él le devolvió la mirada. Se estudiaron por un rato, mirándose atentamente, y luego apareció la sonrisa. Buscó más profundo y apareció la mirada; siguió buscando y apareció la razón… y allí estaban sus labios y también sus caricias, sus lamentos, sus temor, sus… ¡ah! Así fue que encontraron la verdad. Él tomó su mano y ella tomó la suya, y así, tomados de la mano, todo volvió a su lugar. Su mirada seguía siendo triste pero sólo por afuera; la suya descargaba ráfagas cálidas que recorrían sus ojos; él pensaba que ella sería su fuerza; ella que apostaba a que el fuerte sería él.
Entonces lo miró con firmeza y le habló tranquilo y pausado. Él lo escuchó con atención.
- Cállate - dijo -, ¿qué importa si lo vio a él, si yo la vi a ella? Ahora podemos ser felices y, sabes, creo que hasta nos queremos ¿Importa el tiempo que pasamos perdidos en amargos jardines, en aguas cristalinas que quemaron la sangre y nos hicieron volver a casa enteros y más amantes?
Y es que tras la mirada, la sonrisa y la mano, no importaba quién era él y quién era ella. Ahora ella era todo para él y él era todo para ella. Tampoco importaba el resto del mundo si aún tenían sus manos y sus miradas y sus sonrisas y sus labios y sus... No, ¿por qué terminar aquello? Mejor dejar la marcha tranquila y enfilar hacia la avenida y luego al cine, que se hace tarde.
Él lo miró incrédulo…
- Debe ser la sorpresa.
…se dijo. No entendía cómo podían seguir juntos luego de lo que le había dicho.
Sucedía que él pasaba por donde vivía él, mientras él paseaba tomado de la mando de ella, y cuando él le habló para contarle lo que sabía, y de ser esto cierto, que ella era ella y él era el que buscaba él, bueno, pensó entonces…
- Tendría que haber encontrado otra forma para hacérselo saber... no de esta manera, tan efusiva, tan lastimosa. Todavía no lo pensaron; dejemos que disfruten mientras de sus manos.
Asunto terminado, los saludó y siguió su camino.
Ellos se miraron. Ambos lo sabían.
Labios, sonrisa, mirada, manos y…
- Te quiero.
Dijo…
- ¿Pero acaso yo te quiero? – Pensó - Sí, Dios guarde este momento…
- Te quiero.
Respondió.
Se besaron (¿quién pudiera saber nada sobre ellos?). Ella le sonrió, él le dedicó una mirada, y luego apuraron el paso.
Ella se aferró a la mano de él; él subió al taxi y se fue a trabajar; ella se iba a su casa llorando; él despertaba pensando en ella; ella paseaba al perro; él tocaba el timbre y luego ella abría la puerta; ellos vivían; ellos se amaban...

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, noviembre del 2002.
(Versión definitiva: septiembre 2007).

Que duermas bien

Silvia estaba cansada, enojada, furiosa. Todas las mañanas encontraba la cama de Julián hecha un desastre. Pero cuando digo un desastre, no digo simplemente que estaba destendida (debemos reconocer que los chicos se mueven mucho cuando duermen). Lo de Julián era un caso muy peculiar: a veces las sábanas se entrecruzaban con la frazada formando un pasadizo hasta la almohada; las almohadas se envolvían con la funda del colchón; y a cada centímetro las telas se enredaban con el cuerpo de Julián, que siempre estaba dormido, como si nada fuera de lo común hubiese sucedido durante la noche.
Dormía profundamente y eso a Silvia la volvía loca...

