Entonces escuché que Tomás, desesperado, me gritaba:
-¡Corre, corre!
¿Cómo habíamos llegado a tal extremo? Todo estaba de cabeza, el mundo se había vuelto loco.
-¡Corre, hacia la cueva! –gritó. Inmediatamente después escuché un estruendo.
No lo dudé siquiera. Obediente, corrí hacia la cueva y me adentré en la oscuridad sin mirar atrás. Tenía que dejar que pasara el tiempo, a ver si las cosas se calmaban un poco. Así que corrí hasta una inmensa roca donde me senté a esperar.
Esperé unas horas, unos días o quizás unos años, difícil de saber dentro de la monotonía de aquella cueva. Cuando por fin me sentí seguro, decidí volver hacia aquel mundo que había abandonado.
Pero el mundo había cambiado. Me parecía vacío y extraño. El aire estaba viciado, me era difícil respirar, flotaba una capa espesa de humo; el pasto era de un color verde grisáceo, triste y desolador; el sol apenas traspasaba las densas nubes oscuras; más allá divisé la enorme ciudad, grotesca, carente de vida… No, aquello no se parecía a lo que recordaba. ¿Y para qué iba a volver a un mundo ajeno? (Dudé tan sólo un instante).
-Adiós mundo mío –murmuré a la tarde.
Renacido, seguí mi camino.
Afuera debe estar el mundo todavía, aunque hace años que no salgo y supongo que habrá cambiado nuevamente.
Salí de la cueva. Inmediatamente, el aire refrescó mis pulmones y suspiré contento por salir del encierro. Caminé unos pasos sobre la pradera gris y me detuve a mirar a la ciudad lejana. Entonces, por un momento pensé en el cavernícola. Las palabras de aquel extraño surcaron mi cabeza. ¿Qué había encontrado en aquel lugar oscuro?
Dudé un instante, la cueva parecía llamarme a gritos.
- Será una buena historia – murmuré a la tarde.
Corrompido, seguí mi camino.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires: septiembre de 2007
(Versión final)