Rodrigo no sabía qué lo había impulsado a salir con Melina aquella noche. Lo había llamado el día anterior para invitarlo a caminar por el Centro y él queriendo decirle no, le dijo sí. ¿Qué burla del destino le había hecho decir eso? Hacía rato que no sabía nada de ella. Durante el verano, luego de haber salido un par de meses, terminaron la relación abruptamente. No es que se llevaran mal ni mucho menos, querían distintas cosas, nada más. Sin embargo, tras separarse, tejieron un dulce y necesario odio… Por eso le pareció extraño haber aceptado la propuesta de Melina sin siquiera dudarlo.
Eran cerca de las ocho de la noche cuando Rodrigo terminó de bañarse; faltaba por lo menos media hora antes de que Melina rompiera su tranquilidad. Ya se la imaginaba: de pie en el segundo escalón, con aquella mirada tosca y su sonrisa estúpida, el cabello ondulado ligeramente recostado sobre el hombro izquierdo, y las mismas dos palabras de siempre: Hola polaco. Ni siquiera sabía por qué lo llamaba “polaco”.
Se vistió con lo primero que encontró a mano y fue a esperarla al living. Las ocho y veinte, tenía diez minutos. Se dejó caer sobre el sillón gris oscuro y prendió la televisión, necesitaba despejarse un poco. En ese momento cayó en cuenta de lo cansado que estaba; una ráfaga de sueño lo atacó furiosamente. Rodrigo se recostó y cerró los ojos. Si se quedaba dormido corría el riego de no escuchar el timbre, ¿mas tenía ganas de escucharlo? Pensó por un momento en el asunto y se dijo que daba igual. No tenía ganas de salir y la sola idea de verla a Melina le daba todavía más sueño...
Lo despertó un estridente sonido. Es extraño cómo se escuchan los sonidos entre sueños. Parecen irreales. Uno podría jurar que no existen, que son alucinaciones sonoras.
Recién logró levantarse al cuarto intento, como si su cuerpo no terminara de resignarse a la idea de seguir acostado. Caminó hasta la puerta y miró por el visor: efectivamente, era Melina la que había tocado el timbre, sacándolo de un sueño espléndido. “Hola polaco”, las palabras resonaron por su mente. Ni siquiera las había escuchado, pero estaban ahí. Las odiaba. A Melina también la odiaba, aunque al parecer, no lo suficiente como para decirle que no a un pedido suyo.
Cuando Rodrigo abrió la puerta y se topó con la figura de Melina, se sorprendió muchísimo. Parecía distinta, como si en vez de meses hubieran pasado años desde la última vez que se habían visto. Era ella, no había dudas, y no obstante parecía ser otra persona. Melina no vestía de forma formal, pero lo que traía puesto le sentaba muy bien; su cabello aún húmedo le caía suavemente por la frente y por los costados; su eterna sonrisa se había esfumado. Hermosa, así la veían sus ojos, estaba hermosa. Se saludaron y se quedaron un segundo mirándose. Luego Melina le pidió pasar con un gesto y él la dejó entrar; se alegró un poco, prefería no salir. Cuando ella pasó por su lado, Rodrigo sintió un roce casi imperceptible. Allí fue que se dio cuenta de que Melina traía una bolsa color blanco en una de sus manos.
Rodrigo cerró la puerta y luego ambos caminaron hasta el living. La tenue luz del velador la envolvió con un aura de misterio que la hizo parecer aún más hermosa. Qué situación rara, pensó Rodrigo e inmediatamente después se dijo que tal vez no había sido tan mala idea haber aceptado verla. Aquel caprichoso sí que había dicho, ahora se le antojaba maravilloso.
De repente Melina se le acercó algo tímida; sus labios se encontraron a escasos centímetros. Rodrigo la besó, aceptando el desafío; un beso largo y apasionado que le pareció tierno y cálido a la vez. Por su cabeza pasaban miles de cosas. Por sobre todo, una idea lo invadió, una que le decía que se habían equivocado al separarse. Estaba enamorado de Melina, no podía creerlo. (Le parecía extraño y traicionero, pero era verdad; la amaba y el sentimiento consumía sus pensamientos). Entonces la abrazó para estirar aquel pequeño momento todo lo que pudiera. La sentía frágil, suave. El contacto con su largo pulóver gris oscuro se le hacía cómodo. Melina le rodeó el cuello sólo con un brazo; el otro todavía sostenía aquella bolsa blanca. ¿Qué había dentro? La duda se disipo rápidamente.