Todo había comenzado a la mañana siguiente del quinto cumpleaños de Julián. La noche anterior, después de recibir una montaña de regalos, Julián yacía dormido sobre el enorme sillón gris del living. Era la una de la mañana y todos los invitados se habían ido hacía largo rato. Las copas sucias y gastadas por las manos de amigos y familiares, descansaban inmóviles sobre la mesa, junto a los restos de la torta y uno o dos sándwiches a medio comer. Sentados a esa misma mesa, Silvia y Enrique miraban antiguas fotos familiares. De vez en cuando dejaban escapar una sonrisa, y no podían evitar pensar en lo rápido que el tiempo pasaba.
Ya eran las tres de la mañana cuando, sigilosamente, llevaron a Julián a su cama. El cuarto estaba en silencio, apenas se escuchaba el sordo ruido del aire acondicionado. Enrique besó a Julián en la frente y se quedó un momento observándolo antes de salir. Ya está muy grande, pensó melancólico; luego apagó la luz y salió del cuarto. Más tarde, ya acostado, otro pensamiento pasó por su mente, uno que lo asustó: me estoy volviendo viejo.
Cuando a la mañana siguiente Silvia fue a despertar a su hijo, sintió una fuerte mezcla de sensaciones maternales: ternura, amor, gracia… Julián estaba dormido en la misma posición en que lo habían dejado, pero por su cama parecía haber pasado un tornado. Las dos sábanas estaban atadas entre sí en tres lugares distintos: había un nudo junto a la cabeza de Julián, otro sobre la cintura y uno más a la altura de los tobillos; la frazada estaba atada a la cabecera y parecía ser una enorme almohada. En ese momento, Silvia no pudo hacer otra cosa más que reírse. La imagen le resultó muy graciosa: Julián estaba acostado semidesnudo y sus sábanas parecían otra persona durmiendo en sus brazos.
Borró la sonrisa de su rostro y despertó a su hijo; Silvia era una de esas madres que creía que la disciplina era la mejor manera de demostrar cariño. Cuando al fin abrió los ojos, sin un buen día previo, le preguntó por qué había atado las sabanas de esa forma. (Por un momento recordó que hacía apenas una semana que le había sacado a Mozo, su oso de peluche y compañero durante la noche. Creía que Julián ya era suficientemente grande como para dormir con su oso; opinión no compartida por él, que había protestado con un largo berrinche. Entonces se dio cuenta de que las sábanas aparentaban en cierta forma un cuerpo humano y una pregunta se le pasó por la mente: ¿Julián habría atado las sábanas de esa forma para olvidarse del dolor que le produjo apartarse de Mozo y así tener un nuevo compañero nocturno? Silvia trató de evitar las ganas de reír lo más que pudo).
Julián tardó unos segundos en darse cuenta a qué se refería su madre, todavía seguía en estado somnoliento. Al mirar las sábanas atadas entendió de qué se trataba y luego se limitó a dar la misma respuesta que daría durante las siguientes semanas de aquel largo mes:
-Fue uno de los duendes del bosque, mami –lo dijo como si fuera lo más normal del mundo-. Entró por la ventana y me destendió la cama.
-¿Qué fue qué cosa?
-Un duende, Mamá. Al principio me asustó mucho, pero era bueno. Dijo que sería gracioso atar las sábanas, entonces las ató y se fue.
A pesar de que se contuvo todo lo que pudo, no fue suficiente. Silvia estalló en una carcajada que duró unos cuantos minutos. Cuando logró calmarse, aún entre risas, le dijo:
-Juli-ja-án, jaja... Los duendes, jajaja, no existen… ¿No me vas a decir por qué ataste las sábanas así?
Silvia intentaba ponerse seria, pero no podía. Le causaba mucha gracia la historia que Julián se había inventado. Era la excusa más disparatada que había escuchado en toda su vida.
-Te digo que fue un duende, Ma.
Sí, claro, se dijo, y después me vas a decir que es el mismo duende que custodia la olla llena de oro al final del arcoiris, ¿no? Qué imaginación la de los chicos..
-Bueno, está bien -le dijo con su calmado tono maternal-, si no me querés decir por qué ataste la cama, no me lo digas, es asunto tuyo, pero que sea la última vez que haces esto.
Dicho esto, comenzó a desatar las sabanas con cierta dificultad.
-Mamá, eso no... -llegó a decir Julián; cerró la boca al instante cuando Silvia le dedicó aquella mirada de reproche que siempre lo avergonzaba. Para su madre el tema del duende había terminado, no había más nada para decir. Julián salió de su pieza y fue al baño.
Aquella mañana, la primera de una cadena de mañanas, Silvia no notó la ventana de la abierta…

