a Macedonio Fernández...
No paraban de dar vueltas, los veía ir y venir. Incansables, Adriana y el abogado se turnaban para revolotear alrededor de mí. Ahora le tocaba a ella, ahora venía él; las marcas en la alfombra atestiguaban su andar sinuoso circular. Ambos estaban convencidos de que necesitaban convencerme de que hablara y diera mi versión de los hechos. Y no se daban cuenta de que no los soportaba más; ya nada tenían que hacer allí. No iban a sacarme ni una sola palabra.
–Qué, te vas a quedar sentado ahí sin decirme nada.
Ésta era Adriana, con su flamante vestido naranja que podía divisarse a diez kilómetros de distancia y aquellos zapatos verdes que no tenían razón de ser. Al hablar, parecía escupir las palabras, como si ladrara. Y para enfatizar el efecto, me escupía de verdad. Caía una tenue llovizna sobre mi rostro que acompañaba y acentuaba sus palabras y su irritación.
–Me estás cansando.
Yo me encontraba sentado en un desgastado sillón. Tenía enfrente una pequeña mesa ratona, que ya había pasado su mejor momento, y una aún más pequeña televisión en blanco y negro, que estaba encendida y silenciada, como ameritaba la situación. Una densa e impenetrable oscuridad, producto de las persianas bajas, apenas dejaba divisar que el cuarto donde estábamos tenía cuatro paredes; las veía difusas, grises y lisas. Había tan sólo una pequeña isla de pálida luz, proveniente del televisor, en la cual yo estaba justo en el centro. La alfombra blanca, con la marca de la senda de Adriana y el abogado, era engullida por aquel manto oscuro apenas unos centímetros más allá del sillón.
–¿Me estás escuchando?
Adriana se detuvo, se alisó el vestido y largó un chistido de enojo, gesto de malestar que repetía desde tiempos remotos. Luego se agachó para encontrar mis ojos y me observó silenciosamente por unos minutos. Yo también la observé, para variar. Sus ojos vidriosos y rojos y las profundas ojeras denotaban un cansancio prolongado; una extraña mueca se había apoderado de sus labios con abundante lápiz labial, aunque no podría decir qué tenía de extraña (quizá era una mueca común en ella y nada más); algunos mechones rojizos caían sobre sus ojos y sus pómulos; el todo de su rostro me daba una sensación de un profundo malestar, como si estuviera constipada. Bajé un poco la vista y me encontré con el ya mencionado vestido naranja, con lo que odiaba aquel color. Cubría su cuerpo íntegramente, con la particularidad de que escondía sus formidables pechos y piernas, como si fuera un extravagante hábito de monja. Más abajo, los zapatos verdes pedían a gritos la ayuda de algún modista.
–Francisco, ¿me estás escuchando?
Sí, la escuchaba, pero no tenía ganas de decirle nada.
–Siempre lo mismo con vos.
Enojada, se irguió nuevamente y siguió la senda hacia la oscuridad; dejó a su paso una estela de perfume barato. Entonces apareció el abogado. Vestía un traje color caqui que combinaba con una camisa blanca y una corbata roza; el mal gusto estaba instalado en mis dos acosadores.
–Será mejor que nos cuente qué fue lo que sucedió. ¿No se da cuenta de que está en una situación poco favorable?
El abogado se quedó un momento en silencio, observándome; su cuerpo proyectaba una inmensa sombra que me cubría por completo. Aproveché y yo también lo observé. Desde donde me encontraba, parecía medir al menos tres metros de altura, parecía enorme e importante. Su porte profesional apenas dejaba dilucidar, en aquel rostro arreglado a la perfección, con su excelente afeitada, su penetrante y acusadora mirada y sus labios carnosos, que estaba, al igual que Adriana, total y completamente irritado. Su voz, serena y pausada, tampoco demostraba su estado de ánimo.
–No sea chiquilín, hable de una buena vez.
Nada, no dije nada. El abogado contrajo las manos, convirtiéndolas en puños, y desapareció de mi vista; creo que si Adriana no hubiera estado allí, escondida en la oscuridad, me habría dado un buen golpe. Entonces volvió a parecer ella. La vi venir, cual fantasma anaranjado. Volvió a detenerse y agacharse frente a mí; noté que traía un pequeño espejo de mano.
–Por favor, Francisco, no podemos seguir así. Mirate, por el amor de Dios, mirate como estás. ¿Es esto lo que querés?
Levantó el espejo y lo puso frente a mis ojos, de forma tal que el reflejo me devolvió mi rostro; volví a ver mi cara luego de una larga semana de televisión, oscuridad y silencio. La barba crecida, el bigote desaliñado, dos pelos largos que salían de mi nariz; mis ojos que miraban de forma extraña (aunque pocas veces me he detenido a analizar minuciosamente mi mirada y quizá, al igual que la mueca de Adriana, era mi forma habitual de mirar); mis labios que estaban contraídos en una sonrisa siniestra (esto me pareció raro, en ningún momento me había dado cuenta de que sonreía, ¿desde cuándo estaba instalada aquella patética sonrisa en mis labios?); el pelo enmarañado que caía sobre mi frente, ocultando dos profundas entradas, pruebas de una incipiente calvicie... A pesar de aquella sonrisa, que parecía ocultar algo, todas estas facciones configuraban una perfecta cara de póquer. Entendí la irritación de ambos. Yo también tenía ganas de golpearme.
–¿Y? ¿No vas a decir nada?
Dejé que se quedará con las ganas, que su enojo creciera un poco más.
Adriana se quedó un momento con el espejo levantado, sin saber qué hacer. Luego dejó escapar un chistido y, al contrario del abogado que contuvo profesionalmente su ira, me encajó una sonora cachetada.
–Sos un imbécil, me tenés repodrida –volvió a escupir.
Y otra vez desapareció, llevándose consigo su mal humor, el vestido naranja y el espejo de mano que reflejaba aquella imagen mía, que yo no quería volver a ver. La escuché discutir un momento con el abogado, me llegaron un par de palabras atragantadas que no entendí. Lloraba. El abogado bajó la voz y ya no los escuché. Luego sentí los pasos alejándose y, unos segundos más tarde, la puerta que se cerraba con violencia.
Me quedé solo nuevamente, en medio de mi isla luminosa, con los dedos ardientes de Adriana marcados en mi mejilla. Inmerso en aquella soledad, cerré los ojos y, por un instante, recordé lo vivido hacía tan solo una semana atrás. Las imágenes estaban en blanco y negro, como las que veía en la pequeña televisión; las persianas, también bajas, arrojaban una oscuridad aún mas profunda que la que me rodeaba. Entonces aparecieron Adriana y el abogado, ambos grises, ambos en tiempo pasado, arrojados en aquel mismo sillón donde me encontraba sentado. Los sonidos me llegaron apagados, difusos.
Abrí los ojos, no valía la pena recordar. ¿Para qué? No tenía sentido. Y sin embargo, no podía evitar hacerlo. Aquel silencio y aquellos dedos de Adriana que todavía sentía en mi piel, la televisión encendida… Todo lo que me rodeaba me hacía recodar el trágico final. Incluso aquella oscuridad que intentaba engullir el mundo a su paso.
Resignado, me levanté del sillón, alisé cada arruga del largo piyama verde a rayas que cubría mi escuálido cuerpo, y caminé hasta la televisión. Sentía que estaba a punto de tener una epifanía, un momento único, un instante de revelación. Podía verlo con los ojos abiertos. Apagué la televisión y dejé que los recuerdos y la oscuridad me envolvieran.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, mayo de 2009.