Que duermas bien

Silvia estaba cansada, enojada, furiosa. Todas las mañanas encontraba la cama de Julián hecha un desastre. Pero cuando digo un desastre, no digo simplemente que estaba destendida (debemos reconocer que los chicos se mueven mucho cuando duermen). Lo de Julián era un caso muy peculiar: a veces las sábanas se entrecruzaban con la frazada formando un pasadizo hasta la almohada; las almohadas se envolvían con la funda del colchón; y a cada centímetro las telas se enredaban con el cuerpo de Julián, que siempre estaba dormido, como si nada fuera de lo común hubiese sucedido durante la noche.
Dormía profundamente y eso a Silvia la volvía loca...

Todo había comenzado a la mañana siguiente del quinto cumpleaños de Julián. La noche anterior, después de recibir una montaña de regalos, Julián yacía dormido sobre el enorme sillón gris del living. Era la una de la mañana y todos los invitados se habían ido hacía largo rato. Las copas sucias y gastadas por las manos de amigos y familiares, descansaban inmóviles sobre la mesa, junto a los restos de la torta y uno o dos sándwiches a medio comer. Sentados a esa misma mesa, Silvia y Enrique miraban antiguas fotos familiares. De vez en cuando dejaban escapar una sonrisa, y no podían evitar pensar en lo rápido que el tiempo pasaba.
Ya eran las tres de la mañana cuando, sigilosamente, llevaron a Julián a su cama. El cuarto estaba en silencio, apenas se escuchaba el sordo ruido del aire acondicionado. Enrique besó a Julián en la frente y se quedó un momento observándolo antes de salir. Ya está muy grande, pensó melancólico; luego apagó la luz y salió del cuarto. Más tarde, ya acostado, otro pensamiento pasó por su mente, uno que lo asustó: me estoy volviendo viejo.
Cuando a la mañana siguiente Silvia fue a despertar a su hijo, sintió una fuerte mezcla de sensaciones maternales: ternura, amor, gracia… Julián estaba dormido en la misma posición en que lo habían dejado, pero por su cama parecía haber pasado un tornado. Las dos sábanas estaban atadas entre sí en tres lugares distintos: había un nudo junto a la cabeza de Julián, otro sobre la cintura y uno más a la altura de los tobillos; la frazada estaba atada a la cabecera y parecía ser una enorme almohada. En ese momento, Silvia no pudo hacer otra cosa más que reírse. La imagen le resultó muy graciosa: Julián estaba acostado semidesnudo y sus sábanas parecían otra persona durmiendo en sus brazos.
Borró la sonrisa de su rostro y despertó a su hijo; Silvia era una de esas madres que creía que la disciplina era la mejor manera de demostrar cariño. Cuando al fin abrió los ojos, sin un buen día previo, le preguntó por qué había atado las sabanas de esa forma. (Por un momento recordó que hacía apenas una semana que le había sacado a Mozo, su oso de peluche y compañero durante la noche. Creía que Julián ya era suficientemente grande como para dormir con su oso; opinión no compartida por él, que había protestado con un largo berrinche. Entonces se dio cuenta de que las sábanas aparentaban en cierta forma un cuerpo humano y una pregunta se le pasó por la mente: ¿Julián habría atado las sábanas de esa forma para olvidarse del dolor que le produjo apartarse de Mozo y así tener un nuevo compañero nocturno? Silvia trató de evitar las ganas de reír lo más que pudo).
Julián tardó unos segundos en darse cuenta a qué se refería su madre, todavía seguía en estado somnoliento. Al mirar las sábanas atadas entendió de qué se trataba y luego se limitó a dar la misma respuesta que daría durante las siguientes semanas de aquel largo mes:
-Fue uno de los duendes del bosque, mami –lo dijo como si fuera lo más normal del mundo-. Entró por la ventana y me destendió la cama.
-¿Qué fue qué cosa?
-Un duende, Mamá. Al principio me asustó mucho, pero era bueno. Dijo que sería gracioso atar las sábanas, entonces las ató y se fue.
A pesar de que se contuvo todo lo que pudo, no fue suficiente. Silvia estalló en una carcajada que duró unos cuantos minutos. Cuando logró calmarse, aún entre risas, le dijo:
-Juli-ja-án, jaja... Los duendes, jajaja, no existen… ¿No me vas a decir por qué ataste las sábanas así?
Silvia intentaba ponerse seria, pero no podía. Le causaba mucha gracia la historia que Julián se había inventado. Era la excusa más disparatada que había escuchado en toda su vida.
-Te digo que fue un duende, Ma.
Sí, claro, se dijo, y después me vas a decir que es el mismo duende que custodia la olla llena de oro al final del arcoiris, ¿no? Qué imaginación la de los chicos..
-Bueno, está bien -le dijo con su calmado tono maternal-, si no me querés decir por qué ataste la cama, no me lo digas, es asunto tuyo, pero que sea la última vez que haces esto.
Dicho esto, comenzó a desatar las sabanas con cierta dificultad.
-Mamá, eso no... -llegó a decir Julián; cerró la boca al instante cuando Silvia le dedicó aquella mirada de reproche que siempre lo avergonzaba. Para su madre el tema del duende había terminado, no había más nada para decir. Julián salió de su pieza y fue al baño.
Aquella mañana, la primera de una cadena de mañanas, Silvia no notó la ventana de la abierta…

