Silencio profeta

Dedicado a Saint-Exupéry, quien encontró
en su Principito la maravilla de reír al mirar las estrellas.

Cecilia salía de trabajar a eso de las nueve, pero aquella noche no fue así. Algo la detuvo a mitad de las escaleras y por ese mismo “algo” volvió a entrar en el edificio. Trabajaba en la Biblioteca Ricardo Rojas, en el centro del pueblo, lejos de su casa y de la mía; por eso me sorprendí al encontrarla allí.
Cuando vi que volvió sobre sus pasos, me di cuenta de que la había escuchado. Me entristecí un poco, no quería que todo terminara así, sin despedirnos. En el último mes, habíamos pasado por muchas cosas juntos, tejiendo una relación que acaso no tenía con nadie más.
“Silencio profeta” escuché cuando supe el final de nuestra amistad. Y luego el silencio...

Todo comenzó una tarde como bien puede ser ésta. Caminaba por la playa como solía hacerlo cuando me sentía mal, para poder pensar a solas por un rato. Recuerdo que aquel día caminé un poco más de lo habitual. Había comenzado en la plaza Primeros Pobladores y luego de pasar por Bucaneros (el último balneario que marcaba el fin de las playas vigiladas) aún seguía caminando. Quizá quería estar completamente solo, pese a que por esa época muy poca gente se paseaba por la playa, o tal vez escuché su llamado en sueños que guiaron a mis piernas ¿Pudo haber sido así? Realmente no lo sé. Lo único que sé, es que esa tarde, años atrás, el día lentamente se hacía noche y yo no paraba de caminar.
Cuando el sol comenzó a ocultarse, las luces del pueblo apenas se divisaban a lo lejos. Me detuve, cansado, y luego me acosté sobre la tibia arena para observar mejor el cielo de aquel atardecer. El sol fue perdiéndose en el Oeste y las estrellas entonces poblaron el cielo, agradecidas por el tiempo cedido.
Había muchas más estrellas de las que veo en este cielo de ciudad pequeña donde vivo. Era tal la diferencia de estrellas y colores, que estoy completamente seguro de que en aquellas playas hay otro cielo. Uno que sólo cubre el área de las playas desiertas y que desaparece cerca del tránsito de la avenida costanera. Antes pensaba así y todavía hoy sigo creyendo en eso. Lo supe aquel día que Cecilia la escuchó hablar, con palabras perpetuas e inocentes. Nuestro pueblo es ajeno al resto del mundo y aquellas playas son ajenas al mundo del pueblo.
Todavía recostado y observando el cielo, sin intenciones de levantarme, la escuché por primera vez. La voz, seca, dulce, cálida, fría, de una gama de indefinibles emociones, no provenía de algún punto fijo. Giraba a mí alrededor de manera extraña.
–Silencio –decía al pasar –. Silencio.
Al principio, casi ni me percaté de la voz. Me encontraba hundido en mi mente y tan ajenos me resultaban los sonidos provenientes del mundo, que no le di importancia a lo que escuchaba. Además, la voz, luego de pronunciar la misma palabra por unos minutos, desapareció por completo. Así que seguí relajado, mirando la franja de estrellas, sin darme cuenta de lo que estaba sucediendo.
Cuando decidí que era hora de volver a casa, ya había pasado un largo rato sin escucharla. Me levanté, me sacudí la arena y emprendí la marcha. Apenas pude avanzar unos metros. Me sentía vacío, hueco. Tenía la sensación de estar olvidándome de algo, y era verdad.
Volví sobre mis pasos y miré a la oscuridad en derredor.
–Silencio.
Dijo primero...
–Profeta
… dijo después.
“Silencio profeta”. ¿Qué quería decir aquello? No lo sabía aún, pero me acometía la curiosidad. Me encontraba perplejo, completamente alucinado con la voz. Trataba de imaginarme qué era aquello que no veía, aunque a simple vista, en la oscuridad, no divisaba silueta alguna y rápidamente me di cuenta de que no había nadie allí. La voz era real, al menos lo parecía, pero era sólo una voz.
Estuve a punto de intentar entablar conversación, cuando recordé que me esperaba al menos una hora de caminata. Al día siguiente tenía que trabajar y necesitaba descansar al menos unas horas; no había tiempo para sumergirme en una conversación mística. No, descarté la idea al instante. Aunque la curiosidad era fuerte, mi sentido de responsabilidad lo era todavía más. Así que, en vez de adentrarme en el misterio que me abría las puertas, di media vuelta y emprendí el retorno a casa. De más está decir que me fue imposible hacerlo. Era tan fuerte mi necesidad, mi ansia, que apenas logré dar unos pasos. Volví a darme vuelta, al mismo tiempo en que abría el bolsillo de mi camisa, aquel que había sobre el pecho...
–Ven –le dije a la nada, pensé por un momento que estaba loco–, entra aquí.
Una ligera brisa movió la arena, formando pequeños remolinos que danzaron por debajo de mis rodillas. Se podían ver pequeñas figuras que viajaban por el aire y escuchaba la armoniosa melodía de lejanas campanas. Estas pequeñas figuras luminosas, que brillaban aún más que las estrellas, se unieron a los remolinos y cubrieron mi cuerpo íntegramente, dejando una sensación cálida que todavía perdura. En un instante todo cesó. Los remolinos, el viento, las pequeñas estrellas... Cerré el bolsillo y comencé a caminar, esta vez sin detenerme.
Y sí, la sentía. La sentía en mi pecho, en mi forma de respirar, y también la sentía en mis piernas, que se cansaban mucho más que de costumbre.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba, pensé qué debía hacer con la voz. Por un lado, no quería dejarla sola durante todo el día; por el otro, sabía que si la llevaba conmigo difícilmente trabajaría. Era realmente todo un dilema. Luego de mucho pensar decidí que vendría conmigo; creí que podría hacerme un rato a la hora del almuerzo para indagar en mi nuevo tesoro. Así que fui hacia el perchero de pie, donde colgaba la camisa que había usado el día anterior, y acaricié por unos segundos el amplio bolsillo del pecho. Luego lo abrí. Me recibieron las mismas estrellas pequeñas, ahora aplacadas por la luz del día, y aquel armonioso resplandor. Tomé el pequeño remolino de cielo en mis manos y lo pasé al bolsillo de la camisa que traía puesta. Me incomodaba, era cierto, pero me sentía bien, mucho mejor que en bastante tiempo.
Para el mediodía no podía resistir más las ganas de charlar con la voz. Llevé mi mano hasta el bolsillo, lo abrí lentamente, como para corroborar que seguía allí, y le hablé. Nada. La sentía moverse, girar, pero no me respondía. Le dirigí, entonces, nuevamente la palabra, pero fue inútil, seguía muda. Fuese lo que fuese la voz, no parecía tener ganas de charlar conmigo, aunque no me resigné fácilmente. Estuve al menos veinte minutos intentando sacarle algo, una palabra, una razón de ser, los últimos diez prácticamente gritándole. Cualquiera que haya observado aquella escena, seguramente pensó que por fin me había vuelto loco.
Cerré el bolsillo con cautela, estaba molesto. Sentía una pesada opresión en el pecho que me dificultaba todos los movimientos. Además, aquel silencio hacía que me invadiera todavía más la curiosidad. No podía concentrarme en otra cosa que no fuera en la voz. No podía hacer nada.