Pasadas las dos semanas el asunto ya no era cómico. Todas las mañanas la cama de Julián amanecía desecha de una u otra forma. A veces las sábanas se entrecruzaban por su cuerpo, formando puentes, o caían sigilosamente al suelo, atándose a las patas de la cama. La frazada colgaba de la lámpara de techo o formaba un círculo alrededor de Julián, que siempre estaba profundamente dormido.
Esto es mucho más que una broma infantil, pensaba Silvia cuando iba a despertarlo, ¿Por qué se aferra a mentirme con la misma historia? La irritaba que Julián insistiera con el asunto del duende; y la ponía histérica que la ventana siempre estuviese abierta. Más aún en esos días, donde el invierno empezaba a encrudecer.
-Bueno, Julián, ¿vino el duende anoche también? -la pregunta tenía cierta ironía que Julián conocía muy bien. Era el mismo tono que utilizaba cuando hablaba con alguna señora en el supermercado.
-Sí mami -le respondió tranquilamente, tratando de no parecer irrespetuoso-. Ya le dije que no venga más, que te molesta, y no me hace caso.
-Mirá Julián -Silvia tuvo que hacer un enorme autocontrol para no abalanzarse sobre su hijo y pegarle unos cuantos sopapos, que bien merecidos los tenía-… Esto ya fue demasiado lejos. No puede ser que en pleno otoño dejes la ventana abierta toda la noche. ¿Sabés lo que gastamos en calefacción? Por no decir que te podés enfermar.
Estaba realmente furiosa. Durante el día le echaba miradas de odio y lo regañaba por todo lo que lo podía regañar, cosas que antes habrían pasado desapercibidas. En cambio, con su padre la relación era otra. Él no paraba de reírse del asunto del duende y se la pasaba haciendo bromas al respecto.
-La próxima vez, hijo, decile al duende si por favor nos paga el gas.
Enrique pensaba que se trataba de un pequeño arrebato juvenil, como tienen todos los chicos de su edad, ¿acaso él mismo no había hecho también varias travesuras? Por supuesto que sí; una vez que se aburriera, Julián dejaría de bromear sin que nadie le dijera nada. Pero Silvia no podía hacer eso, dejar que las cosas pasen y terminen solas. Quería educar a su hijo, que le obedeciera. Quería que Julián supiese que había algunas reglas que debía cumplir, pese a ser el nene mimado de la casa. Además, no le iba a ganar a su propia madre, claro que no. Le haría la vida imposible hasta que finalmente dejara de molestar con el duende o confesara la verdad, ya vería quién era ella.
A pesar de todas las cosas que hacía Silvia, la ventana seguía abierta, las sábanas cruzadas entre sí y el duende seguía visitando a Julián todas las noches.

A mediados de abril la cosa realmente no iba para más. El asunto del duende ponía a Silvia histérica. Se levantaba de mal humor y cuando iba despertar a su hijo y veía el acostumbrado desorden, los nervios la cegaban. Los ojos casi se le salían de las órbitas y le temblaban las manos. Entonces lo despertaba a los gritos, a veces incluso lo zarandeaba un poco, con la vena (esa que dicen que corre por la sien) a punto de estallarle. Ya había quedado atrás la época de los buenos días, hijo ¿dormiste bien? Levantate que se enfría la leche.
Ese primer sábado de abril, una Silvia que parecía haber envejecido diez años en el transcurso del último mes, habló seriamente con Enrique en la cama.
-Ya no sé qué más hacer, Enrique. ¡Me tiene harta!
-Bueno, mi amor, para qué te ponés así. Son cosas de chicos, nada más, no podés dejar que te moleste tanto.
-No, no es así, vos no entendés. Si dejamos que Julián haga lo que quiera ahora, de grande no va a tener límites. Tal vez vos no quieras criar a tu hijo, pero yo sí.
Silvia se dio vuelta, enojada. Él se quedó un rato observándola en la oscuridad, medio ofendido, medio avergonzado. Ella tenía razón, pero ¿qué podían hacer al respecto? Así estuvieron largo rato, en silencio, sin poder dormir, hasta que Enrique rompió hielo con una broma, como solía hacerlo cuando eran novios y Silvia se enojaba con él.
-Si tanto te molesta... ¿Por qué no lo atás a la cama? Así vas a estar segura de que no va a revolver las sabanas, ni abrir la ventana.
Silvia se despertó del estado soñoliento en el que estaba; ésa era la solución. Claro que Enrique sólo estaba bromeando, y no era muy ortodoxo que digamos, pero seguía siendo una solución. Si lo ataba de forma tal que apenas pudiese mover la cabeza y los dedos de las manos y pies, todo terminaría de una buena vez y para siempre. ¿Y si Julián se despertaba en medio de la noche con ganas de ir al baño? ¡Que se mee encima!, a ver si con eso se dejaba de molestar.
Se levantó de un salto, abrió el placard y empezó a revolver todo.
-Amor... ¿Qué vas a hacer?
Silvia tenía en sus manos tres cinturones de vestir que apenas usaba.
-Voy a hacer lo dijiste, lo voy a atar en la cama
-¿Me estás cargando?
-¡Callate, basta, no te quiero escuchar! ¡Y pobre de vos si intentás detenerme!
Enrique quiso calmarla y hacerle olvidar la estúpida idea que le había dado, pero se detuvo en el acto. Creyó entonces que su hijo se merecía una lección. Y si él no era capaz de dársela, que se la diera su madre. Así que no hizo nada. Desde su cama, observó que Silvia salía de la habitación con una extraña sonrisa en el rostro.
Julián no podía creer lo que estaba pasando: primero su madre lo había despertado a los gritos en medio de la noche, y después lo había atado a la cama. Silvia miró su trabajo y sonrió satisfecha. Había inmovilizado a su hijo completamente.
-Bueno, bueno… Me parece que hoy vamos a poder dormir tranquilos, ¿verdad hijito?
-Va a venir, ma -le dijo Julián con cierto tono audaz que la irritó.
Mucho más tranquila, lo arropó en silencio, no sea cosa que encima se enfermara, y cuando salía del cuarto le dijo:
-Ya veremos.