Melina se soltó del abrazo y, dejando la bolsa en el suelo, se sentó en el centro del sillón. Él se sentó a su lado y tomó sus manos en las suyas. Sus manos también parecían otras, eran difíciles de reconocer, parecían haber madurado; lo mismo pasaba con su mirada: notaba cierto destello que no lograba comprender. Por momentos le parecía la mirada de una mujer enamorada; por otros, tenía la sensación de que aquellos ojos que lo miraban lo hacían con cierto temor.
De repente Melina se inclinó sobre su cuerpo, obligándolo a recostarse, y lo besó en la frente; luego se puso de pie y desapareció por el pasillo. Rodrigo se quedó recostado en el sillón, exactamente en la misma posición que cuando la esperaba. Algo impaciente, recorrió el living con la mirada. La televisión estaba apagada; el reloj de pared marcaba las nueve y cuarto; sobre uno de los parlantes descansaba su gato; faltaban dos libros de la biblioteca; al costado del sillón la bolsa de Melina reposaba tranquila. ¿Qué había dentro? La curiosidad lo volvió a invadir. Ni se lo imaginaba. La bolsa no tenía marca ni nada que la identificara, simplemente era una bolsa blanca.
Apartó la vista y miró la hora otra vez: nueve y veinte. Melina tardaba mucho. Trató de levantarse para ver si estaba bien, si le había pasado algo, pero no pudo. Su cuerpo se le hacía pesado. Ya no sentía aquel cansancio que lo había abrumado, y sin embargo estaba inmóvil. Se sintió molestó, aunque sólo por unos instantes; sus ojos se posaron nuevamente sobre la bolsa y se olvidó del asunto. ¿Qué había dentro? La tentación ya era irresistible y Rodrigo no la soportó más. Estiró su mano hasta que sus dedos tocaron el blanco nylon y tiró de la bolsa hacia él, sorprendiéndose un poco por su peso. Puso la bolsa sobre su pecho y miró en su interior. No había nada más que una caja de madera. Tomó la caja con una mano y la revisó minuciosamente, entonces se dio cuenta de que en realidad era un estuche. Lo abrió con cuidado y sé sorprendió aún más al ver dentro una flamante llave inglesa. A partir de ese momento las cosas pasaron demasiado rápido.
Rodrigo no salía del asombro. ¿Para qué quería Melina una llave inglesa? ¿Por qué la había traído? Pensó en miles de posibilidades, no halló ninguna coherente. Tomó la herramienta y sintió una extraña e indescriptible sensación. Era como si el metal le hablara, transmitiéndole una seguridad y una paz que nunca antes había sentido… En eso, Melina apareció en el living y Rodrigo la miró por unos segundos; fue entonces que cuando todo se derrumbó Aquella esencia misteriosa y hermosa que la envolvía se había ido, ahora quedaba tan sólo un cuerpo ajado. Melina se detuvo bajo la arcada que separaba al living del pasillo, y al ver la llave inglesa entre los dedos de Rodrigo, su rostro se tornó aterrado… Y Rodrigo no podría explicar lo que sucedió después; se olvidó de todo: del dulce beso, del cómodo abrazo, del pulóver gris como los sillones. Se paró bruscamente y corrió hacia Melina gritando de rabia, mientras sus manos agitaban la resplandeciente herramienta. Rodrigo apretó las manos con fuerza y bajó los brazos con furia, ella ahogó un grito. La pesada herramienta golpeó la frente de Melina, que se desplomó sobre la alfombra sin hacer ruido. Luego se quedó mirándola por unos momentos: su cuerpo sin vida reposaba tranquilo, parecía dormida; de la cabeza brotaba un hilo de sangre; la piel de su rostro comenzaba a palidecer; sus ojos abiertos ya no mostraban temor, parecía que la muerte la había curado de espantos.