Pasadas las dos semanas el asunto ya no era cómico. Todas las mañanas la cama de Julián amanecía desecha de una u otra forma. A veces las sábanas se entrecruzaban por su cuerpo, formando puentes, o caían sigilosamente al suelo, atándose a las patas de la cama. La frazada colgaba de la lámpara de techo o formaba un círculo alrededor de Julián, que siempre estaba profundamente dormido.
Esto es mucho más que una broma infantil, pensaba Silvia cuando iba a despertarlo, ¿Por qué se aferra a mentirme con la misma historia? La irritaba que Julián insistiera con el asunto del duende; y la ponía histérica que la ventana siempre estuviese abierta. Más aún en esos días, donde el invierno empezaba a encrudecer.
-Bueno, Julián, ¿vino el duende anoche también? -la pregunta tenía cierta ironía que Julián conocía muy bien. Era el mismo tono que utilizaba cuando hablaba con alguna señora en el supermercado.
-Sí mami -le respondió tranquilamente, tratando de no parecer irrespetuoso-. Ya le dije que no venga más, que te molesta, y no me hace caso.
-Mirá Julián -Silvia tuvo que hacer un enorme autocontrol para no abalanzarse sobre su hijo y pegarle unos cuantos sopapos, que bien merecidos los tenía-… Esto ya fue demasiado lejos. No puede ser que en pleno otoño dejes la ventana abierta toda la noche. ¿Sabés lo que gastamos en calefacción? Por no decir que te podés enfermar.
Estaba realmente furiosa. Durante el día le echaba miradas de odio y lo regañaba por todo lo que lo podía regañar, cosas que antes habrían pasado desapercibidas. En cambio, con su padre la relación era otra. Él no paraba de reírse del asunto del duende y se la pasaba haciendo bromas al respecto.
-La próxima vez, hijo, decile al duende si por favor nos paga el gas.
Enrique pensaba que se trataba de un pequeño arrebato juvenil, como tienen todos los chicos de su edad, ¿acaso él mismo no había hecho también varias travesuras? Por supuesto que sí; una vez que se aburriera, Julián dejaría de bromear sin que nadie le dijera nada. Pero Silvia no podía hacer eso, dejar que las cosas pasen y terminen solas. Quería educar a su hijo, que le obedeciera. Quería que Julián supiese que había algunas reglas que debía cumplir, pese a ser el nene mimado de la casa. Además, no le iba a ganar a su propia madre, claro que no. Le haría la vida imposible hasta que finalmente dejara de molestar con el duende o confesara la verdad, ya vería quién era ella.
A pesar de todas las cosas que hacía Silvia, la ventana seguía abierta, las sábanas cruzadas entre sí y el duende seguía visitando a Julián todas las noches.