Cuando volví a casa, ya en el final del día, estaba resignado. Me saqué la camisa y la colgué en el perchero, luego fui a sentarme al sillón. Volví a hacerme la misma pregunta que me había hecho durante la mañana. ¿Qué haría con la voz? Por más que no quisiera dejarla sola durante el día, no sería buena idea llevarla nuevamente al trabajo. Luego de mi intento de hablar con ella a la hora del almuerzo, el resto de la jornada lo había pasado sumergido en distintos pensamientos que nada tenían que ver con el trabajo. Así no podría sostener por mucho tiempo mi empleo y no nadaba en la abundancia justamente. Si quería seguir con mi vida normal, tendría que dejarla en casa.
En ese momento escuché que me decía…
– Silencio.
La voz, parecía otra. Había cambiado, aunque no sabría decir bien en qué. La notaba diferente. Sonaba lastimosa, quebradiza. Como si estuviese sufriendo. Resonaba en la habitación como los ecos provenientes de oscuras cavernas.
Otra ola de curiosidad invadió mi cuerpo ¿a qué se debía aquel notable cambio? ¿Qué le había pasado? Por más que lo pensaba no podía hallar la solución.
– Tendré que intentar hablar con ella – murmuré a la habitación, mirando fijamente hacia el perchero –, necesito saber si necesita algún cuidado en especial.
Me acerqué a la camisa y le hablé. Y aunque usé el tono más dulce que pude conseguir, con esta voz que se engruesa a cada día que pasa, no conseguí palabra alguna.
¿Qué debía hacer? Suponía que la voz estaba sufriendo por alguna razón, mas no quería decirme porqué. ¿Debía despreocuparme o todo lo contrario: luchar hasta que me dijera qué le pasaba? Desesperado, intenté persuadirla por otros medios. Prendí la radio, para que escuchara un poco de música, le leí el diario, dándole mis serias opiniones respecto de la política del pueblo, hasta le canté largas e improvisadas canciones de cuna… Todo era completamente inútil. La voz seguía sin hablar, ni siquiera se movía. Era un peso muerto en el bolsillo de la camisa. Enojado, golpeé la pared y dejé el cuarto rápidamente, para que mis manos no hicieran algo de lo que luego me podría arrepentir.
Esa misma noche, ya en la cama y a punto de dormirme, me llegó el sonido de la voz desde el living.
– ¡Profeta! – gritó. Por el tono parecía asustada
Cerré los ojos, todavía estaba enojado, y fingí dormir. No tenía ni la más mínima intención de hablar con ella, luego de la mala sangre que me había hecho pasar. Sin embargo, luego de escucharla gritar por segunda vez, escuché mi propia voz…
– Silencio profeta – le dije.
La voz en el living comenzó a reír y yo también esbocé una enorme sonrisa. Aquella risa estridente hacía que uno se sintiera mejor. Más sereno y paciente, más alegre. Hacía de los difíciles problemas diurnos, apenas situaciones difusas perdidas entre los demás recuerdos.
Cerré los ojos nuevamente, todavía sonreía, y entré rápido en un estado de profundo sueño.
A la mañana siguiente, por primera vez en mucho tiempo, desperté de buen humor.