Rodrigo apartó la mirada de aquel cuerpo inerte y observó sus manos manchadas de sangre. Una sonrisa, acaso morbosa, empezó a dibujarse en sus labios. Caminó hacia el sillón escuchando las palabras de Melina en su cabeza: Hola polaco. Y aunque sabía que era imposible, también sabía que las había escuchado, y sonrió presa de su locura. La odiaba, recordó entonces cuánto la odiaba desde que se habían separado. Sé sentó en el sillón y guardó prolija y pacientemente la llave inglesa en su estuche, que hizo desaparecer dentro de la bolsa. Luego se dejó relajar sobre los suaves almohadones. Aún reía. Lejano, le pareció escuchar un sonido. Parecía tan irreal, como cuando había escuchado el timbre. No podía reconocerlo y sin embargo lo escuchaba cada vez con más nitidez…
Rodrigo abrió los ojos. El teléfono seguía sonando. Se levantó lo más rápido que pudo y corrió a atenderlo. Era su madre, lo llamaba para ver que todo estuviera bien y le avisaba que llegaría a eso de las once y media.
Miró la hora, las ocho y treinta y cinco, y luego revisó el living algo nervioso. Ni Melina, ni la bolsa estaban allí. Había sido sólo un sueño. Aliviado, se recostó en el sillón una vez más y la esperó hasta cansarse.
A las diez se imaginó que Melina ya no vendría ¿Qué le habría pasado? Tal vez se había arrepentido; era probable, Rodrigo no entendía para qué quería verlo. Apagó la televisión, estaba cansado. Se puso de pie con la idea de acostarse en su cama, quería dormir durante tres días. Al pasar por la arcada que separaba el living del pasillo, recordó el sueño por un instante. Había sido tan real; nunca antes había tenido un sueño como ése. ¿Era posible sentir sensaciones tan asfixiantes durante los sueños? ¿Y soñar con colores? Creía recordar que no, que había leído que no. Y sin embargo, lo había hecho.
Se lavó los dientes y la cara. Luego recorrió el pasillo, que le pareció de dimensiones increíblemente enormes, hasta su pieza. Lo único que quería hacer era acostarse, descansar. Ya habría tiempo para llamar a Melina y averiguar por qué lo había dejado plantado; chau, a otra cosa. Rodrigo abrió la puerta de su habitación y se detuvo aterrado. Las piernas comenzaron a temblarle; un cosquilleo recorrió su espalda; sus ojos habían tomado dimensiones inmensas, presas del asombro. Sobre su cama había una bolsa blanca.
Se acercó lentamente, como dudando, y se fijó qué había dentro. Una caja de madera. No, no puede ser, pensó; el corazón le latía a mil por hora. Tomó la caja, que en realidad era un estuche, y la revisó. Era exactamente igual a la de su sueño. ¿Qué estaba pasando? ¿De dónde habían salido la bolsa y el estuche? No lo sabía, no había forma de saberlo. Rodrigo estaba tan aterrado, petrificado, que por un instante se olvidó de todo. Del cansancio, del sillón gris oscuro, del suave contacto que todavía sentía, del sueño. ¿Había sido un sueño? Lo dudaba.
Abrió el estuche y se sorprendió aún más al ver que estaba vacío.
Rodrigo salió disparado de su habitación y corrió por el pasillo sabiendo que encontraría a Melina muerta, tirada en el suelo del living. Las lágrimas caían por su rostro desfigurándolo… Poco antes de llegar a la arcada, Rodrigo la vio. Melina estaba sentada en el centro del sillón. Una ola de alivio inundó su cuerpo. ¿Cómo había entrado a la casa? ¿Qué hacía ahí? No lo recordaba ni le importaba. Estaba viva, Melina estaba viva. Aliviado, comenzó a llorar con más fuerza. ¿Por qué lloraba? Tampoco le importaba, pero le hacía bien. Quizá era su forma de pedirle perdón por haberla asesinado en su espantoso sueño.
Dio un par de pasos hacia ella y sus pies se tropezaron con algo, haciéndolo caer al suelo. Rodrigo miró sobre sus hombros y el pánico y el horror lo abrazaron; un alarido escalofriante escapó por su garganta. Bajo la arcada que separaba el living del pasillo, se encontraba su cuerpo sin vida. De la cabeza vertía un hilo de sangre que manchaba la alfombra; la piel de su rostro tomaba lentamente un tono pálido; sus ojos abiertos no expresaban nada...
Rodrigo bajó la cabeza, reteniendo las ganas de vomitar, y se cubrió el rostro con ambas manos. Entonces sintió que algo pesado golpeaba el suelo a escasos metros delante de él. De las manos de Melina había caído la llave inglesa manchada de sangre. A lo lejos, como venido de un mundo aparte, se oían las voces de su madre y otras que no conocía.
Melina comenzó a reír...
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2000.
(Versión final, marzo de 2009)