A mediados de abril la cosa realmente no iba para más. El asunto del duende ponía a Silvia histérica. Se levantaba de mal humor y cuando iba despertar a su hijo y veía el acostumbrado desorden, los nervios la cegaban. Los ojos casi se le salían de las órbitas y le temblaban las manos. Entonces lo despertaba a los gritos, a veces incluso lo zarandeaba un poco, con la vena (esa que dicen que corre por la sien) a punto de estallarle. Ya había quedado atrás la época de los buenos días, hijo ¿dormiste bien? Levantate que se enfría la leche.
Ese primer sábado de abril, una Silvia que parecía haber envejecido diez años en el transcurso del último mes, habló seriamente con Enrique en la cama.
-Ya no sé qué más hacer, Enrique. ¡Me tiene harta!
-Bueno, mi amor, para qué te ponés así. Son cosas de chicos, nada más, no podés dejar que te moleste tanto.
-No, no es así, vos no entendés. Si dejamos que Julián haga lo que quiera ahora, de grande no va a tener límites. Tal vez vos no quieras criar a tu hijo, pero yo sí.
Silvia se dio vuelta, enojada. Él se quedó un rato observándola en la oscuridad, medio ofendido, medio avergonzado. Ella tenía razón, pero ¿qué podían hacer al respecto? Así estuvieron largo rato, en silencio, sin poder dormir, hasta que Enrique rompió hielo con una broma, como solía hacerlo cuando eran novios y Silvia se enojaba con él.
-Si tanto te molesta... ¿Por qué no lo atás a la cama? Así vas a estar segura de que no va a revolver las sabanas, ni abrir la ventana.
Silvia se despertó del estado soñoliento en el que estaba; ésa era la solución. Claro que Enrique sólo estaba bromeando, y no era muy ortodoxo que digamos, pero seguía siendo una solución. Si lo ataba de forma tal que apenas pudiese mover la cabeza y los dedos de las manos y pies, todo terminaría de una buena vez y para siempre. ¿Y si Julián se despertaba en medio de la noche con ganas de ir al baño? ¡Que se mee encima!, a ver si con eso se dejaba de molestar.
Se levantó de un salto, abrió el placard y empezó a revolver todo.
-Amor... ¿Qué vas a hacer?
Silvia tenía en sus manos tres cinturones de vestir que apenas usaba.
-Voy a hacer lo dijiste, lo voy a atar en la cama
-¿Me estás cargando?
-¡Callate, basta, no te quiero escuchar! ¡Y pobre de vos si intentás detenerme!
Enrique quiso calmarla y hacerle olvidar la estúpida idea que le había dado, pero se detuvo en el acto. Creyó entonces que su hijo se merecía una lección. Y si él no era capaz de dársela, que se la diera su madre. Así que no hizo nada. Desde su cama, observó que Silvia salía de la habitación con una extraña sonrisa en el rostro.
Julián no podía creer lo que estaba pasando: primero su madre lo había despertado a los gritos en medio de la noche, y después lo había atado a la cama. Silvia miró su trabajo y sonrió satisfecha. Había inmovilizado a su hijo completamente.
-Bueno, bueno… Me parece que hoy vamos a poder dormir tranquilos, ¿verdad hijito?
-Va a venir, ma -le dijo Julián con cierto tono audaz que la irritó.
Mucho más tranquila, lo arropó en silencio, no sea cosa que encima se enfermara, y cuando salía del cuarto le dijo:
-Ya veremos.