Para el mes de convivir con la voz ya éramos amigos. Había aprendido varias cosas sobre ella, así como supongo, ella había aprendido cosas sobre mí. Por ejemplo, luego de varios días de escuchar con atención, supe los horarios en que solía hablar más a menudo. A mi amiga, a tal parecer, le gustaban por sobretodo las mañanas cuando la claridad del día deslumbra por su pureza. Aunque no era una constante. Los días de sol podías escucharla hablar y reír durante horas, mientras que los días oscuros apenas si se la escuchaba un par de veces. También supe en qué camisas prefería estar y qué música escuchaba con más atención. Todo de acuerdo a las impresiones que me causaban sus diferentes tonos y a aquella hermosa risa que hacía rejuvenecer el espíritu. Los fines de semana salíamos a caminar y nos sentábamos en la plaza a disfrutar del sol. A veces también la llevaba al cine, pero mucho no le gustaba. Supongo que era por la oscuridad que reina en las salas. Sin embargo, casi siempre que salíamos de la casa, la escuchaba reír, disfrutar de las salidas.
Una noche, cuando estaba por acostarme, la saludé como de costumbre. Miré hacia el perchero, que ahora se encontraba en la otra punta de mi habitación, y dije lo mismo que decía todas las noches desde aquella primera.
– Silencio profeta.
No me pareció raro en ese momento, pero la voz no rió como de costumbre.
– Silencio – me respondió secamente.
Y luego sólo se escuchó el silencio.

Esa noche soñé con ella. Pero no con la voz, sino con la niña que alguna vez había encerrado a la voz.
En mi sueño, caminaba por la playa. Aún era de día pero por poco tiempo. La oscuridad reinaba en el ambiente y el sol comenzaba a hundirse en el mar horizonte del oeste. Las luces de Bucaneros se veían lejos hacia el sur y me pregunté como había llegado hasta allí, si generalmente no me alejaba más de unas cuadras del centro, pero no le di importancia. En cambio, me acosté sobre la arena y dejé que mis pensamientos volaran mientras observaba las estrellas que ya habían empezado a poblar el cielo. Fue entonces cuando caí en cuenta de que volvía a vivir aquel primer encuentro.
Y ahí la escuché. Para mi sorpresa, también la vi.
– Silencio – me dijo y luego me sonrió.
– Profeta – le respondí y le devolví la sonrisa.
La niña, mi voz amiga, no debía de tener más de dos años. De largos cabellos rubios que jugueteaban con la brisa veraniega y piel pálida comparada con el clima que la rodeaba, caminaba hacia mí desde la oscuridad, tambaleándose con el poco equilibrio de la gente pequeña. Bañada por los leves rayos del atardecer, la vi hermosa, pequeña y radiante, llena de vida y de esa alegría tan particular de los niños.
– ¿Verdad que tú eres mi princesita? – le pregunté.
Silencio y atrás el ruido de las olas.
– ¿Verdad que eres mi ángel? Mi profeta silencioso, mi cómplice de vida
No recibí ninguna respuesta, mas tampoco la esperaba. La niña me miró por unos segundos y luego se sentó a mi lado. Tomó mi mano y yo, dudando, la miré a los ojos. Sonreí aún más al verlos. Uno podía perderse en esos ojos que reflejaban el sol moribundo de la tarde.
Juntos, en mi sueño, observamos aquel atardecer plagado de perfección.

