"Hola, Cristina, ¿estás ahí...?"
Luces. Dinastías de incesantes colores se desarrollaban frente a mí. De repente vi una puerta. La abrí y creí despertar. Del otro lado, lentamente amanecía....
Tantas veces estuve en esta misma situación, mirando los números y el color verde oscuro de los vidrios, escuchando aquel tono que palpita como los latidos de mi corazón esperanzado. ¿Qué secretos esconden las cabinas telefónicas? ¿Qué cosas se habrán dicho sobre quienes? La curiosidad me invade, pero sólo por unos instantes.
Levanto el tubo del teléfono y mi mano derecha automáticamente teclea el aparato. Vuela sin control, quizá hechizada por mi memoria, y no hago nada por detenerla. Pienso que es mejor así, dejo que las cosas pasen.
En el visor aparecen ocho números. Los reconozco a todos, mas aquella combinación no me dice nada. Apoyo la cabeza contra uno de los paneles y acerco el auricular al oído. El teléfono en la casa de alguien comienza a sonar.
Una, dos, tres veces. Los nervios forman un nudo en mi estómago y comienzo a sentirme sofocado. Hasta el momento he logrado mantener la compostura, pero ya no puedo.
No resisto.
Me ahogo...
...Estaba amaneciendo y yo caminaba por la playa dando cada paso como si fuese él último. A veces corría hacia las olas y me daba un chapuzón en el mar helado. Era joven y nada podía salir mal.
Ya llevaba un largo rato caminando cuando te vi. Era imposible, pero estabas ahí, en aquella playa, a miles de kilómetros de casa. Cristina... si supieras la alegría que sentí cuando mis ojos te vieron. Al principio no atiné a hacer nada. Vos todavía no habías reparado en mí, tenías la mirada fija en el horizonte, con aquel semblante triste que había aprendido a querer. Entonces corrí hacia vos, creo que también te grité, y vos no moviste un músculo hasta que estuve a tu lado. Salté a tus brazos y me abracé con fuerza y con cierto temor. No sabía qué sucedía, pero no importaba, nada importaba. Cerré los ojos y deseé que el momento se alargara para siempre.
Sobre el oeste, en las montañas, las nubes anunciaban a gritos la tormenta...
...Cuatro, cinco, seis veces, y cuando está por sonar por séptima vez se escucha un clic. Luego una voz.
-Hola.
La voz me parece extraña y distante, no logro reconocerla. Y sin embargo todavía siento el nudo en el estomago que amordaza mis labios y no me deja contestar.
-Hola -repite la voz, ahora algo nerviosa.
¡Dios mío! Estoy muriendo, lo sé.
Muero lentamente...
...Cuando abrí los ojos todo había desaparecido; vos, el mar, las nubes. Me encontraba en una calle bulliciosa. Los autos iban y venían, la gente corría de aquí para allá. ¿Qué había sucedido con la playa y contigo? ¿Dónde me encontraba ahora? Dejé que mi cuerpo descansara contra una pared. Estaba confundido y no podía reconocer nada de lo que me rodeaba. Recorrí la calle con la mirada en busca de pistas: en la vereda de enfrente, había una mujer caída en el suelo, dos muchachos se apresuraban a socorrerla; en la esquina, un taxi chocó de costado a otro y los conductores se sumergieron en una discusión infinita; a una cuadra encontré un cartel: Zaragoza 200 kms. Lo leí con cierta tristeza. Aquel cartel me devolvía a la realidad. Estaba en tu ciudad, recorriendo alguna de sus calles. El sol, el mar, tus brazos, todo había sido un sueño, destello o alucinación. Nada más lejano a la realidad.
Un poco triste, pero con renovadas fuerzas, comencé a caminar nuevamente. Pero no di dos pasos cuando sentí un olor insoportable. Entonces observé que todo cambiaba de forma. Aparecieron dos torbellinos de viento que revolotearon sobre un cielo que cambiaba de colores rápidamente. Debajo de los torbellinos divisé una puerta abierta y la crucé sin dudarlo un segundo. De alguna forma sabía lo que había detrás y le daba gracias a la vida por aquel momento que me estaba regalando.
Del otro lado, llovía. Las nubes sé habían apoderado del cielo y descargaban su furia sobre la playa. Nosotros corríamos escapando de la tormenta.
Nos refugiamos en una pequeña casa sobre la playa, donde nadie nos molestaría, y pasamos la tarde reconociendo nuestros cuerpos. Recorrí cada centímetro de tu piel, besando todos los lunares; me perdí en tus ojos cargados de nostalgia; me adentré en tus brazos y me quedé dormido. Poco importaba mi vida, estaba junto a vos, Cristina, y era feliz.
Desperté, la habitación estaba en penumbras. Afuera había parado de llover y el sol comenzaba a ocultarse. Te busqué con la mirada y te encontré despierta a mí lado. Aquella melancolía constante en tus ojos ahora era abrumadora, sagaz, cortante…
Palidecí.
-¿Qué sucede, Cristina?
-Ya es hora. Tienes que irte, el día ha terminado.
-No quiero irme.
-Lo sé. Te amo Francisco. Procura ser feliz, ¿de acuerdo?
Y todo se desapareció. La casa, la noche, la cama y tus manos entrelazadas con las mías.
Del otro lado de la calle, la mujer se ponía de pie y agradecía la ayuda a los dos muchachos; en la esquina los taxistas seguían discutiendo; Zaragoza seguía estando a doscientos kilómetros. Me apoyé contra la pared y comencé a llorar. Aquello había sido el fin, la ansiada despedida, ya era hora de seguir adelante, de procurar ser feliz.
Entre las lágrimas derramadas, te decía adiós.
...-Hola -me dice la voz por tercera vez.
Siento la frente caliente y húmeda, la temperatura supera los mil grados; estoy a punto de estallar. Que todo acabe rápido, por favor, que acabe todo rápido... y cuando parece que efectivamente estoy a punto de desmayarme, surge de no sé dónde un instante de paz. Todo se normaliza: mi pulso, el agobiante calor, mi frente hirviendo. Reviso mi estomago y no encuentro nada que me impida hablar.
Tomo el tubo del teléfono con confianza excesiva y le respondo a la voz...
"...Es para esto que te escribo, Cristina, para saber si estás ahí; para saber si sentís el calor del verano y el frió del invierno; para saber si estás viva. Cristina, ¿qué ocurrió? No puedo imaginarlo. Cuando más me acerco a una explicación, más falso parece todo, más puertas se cierran. Lo que sé con certeza es lo que sabe todo el mundo: la caída sobre los Pirineos, las voces de los pilotos en la caja negra, la muerte que persiguió y alcanzó a todos los pasajeros. Y aunque allí estabas vos Cristina, de alguna forma lograste escapar, lo sé. ¿Dónde estarás ahora? ¿Seguirás en aquella playa…? La duda no me deja vivir. No puedo ser feliz, Cristina, necesito saber si estás bien. Cierro los ojos y ansío abrirlos y ver los remolinos girando sobre un cielo colorido. Busco una puerta que me envíe a tus brazos. Cristina, tan sólo te pido que me escribas, por favor no me dejes con la duda. Necesito tan solo una señal. Así me despido, seguro perdonarás la brevedad, nunca fui muy elocuente. Espero que algún día volvamos a encontrarnos en algún lugar del mundo. Adiós y hasta siempre."
...- Hola -le dije al teléfono muerto-, Cristina, ¿estás ahí?
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo del 2000
(Versión final: septiembre del 2007)