A la mañana siguiente Silvia despertó de buen humor. Se sentía realmente muy bien; no recordaba hacía cuánto que no se despertaba en tan buen estado. Fue hasta el cuarto de baño y se lavó los dientes y la cara. Luego se quedó un largo rato observando su rostro en el espejo. El tono pálido de los últimos días había comenzado a desaparecer, al igual que las grandes bolsas debajo de los ojos. Pensó en darse una ducha caliente, pero se dijo que lo haría después, tenía un poco de hambre. Bajó las escaleras lentamente, se sentía triunfante, realizada, quería saborear cada instante, y caminó hasta la cocina.
Mientras preparaba el desayuno se acordó de Julián; no había pasado por su cuarto. ¡Finalmente lo había vencido! Ya no podría seguir diciendo que duende entraba por la ventana, tendría que admitir su mentira. Sí señor, tendría que admitirla...
Dejó lo que estaba haciendo y subió corriendo las escaleras. Por un momento pensó en qué le diría y qué aptitud tomaría con él a partir de ese momento, le haría pagar todo lo sufrido, de eso estaba segura, y tenía que encontrar la forma más adecuada. En todo esto pensaba cuando entró cuarto en el cuarto de Julián y se le vino el mundo abajo. Julián seguía atado de la misma forma en que ella lo había dejado, pero sus sábanas, Dios… sus sábanas se entrecruzaban entre los cinturones formando puentes entre el piso y la cama, el piso y Julián; la frazada colgaba de la lámpara de techo, formando un monstruoso monte que caía sobre el rostro dormido de su hijo. Miró furiosa hacia el otro extremo de la habitación y vio que la ventana estaba abierta.
Silvia, completamente fuera de sí, empezó a llorar.

Esa misma tarde, Enrique decidió hablar con su hijo. De alguna forma tenía que hacer que la situación diera un giro de ciento ochenta grados antes de que Silvia se volviera loca.
-Bueno Juli -comenzó a decirle-, es cierto que es gracioso ver a tu madre de esta forma, pero este asunto tiene que acabarse de una buena vez.
-Papá, no es mi culpa. Es el duende. Le dije no venga, pero no hace caso.
Enrique lo miró y puso esa cara pensativa que tanto hacía reír a Julián. Por un momento pensó en lo pequeño que él era, y ese pensamiento derivó en otro que lo incomodó: pensó entonces que era casi imposible para un chico de su edad zafarse de los cinturones, desordenar las sábanas y volver a atarse de la misma forma en que Silvia lo había atado... ¿Cómo lo había hecho? Seguramente, Silvia lo había atado mal, y Julián había hecho un laborioso trabajo para volver a poner los cinturones en su lugar. Tenía que ser así, no obstante…
-A ver… Si el duende entra por la ventana, vamos a tener que hacer algo para que no entre más. ¿Qué te parece si la cerramos de alguna forma hasta la primavera? ¿Te parece que el duende no va a molestar más de esta forma?
Parecía ser la solución. Una vez que la ventana no pudiese abrirse, el “duende” no podría entrar y entonces todo volvería a la normalidad. Julián le dijo que sí, que era una buena idea. Así que se pusieron a trabajar inmediatamente. Media hora después, la ventana que se abría por la inminente entrada del duende, a menos que arrancaran el marco inferior o se tomaran el trabajo de retirar los cinco clavos que Enrique le había puesto, estaba sellada.
Esa noche, Enrique fue a la pieza de su hijo a darle el beso de las buenas noches. Generalmente era Silvia la que lo hacía, pero durante el transcurso del día apenas había hablado y evitaba todo el tiempo la mirada de los dos, como si ellos fueran cómplices de su locura.
Arropó a Julián y por un instante se quedó mirando la ventana cerrada.
-Chau papá, hasta mañana
-Hasta mañana hijo, que duermas bien.
Ni bien Enrique apagó la luz, Julián se quedó dormido.