A la mañana siguiente Silvia despertó de buen humor. Se sentía realmente muy bien; no recordaba hacía cuánto que no se despertaba en tan buen estado. Fue hasta el cuarto de baño y se lavó los dientes y la cara. Luego se quedó un largo rato observando su rostro en el espejo. El tono pálido de los últimos días había comenzado a desaparecer, al igual que las grandes bolsas debajo de los ojos. Pensó en darse una ducha caliente, pero se dijo que lo haría después, tenía un poco de hambre. Bajó las escaleras lentamente, se sentía triunfante, realizada, quería saborear cada instante, y caminó hasta la cocina.
Mientras preparaba el desayuno se acordó de Julián; no había pasado por su cuarto. ¡Finalmente lo había vencido! Ya no podría seguir diciendo que duende entraba por la ventana, tendría que admitir su mentira. Sí señor, tendría que admitirla...
Dejó lo que estaba haciendo y subió corriendo las escaleras. Por un momento pensó en qué le diría y qué aptitud tomaría con él a partir de ese momento, le haría pagar todo lo sufrido, de eso estaba segura, y tenía que encontrar la forma más adecuada. En todo esto pensaba cuando entró cuarto en el cuarto de Julián y se le vino el mundo abajo. Julián seguía atado de la misma forma en que ella lo había dejado, pero sus sábanas, Dios… sus sábanas se entrecruzaban entre los cinturones formando puentes entre el piso y la cama, el piso y Julián; la frazada colgaba de la lámpara de techo, formando un monstruoso monte que caía sobre el rostro dormido de su hijo. Miró furiosa hacia el otro extremo de la habitación y vio que la ventana estaba abierta.
Silvia, completamente fuera de sí, empezó a llorar.

Esa misma tarde, Enrique decidió hablar con su hijo. De alguna forma tenía que hacer que la situación diera un giro de ciento ochenta grados antes de que Silvia se volviera loca.
-Bueno Juli -comenzó a decirle-, es cierto que es gracioso ver a tu madre de esta forma, pero este asunto tiene que acabarse de una buena vez.
-Papá, no es mi culpa. Es el duende. Le dije no venga, pero no hace caso.
Enrique lo miró y puso esa cara pensativa que tanto hacía reír a Julián. Por un momento pensó en lo pequeño que él era, y ese pensamiento derivó en otro que lo incomodó: pensó entonces que era casi imposible para un chico de su edad zafarse de los cinturones, desordenar las sábanas y volver a atarse de la misma forma en que Silvia lo había atado... ¿Cómo lo había hecho? Seguramente, Silvia lo había atado mal, y Julián había hecho un laborioso trabajo para volver a poner los cinturones en su lugar. Tenía que ser así, no obstante…
-A ver… Si el duende entra por la ventana, vamos a tener que hacer algo para que no entre más. ¿Qué te parece si la cerramos de alguna forma hasta la primavera? ¿Te parece que el duende no va a molestar más de esta forma?
Parecía ser la solución. Una vez que la ventana no pudiese abrirse, el “duende” no podría entrar y entonces todo volvería a la normalidad. Julián le dijo que sí, que era una buena idea. Así que se pusieron a trabajar inmediatamente. Media hora después, la ventana que se abría por la inminente entrada del duende, a menos que arrancaran el marco inferior o se tomaran el trabajo de retirar los cinco clavos que Enrique le había puesto, estaba sellada.
Esa noche, Enrique fue a la pieza de su hijo a darle el beso de las buenas noches. Generalmente era Silvia la que lo hacía, pero durante el transcurso del día apenas había hablado y evitaba todo el tiempo la mirada de los dos, como si ellos fueran cómplices de su locura.
Arropó a Julián y por un instante se quedó mirando la ventana cerrada.
-Chau papá, hasta mañana
-Hasta mañana hijo, que duermas bien.
Ni bien Enrique apagó la luz, Julián se quedó dormido.

