Cuando llego a casa, lo primero que hago es dejarme caer pesadamente sobre el sillón. Es entonces que los acontecimientos, todo lo sucedido desde la mañana se me viene encima. Por Dios, ¡qué día! ¡Qué excelente día, qué brillante día! ¿Hace cuánto tiempo que no me pasa algo como esto? Meses, años, toda la vida. Pensar que a la mañana me sentía un inútil, un completo imbécil, un desperdicio de ser humano. Y ahora, no, claro que no; ahora yo tengo la razón, ahora por fin las cosas empiezan a cambiar. Se me hizo, al fin se me hizo.
Me levanto del sillón, me cuesta horrores resignarme a perder su cómodo abrazo. Voy hacia la computadora, la enciendo. Luego me dejo caer sobre la silla giratoria, frente al escritorio. Veo la pantalla oscura, que de un momento a otro comenzará a cargar los programas, y pienso, otra vez, en lo sucedido, lo imposible. ¿Yo? ¿Yo, señor? Pero si el estudio está casi en banca rota, si la carrera de publicista tiene miles de competidores mejores que yo, ¿está seguro de que me eligió a mí? Sí, señor. Casi imposible, pero cierto. Es verdad: yo, Gabriel Vicentín, 27 años, tres de recibido, dos de casado, uno sin trabajo; yo, el hijo estúpido, el vago; yo, el nuevo Asesor de imagen presidencial. Sí, escúchenme bien: ¡yo! ¡Gracias, Fernando!
La computadora tarda miles de años, me contengo de darle una patada; estoy de muy buen humor y no quiero amargarme. Sin embargo, mi mirada se cruza con la foto de la vieja (digo yo, ¿para qué tengo una foto de la vieja en el escritorio?) y me la quedo mirándola un rato largo, con extraña fascinación. Sí, vieja, ¿quién tenía razón al final? ¿Te das cuenta? Tantos años gritándome, tanta malasangre te hiciste, y yo te lo dije miles de veces: algún día las cosas se iban a revertir. Y vos, dale con lo mismo, que no sirvo para nada, que otra vez, que… Nada, ya fue, viejita, mamita, esta vez tengo razón yo, ahora es mi turno de reírme. Después te llamo y te cuento, dejame disfrutar de este momento.
Volteo la foto y vuelco mi atención en la computadora. Quiero escribirle un mail a Facundo, que está en España, ganando en euros; ya no aguanto de la felicidad que tengo. Yo sabía que me tenía que quedar, que las cosas en algún momento tenían que empezar a mejorar, no podía ser que tuviera siempre tanta mala suerte. ¿Viste, Facundo? Había que aguantar nomás; ya sé, a vos te va bárbaro, pero estás lejos de la familia, de los amigos. Había que aguantar, hermano, y apostar por el país. Ya sé, las cosas están jodidas, y estos nunca supieron gobernar, pero hay que bajar la cabeza y seguir para adelante. Siempre hay que darle para adelante.
Escribo un mail largo y lo envío ni bien lo termino; no quiero darme la oportunidad de corregirlo o de arrepentirme de las cosas que escribí. A fin de cuenta, todo lo que escribí es verdad, y algún día tenía que decirse. Luego me acomodo sobre la silla y pienso en Constanza. ¿Qué estarás haciendo en este momento, mi amor? ¿Estarás fantanseando, quizá, con este presente, con esta salvación? ¿Y si te llamo y te cuento? No, para qué; después la Directora te tiene como loca por usar el teléfono. Está bien, puedo esperar hasta la noche para contarte.
Me estiro todo lo que puedo. Al mismo tiempo, doy un largo, profundo y desagradable bostezo. ¿Y qué?, le digo a la habitación con semblante amenazante, como si los muebles, todos los objetos, me reprocharan aquel reprobable bostezo. Hoy tengo el derecho de ser lo que yo quiera ser, de hacer todo lo que se me venga en gana. En pleno proceso de mutación profesional, proceso que hoy mismo comienza y ya siento sobre mi cuerpo, el mundo se abre y se me ofrece todo. Hasta ayer era un desocupado más que estaba a punto de perder el departamento, el estudio, la esposa, la felicidad, la vida; hoy todo dio un giro de 180 grados: soy uno de los publicistas más exitosos del país, sino el más envidiado, y el futuro, al menos por los dos años que quedan de gobierno, parece asegurado. Claro que después habrá que ver qué hago, digo, cuando se acabe este gobierno. Pero para eso falta mucho todavía, y con la guita que vamos a recibir vamos a poder ahorrar otra vez, viajar a Brasil de vacaciones, a Punta o a Miami, hacer todo lo que queramos. Mañana mismo voy al banco y saco los dólares que quedan; con eso pago la cuota de la casa, me compro unos cuantos trajes y la llevo a Constanza a cenar a algún buen restaurant de las Cañitas. Pensar que ayer discutí con ella sobre los dólares. Que había que esperar hasta fin de año, que con estos nunca se sabe … Por Dios, quién hubiera imaginado este presente, este regalo de la vida.
Observo la foto de la vieja dada vuelta y decido que estoy con humor suficiente como para llamarla; tengo ganas de hacerla rabiar. Tomo el teléfono y marco una serie de números. El articular me devuelve un tono interrumpido; suena, suena, suena. De repente me atiende el contestador; enojado, corto con violencia. ¡Justo ahora tenías que salir, vieja! Pero me calmo rápidamente: recuerdo que estoy de buen humor y que la vida me sonríe por primera vez en la vida.
Sumergido, nuevamente, en ese estado de felicidad total, me quedo un segundo sin saber qué hacer. El proyecto empieza la semana que viene, tengo tiempo de sobra y no tengo ganas de comenzar a preocuparme con eso; ya habrá tiempo para la malasangre y todas esas cosas; hoy quiero disfrutar. ¿Qué hago entonces…? Decido volver a la computadora y pasar la siguiente hora y media, quizá dos, hasta que vuelva Constanza al menos, jugando al Age of Empire’s. Total, hoy no me va a dar culpa para nada.
Tomó el mouse y busco el acceso directo del juego. Cuando lo encuentro, hago el consabido doble clic y luego me acomodo en la silla y espero con paciencia extrema a que cargue el juego; pueden pasar largos y lentos minutos. Me reclino, siento el crujir de la silla, y dibujo una sonrisa con los labios. Cierro los ojos e imagino la cara de Constanza, el mail de Facundo, la voz y la bronca de la vieja. ¡Qué gran día para ser yo, para ser argentino, para estar en Buenos Aires!
Cuando vuelvo a abrir los ojos, luego de observar que el juego todavía no ha arrancado y de reprimir, otra vez, una patada contra la computadora, caigo en cuenta de que el calendario sobre el monitor está tremendamente atrasado. ¿Cómo 23? No puede ser, ¿hace cuánto que no lo cambio? A ver, qué día es hoy. Llevo el cursor hasta el ícono de la hora, pero la computadora está tan trabada que ni siquiera sirve para eso. Fastidiado, revuelvo los recuerdos en mi memoria. A ver: el lunes fue 27, hoy es viernes, ¿qué fecha es hoy? Recito mentalmente: 30 días tiene noviembre, con abril, junio y… ¿Y? ¡Primero! Hoy es primero. ¿Ya? ¿Tan rápido? Cómo se pasa el tiempo, cómo vuela, cómo nos consume. Pero, indefectiblemente, es cierto. Hoy, un día fantástico para ser yo, y para ser radical, por qué no; hoy, un día grandioso e histórico; hoy es primero.
Primero de diciembre de 2001.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio del 2009