Cerca de las tres de la mañana, Silvia se despertó del sueño profundo en el que se encontraba sumergida. Le había parecido escuchar un ruido, aunque no había podido percibir de dónde venía, ni qué era exactamente aquel ruido. Esperó unos instantes y, como lo único que escuchó fue la apagada respiración de Enrique, se dispuso a seguir durmiendo.
Un par de minutos más tarde volvió a escucharlo. Esta vez percibió el sonido nítidamente: era un vidrio que se rompía. Quizás una ventana del baño, o de la pieza de Julián. ¿Julián...? ¿El duende…? Silvia no quería pensar en eso.
Intentó despertar a Enrique, pero estaba profundamente dormido. Al mismo tiempo, otro vidrio se rompía; ahora estaba segura de que el ruido venía de la habitación de Julián. Es el Duende, pensó por un momento. No, se dijo de inmediato, no puede ser.
-Enrique, hay alguien en la casa
Nada.
-¡Enrique!
Como no reaccionaba, le acertó un golpe en las costillas. Enrique hizo una mueca que mezclaba un poco de molestia y dolor.
-¿Pero qué carajo pasa Silvia? No ves que... - comenzó a decir, pero se interrumpió al escuchar el tercer vidrio que se rompía.
Se levantó sin pensar en anda y se puso los pantalones que había usado el día anterior. Abrió el placard y sacó su vieja escopeta Winchester, la misma que usaba de chico cuando salía con su padre de cacería. En el pasado, Silvia había intentado que Enrique se deshiciera de aquella vieja y oxidada escopeta. No obstante, en aquel momento, cuando vio a Enrique empuñando el arma, no dijo nada y se sintió extrañamente segura.
-Vos quédate acá, voy a ver qué pasa.
Silvia estaba petrificada y no tenía ninguna intención de abandonar la seguridad de su cama. Enrique, sintiendo el frió metal en sus manos, salió de la pieza con paso firme.

Estaba en el pasillo a oscuras cuando le pareció escuchar voces al otro lado de la pared:
-No... ¡Largo! -distinguió un susurro, era la voz de su hijo. Dios mío, pensó Enrique, no permitas que le pase algo a Julián.
Dio un par de pasos, un poco más decido al escuchar a Julián, y fue entonces que escuchó una extraña risa. Enrique juraría más tarde que era imposible de definir la sensación que le produjo esa risa. Una especie de escalofrió incesante que surcó una y otra vez su espalda.
Corrió hasta la puerta de Julián y la abrió de una patada, preparado para enfrentar cualquier cosa que hubiese en la pieza junto a su hijo; todo estaba oscuro. Impaciente, buscó el interruptor con sus dedos. Cuando la luz se encendió, Enrique no pudo creer lo que sus ojos vieron: parado en la silla donde su Julián solía sentarse a dibujar, se encontraba un hombrecito pequeño, tan pequeño como un pingüino. Vestido de negro con ropas harapientas, tenía dos ojos luminosos que resplandecían con la luz; era completamente calvo y lanzaba feroces carcajadas endemoniadas, que hacían temblar el alma. Como Enrique entró precipitadamente en la habitación, agarró al duende in fraganti. Sus manos sostenían las sábanas de Julián, en las cuales había un nudo a medio hacer. Se miraron por unos instantes, y luego, haciéndole una mueca burlona, que dejaba ver una larga y extensa hilera de pequeños dientes afilados, el duende pegó un salto y salió por la ventana, rompiendo otro vidrio más.
Enrique dejó caer la escopeta, estaba petrificado. A miles de kilómetros le llegaban los reproches de su hijo. Sonaban como ecos que se iban perdiendo en su mente.
-Te lo dije, papá, te lo dije…
Él no lo escuchaba. Miraba a trabes de los vidrios rotos hacia la oscuridad que envolvía el bosque; no había rastros del duende. El duende, se dijo, Dios mío, no lo puedo creer. Enrique se dio cuenta de que realmente estaba asustado.
Cerró la persiana y aseguró la ventana con la silla. Creía que el duende no volvería esa noche, pero prefería asegurarse. Luego se dirigió a su hijo, que repetía incansablemente sus reproches, y lo obligó a acostarse. Julián quiso que le dieran la razón, pero cuando vio el rostro de su padre, pálido y completamente irreconocible, se dio cuenta de que era mejor irse a dormir.
-Hasta mañana, hijo –saludó Enrique automáticamente.
-Que duermas bien, papá –respondió Julián.
-Sí, claro.
Enrique apagó la luz y salió de la pieza.