Cerca de las tres de la mañana, Silvia se despertó del sueño profundo en el que se encontraba sumergida. Le había parecido escuchar un ruido, aunque no había podido percibir de dónde venía, ni qué era exactamente aquel ruido. Esperó unos instantes y, como lo único que escuchó fue la apagada respiración de Enrique, se dispuso a seguir durmiendo.
Un par de minutos más tarde volvió a escucharlo. Esta vez percibió el sonido nítidamente: era un vidrio que se rompía. Quizás una ventana del baño, o de la pieza de Julián. ¿Julián...? ¿El duende…? Silvia no quería pensar en eso.
Intentó despertar a Enrique, pero estaba profundamente dormido. Al mismo tiempo, otro vidrio se rompía; ahora estaba segura de que el ruido venía de la habitación de Julián. Es el Duende, pensó por un momento. No, se dijo de inmediato, no puede ser.
-Enrique, hay alguien en la casa
Nada.
-¡Enrique!
Como no reaccionaba, le acertó un golpe en las costillas. Enrique hizo una mueca que mezclaba un poco de molestia y dolor.
-¿Pero qué carajo pasa Silvia? No ves que... - comenzó a decir, pero se interrumpió al escuchar el tercer vidrio que se rompía.
Se levantó sin pensar en anda y se puso los pantalones que había usado el día anterior. Abrió el placard y sacó su vieja escopeta Winchester, la misma que usaba de chico cuando salía con su padre de cacería. En el pasado, Silvia había intentado que Enrique se deshiciera de aquella vieja y oxidada escopeta. No obstante, en aquel momento, cuando vio a Enrique empuñando el arma, no dijo nada y se sintió extrañamente segura.
-Vos quédate acá, voy a ver qué pasa.
Silvia estaba petrificada y no tenía ninguna intención de abandonar la seguridad de su cama. Enrique, sintiendo el frió metal en sus manos, salió de la pieza con paso firme.

Estaba en el pasillo a oscuras cuando le pareció escuchar voces al otro lado de la pared:
-No... ¡Largo! -distinguió un susurro, era la voz de su hijo. Dios mío, pensó Enrique, no permitas que le pase algo a Julián.
Dio un par de pasos, un poco más decido al escuchar a Julián, y fue entonces que escuchó una extraña risa. Enrique juraría más tarde que era imposible de definir la sensación que le produjo esa risa. Una especie de escalofrió incesante que surcó una y otra vez su espalda.
Corrió hasta la puerta de Julián y la abrió de una patada, preparado para enfrentar cualquier cosa que hubiese en la pieza junto a su hijo; todo estaba oscuro. Impaciente, buscó el interruptor con sus dedos. Cuando la luz se encendió, Enrique no pudo creer lo que sus ojos vieron: parado en la silla donde su Julián solía sentarse a dibujar, se encontraba un hombrecito pequeño, tan pequeño como un pingüino. Vestido de negro con ropas harapientas, tenía dos ojos luminosos que resplandecían con la luz; era completamente calvo y lanzaba feroces carcajadas endemoniadas, que hacían temblar el alma. Como Enrique entró precipitadamente en la habitación, agarró al duende in fraganti. Sus manos sostenían las sábanas de Julián, en las cuales había un nudo a medio hacer. Se miraron por unos instantes, y luego, haciéndole una mueca burlona, que dejaba ver una larga y extensa hilera de pequeños dientes afilados, el duende pegó un salto y salió por la ventana, rompiendo otro vidrio más.
Enrique dejó caer la escopeta, estaba petrificado. A miles de kilómetros le llegaban los reproches de su hijo. Sonaban como ecos que se iban perdiendo en su mente.
-Te lo dije, papá, te lo dije…
Él no lo escuchaba. Miraba a trabes de los vidrios rotos hacia la oscuridad que envolvía el bosque; no había rastros del duende. El duende, se dijo, Dios mío, no lo puedo creer. Enrique se dio cuenta de que realmente estaba asustado.
Cerró la persiana y aseguró la ventana con la silla. Creía que el duende no volvería esa noche, pero prefería asegurarse. Luego se dirigió a su hijo, que repetía incansablemente sus reproches, y lo obligó a acostarse. Julián quiso que le dieran la razón, pero cuando vio el rostro de su padre, pálido y completamente irreconocible, se dio cuenta de que era mejor irse a dormir.
-Hasta mañana, hijo –saludó Enrique automáticamente.
-Que duermas bien, papá –respondió Julián.
-Sí, claro.
Enrique apagó la luz y salió de la pieza.

