Hijos del mar

Aunque la ventana está abierta, todo está oscuro; no hay ni un reflejo de luz. Busco a tientas el interruptor del velador; lo encuentro y lo aprieto, la luz no enciende. Camino a ciegas por la casa, me llevo por delante una silla y me golpeo la nariz contra una pared. En el baño me quedó un rato mirándome al espejo; no se ve nada, pero sé que hay un espejo frente a mí, y simulo que lo veo. Me peino y me lavo la cara.
Voy hasta la ventana y saco la cabeza; llueve. Me pongo la campera y busco las llaves. Luego camino hasta la puerta de calle, y en el trayecto aprieto cuanto interruptor de luz me cruzo; ninguna enciende. Cuando estoy por salir, las luces se encienden solas.
Me saco la campera y tiro las llaves sobre el sillón. Me apoyo en el marco de la ventana y enciendo un cigarrillo. Miro la lluvia por un rato, también miro los autos que pasan, y decido salir a la galería, donde retomo la tarea de mirar la lluvia y los autos que pasan. Un relámpago ilumina por un instante el cielo nocturno; comienza a llover con más intensidad.
Paso un tiempo hundido en recuerdos, las pupilas se contraen y aparecen las imágenes. Entonces pienso en la última vez que estuvimos juntos, en aquella habitación húmeda; en los días en que despertabas en mis brazos; en que no volveré a mirar tus ojos color café. Unos ojos que exclamaron tristeza, y silenciosamente me dijeron que, por favor, no dijera nada…
Me muevo, estoy incómodo; tengo hambre y estoy un poco impaciente. Decido salir a caminar. Entro en la casa y me vuelvo a poner la campera.
Estoy en la calle cuando observo que las luces siguen encendidas.
Dejo las cosas así.

Camino un par de cuadras sin rumbo fijo, como serpenteando el pueblo. La ropa me molesta, pesa demasiado. Me quito la campera y las zapatillas; las dejo flotando sobre un río artificial que recorre la calle. En la cuadra siguiente me saco la remera; siento un poco de frío, pero no me molesta. Sigo caminando, ahora mucho más cómodo.
Llego a la playa, oscura, silenciosa. El viento sopla muy fuerte y el mar parece haberse vuelto loco; me es indiferente. Me saco los pantalones y el calzoncillo. Camino hasta tocar el mar con mi cuerpo desnudo.
Entonces los recuerdos me vuelven a invadir, y pienso brevemente en la despedida. Debí haber leído en tus ojos la respuesta. De haberlo hecho, hoy no me sentiría tan lastimado, hoy podría dormir tranquilo, hoy estaría en tranquilo en la casa... ¿Qué hago a esta hora y con este clima en la playa?
Comienzo a llorar; no me doy cuenta hasta que las lágrimas tocan mis labios. Las pruebo, son amargas. Me interno en el mar.
Nado mar adentro lo más rápido que puedo. Lloro, grito, le ruego al viento y a la lluvia que me den un instante de paz. Las luces de la playa ya desaparecieron, parece que nadé kilómetros. Tengo los brazos entumecidos y me sangran los dedos; estoy muy cansado. Entonces me detengo y me dejo llevar por la corriente, siento que el mar me rodea con sus miles de brazos. Su toque helado me serena y el oleaje me acuna.
El mar me carga en su pecho como hijo propio.
Al fin estoy en casa.

Nado hacia a la playa, ahora completamente tranquilo. Luego camino hasta la casa, en el trayecto recojo mi ropa. Me encierro en el baño y me doy una ducha caliente. Más tarde recuerdo que tengo hambre y me preparado dos tostadas con manteca.
Me acuesto a dormir con las primeras luces del día; las luces de la casa quedaron encendidas.

Despierto ya entrada la tarde. Me siento mal, enfermo; pero también sereno, sin peso que me agobie. Voy a la cocina con intención de prepararme un té.
Observo que las luces de la casa están encendidas. Me parece un poco extraño.
No recuerdo nada de la noche anterior.

© Alejandro Andrade
Villa Gesell, enero de 2001
(Versión final: abril de 2008)