Cuando Silvia vio que Enrique entraba en la pieza, una oleada de alivio recorrió su cuerpo.
-¿Qué fue ese ruido?
¿Cómo responder a esa pregunta? Fue un duende. Sí, mi amor, te lo juro. Fue un duende que se enojó porque clavamos la ventana y decidió romper un par de vidrios en forma de protesta. No… no podía decirle nada parecido a eso. ¿Entonces qué…? Entonces decidió que lo mejor era mentirle. De todas formas, ella nunca le creería y no haría más que asustarla. Ya habría tiempo para pensar las cosas con tranquilidad.
-Fueron unos muchachos tirando piedras… me parece que reconocí a uno. Mañana voy hablar con sus padres, no te preocupes -trató que sus palabras sonaran convincentes y seguras; todavía sentía el miedo en sus manos y piernas.
Silvia no se quedó del todo conforme con la respuesta; jamás en su vida había escuchado algo parecido; además, había notado una extraña sensación en la voz de su marido, que no lograba identificar. Sin embargo, decidió creerle. ¿Qué razón había para dudar de él? Ninguna. Así que lo saludó con un beso y se dio media vuelta, dispuesta a continuar durmiendo.

Enrique tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Se quedó mirando la ventana con las cortinas abiertas, que dejaban entrar la pálida luz de la nocturna, durante horas. Pensaba en el duende con las sábanas en sus manos, en su hijo gritándole, en Silvia que dormía a su lado… Cuando finalmente logró dormirse, los sueños lo atacaron.
En su sueño la ventana del cuarto estaba abierta y un extraño hombre pequeño, vestido con oscuras ropas harapientas, merodeaba su cama. Estaba en el cuarto de su infancia, en la vieja casa de sus padres. Tenía cinco años y no estaba solo, claro que no. De repente lo vio: el duende le sonrió, mostrándole sus afilados dientes pequeños, y luego se abalanzó encima de él, tratando de alcanzar su cuello desnudo…
Enrique despertó sobresaltado, mas no por su sueño; apenas recordaba de qué trataba: sabía que había tenido una pesadilla, nada más. Despertó por un ruido, un largo y sonoro ruido que no podía identificar. Estaba incómodo y apenas si se podía mover, como si estuviese atado. ¿Qué estaba pasando? El ruido aumentó hasta estallar, despertándolo por completo.
Silvia gritaba a más no poder, un grito frenético cargado de horror y de sorpresa. Enrique quiso levantarse y calmarla, pero las sábanas de su cama ataban su cuerpo, inmovilizándolo por completo. Entonces sintió un frío intenso y se dio cuenta de que la ventana estaba abierta. Una sensación de pánico se apoderó de su mente. Quería gritar, unirse al grito de Silvia, y que el mundo entero lo escuchara, y estuvo a punto de hacerlo cuando sintió que el peso del mundo se le venía encima. Allí lo vio. El duende estaba ahí, a los pies de su cama, sonriendo. Con aquella sonrisa siniestra que dejaba ver sus amarillentos dientes filosos, al igual que en su sueño y que en la pieza de Julián.
El duende salió de la casa dando un salto por la ventana.

© Alejandro Andrade
El Chaltén, marzo de 2001
(Versión final, marzo de 2009)