Cuando Silvia vio que Enrique entraba en la pieza, una oleada de alivio recorrió su cuerpo.
-¿Qué fue ese ruido?
¿Cómo responder a esa pregunta? Fue un duende. Sí, mi amor, te lo juro. Fue un duende que se enojó porque clavamos la ventana y decidió romper un par de vidrios en forma de protesta. No… no podía decirle nada parecido a eso. ¿Entonces qué…? Entonces decidió que lo mejor era mentirle. De todas formas, ella nunca le creería y no haría más que asustarla. Ya habría tiempo para pensar las cosas con tranquilidad.
-Fueron unos muchachos tirando piedras… me parece que reconocí a uno. Mañana voy hablar con sus padres, no te preocupes -trató que sus palabras sonaran convincentes y seguras; todavía sentía el miedo en sus manos y piernas.
Silvia no se quedó del todo conforme con la respuesta; jamás en su vida había escuchado algo parecido; además, había notado una extraña sensación en la voz de su marido, que no lograba identificar. Sin embargo, decidió creerle. ¿Qué razón había para dudar de él? Ninguna. Así que lo saludó con un beso y se dio media vuelta, dispuesta a continuar durmiendo.

Enrique tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Se quedó mirando la ventana con las cortinas abiertas, que dejaban entrar la pálida luz de la nocturna, durante horas. Pensaba en el duende con las sábanas en sus manos, en su hijo gritándole, en Silvia que dormía a su lado… Cuando finalmente logró dormirse, los sueños lo atacaron.
En su sueño la ventana del cuarto estaba abierta y un extraño hombre pequeño, vestido con oscuras ropas harapientas, merodeaba su cama. Estaba en el cuarto de su infancia, en la vieja casa de sus padres. Tenía cinco años y no estaba solo, claro que no. De repente lo vio: el duende le sonrió, mostrándole sus afilados dientes pequeños, y luego se abalanzó encima de él, tratando de alcanzar su cuello desnudo…
Enrique despertó sobresaltado, mas no por su sueño; apenas recordaba de qué trataba: sabía que había tenido una pesadilla, nada más. Despertó por un ruido, un largo y sonoro ruido que no podía identificar. Estaba incómodo y apenas si se podía mover, como si estuviese atado. ¿Qué estaba pasando? El ruido aumentó hasta estallar, despertándolo por completo.
Silvia gritaba a más no poder, un grito frenético cargado de horror y de sorpresa. Enrique quiso levantarse y calmarla, pero las sábanas de su cama ataban su cuerpo, inmovilizándolo por completo. Entonces sintió un frío intenso y se dio cuenta de que la ventana estaba abierta. Una sensación de pánico se apoderó de su mente. Quería gritar, unirse al grito de Silvia, y que el mundo entero lo escuchara, y estuvo a punto de hacerlo cuando sintió que el peso del mundo se le venía encima. Allí lo vio. El duende estaba ahí, a los pies de su cama, sonriendo. Con aquella sonrisa siniestra que dejaba ver sus amarillentos dientes filosos, al igual que en su sueño y que en la pieza de Julián.
El duende salió de la casa dando un salto por la ventana.

© Alejandro Andrade
El Chaltén, marzo de 2001
(Versión final, marzo de 2009)