Eran las tres de la mañana y no podía pegar un ojo, más por inercia que por verdadero insomnio; nunca pude dormir en los micros. Cecilia estaba a mi lado, su cabeza descansaba sobre mi hombro. Dormía profundamente, y qué ganas de despertarla que tenía. Quería que supiera lo que se siente no poder dormir durante los viajes nocturnos; cuando reina el silencio y uno debe afrontar solo aquella oscuridad. Sin embargo no hice nada, me limité a seguir aburriéndome.
Estaba inmerso en mis pensamientos, mirando el oscuro firmamento, cuando de repente me percaté de una estrella muy particular al sur de Orión. Era más grande que sus hermanas y de una luz intensa. La observé detenidamente; mis ojos se perdieron en aquella luz que rompía la oscuridad. Tan compenetrado estaba que tardé en darme cuenta del fenómeno que se estaba produciendo: las otras estrellas se habían agrupado en una línea que partía la noche en dos. Cuando caí en cuenta de lo que sucedía, me apreté todo lo que pude contra la ventana para poder observar mejor; nunca había visto un cielo como aquél. Repasé mis pocos conocimientos de astrología y no encontré explicación. Me parecía algo único, maravilloso… Imaginen entonces mi sorpresa cuando las estrellas comenzaron a bailar, a formar constelaciones. Animales, plantas, hombres... las imágenes se sucedían una tras otra. En ese momento estuve a punto despertar a Cecilia, pero volví a contenerme. No, ¿por qué? Era mi recompensa por el largo y arduo viaje, no merecía verlo. Observé su rostro, todavía apoyado contra mi hombro, y por primera vez en la noche me alegré de que durmiera. Podía arruinarlo todo con sólo abrir los ojos.
El fenómeno duró una hora, mas puedo asegurarles que para mí transcurrieron miles de minutos. Las distintas constelaciones se iban sucediendo en el cielo y yo me encontraba hipnotizado. No podía creer lo que veía. Pensaba en lo majestuoso que era el universo. Y en vez de sentirme pequeño, me sentí unido a todo: a las estrellas y al cielo, a las montañas que se divisaban como siluetas lejanas, incluso a Cecilia y a todos los otros soñadores que viajaban con nosotros; todos éramos constelaciones terrestres.
La última imagen fue un enorme león que cubrió el cielo completamente. Luego las estrellas se agruparon, formando un punto grande y brillante. El punto parpadeó un par de veces y hubo una explosión lumínica. La estrella que había empezado con todo aquello volvía a ser sólo una estrella y titilaba despidiéndose de las otras, que habían vuelto a su posición habitual. Así, rápidamente, el cielo fue el mismo de todas las noches, y yo comencé a llorar. Lloraba en una mezcla de alegría y gratitud. Estaba seguro de que aquél era el momento cúlmine de mi vida. Todo lo que hasta entonces había visto y experimentado no era nada en comparación.
Cecilia seguía dormida, todo había vuelto a la normalidad. Volví a mirar el cielo y murmuré un tímido gracias. Luego apoyé la cabeza contra la ventana y ocurrió algo extraño: caí profundamente dormido.
Pasaron cuarenta años desde aquella noche. Puedo decirles, sin lugar a dudas, que he viajado más que nadie. Visité país por país, ciudad por ciudad, todos los continentes. Mas nunca volvió a repetirse el fenómeno de las estrellas y no he visto espectáculo más hermoso.
Hoy me encuentro solo y vuelvo a tener problemas para dormir. Cecilia murió hace dos años; no tuvimos hijos, nos preocupamos más por viajar que por las futuras generaciones. Y nunca hubo nadie más.
En la oscuridad de mi habitación recuerdo el baile de las estrellas… ya no me devuelve la alegría, tampoco el sueño. Verán, pienso en Cecilia y me pregunto por qué no la desperté, por qué fui tan egoísta. Ansío poder volver hacia aquella noche: quiero cerrar los ojos, abrirlos y encontrarme nuevamente en el micro. Entonces la despertaría y nos quedaríamos observando el cielo… Pero cierro los ojos y cuando los abro todavía sigo en mi habitación, y no dejo de reprochármelo.
Cecilia dormía mientras el espectáculo más hermoso sucedía en el cielo.
Por mi culpa se perdió el mejor momento de su vida.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, febrero del 2003.