Cuando desperté me sentía muy bien. Guardaba todos los detalles del sueño y era la razón de mi inmensa alegría. Fui hasta el baño, donde me lavé la cara y los dientes, y luego volví a la habitación para saludar a mi amiga. Quería comentarle el extraño sueño que había tenido ¿Verdad que eres mi ángel? Le había preguntado, y en parte pensaba que era así. ¿Para qué, sino, había sido destinado a cruzarme con ella?
Algo andaba mal, lo sentí ni bien entré en la habitación. Algo había pasado, aunque no sabía qué. Corrí hacía el perchero y al levantar la camisa, el miedo inundó mi mente. La camisa era más liviana de lo habitual o, para decirlo de otra manera, tenía el peso de una camisa común y corriente. Abrí el bolsillo rápidamente y descubrí aquello que rondaba por mi cabeza. Se había ido. Una sensación de abandono abrazó mi cuerpo.
Ese día no fui a trabajar. Pasé el tiempo buscándola por el pueblo, aunque sabía que no la encontraría. Busqué en la plaza, donde tantas mañanas habíamos pasado disfrutando del sol y de la brisa que dotaba de vida a los árboles, en el barcito el Andén, donde mirábamos a la gente y me preguntaba cómo era que podían vivir tan angustiados, hasta le eché una mirada al cine y a la oficina, donde todavía trabajo. No encontré rastros de la voz y aquel sentimiento de felicidad que me había acompañado desde el instante en que la conocí, se había esfumado completamente.
Ya por la noche me encontraba desilusionado y había perdido toda esperanza de encontrarla. Fue entonces que pasé por enfrente de la biblioteca y observé a Cecilia bajando las escaleras. Allí fue cuando la escuché por última vez. La voz venía de adentro de la biblioteca. ¿Qué hacía allí? Tan lejos de casa.
– Silencio.
Dijo primero…
– Profeta.
…dijo después.
Y Cecilia la escuchó. Estoy seguro. ¿Qué otra razón había para explicar su vuelta tan apresurada al edificio? Ninguna. Y yo que observé toda esa escena, medio triste, medio feliz, comprendiendo la extraña amistad con aquella voz niña, en vez de ir en su búsqueda, me despedí silenciosamente y me fui a casa.

Pasaron los días, las semanas, los meses. Al principio, iba a diario a la biblioteca con la remota idea de escucharla. Y aunque estaba seguro de que nunca más la escucharía, mantenía mis esperanzas. Si algo me enseñó mi pequeña amiga es justamente eso, que nunca hay que perder la esperanza.
En una de esas tantas visitas la biblioteca, de la cual cabe decir, hoy sigo siendo un visitante habitual, me encontraba leyendo diarios viejos de la zona cuando me topé con una extraña noticia. Mi corazón dio un vuelco de sorpresa. Era ella, mi amiga, y era una niña al fin y al cabo, tal como la había soñado. Aunque la foto que ese día vi, no dejaba ver toda aquella hermosura que en ella había visto durante aquel atardecer.
Se llamaba Sofía y hacía unos años la habían encontrado muerta en la playa, muy cerca de donde la conocí. Tenía año y medio por aquel entonces, y su familia era de la zona. Repasando las noticias de los días siguientes me encontré con que jamás encontraron al culpable de su muerte, aunque la policía no creía que lo hubiera. La familia había ido a la playa, la madre se descuidó por un momento y parece que Sofía aprovechó para inspeccionar la playa por su cuenta. Se cree que en algún momento se metió al mar, tal vez para alcanzar algún caracol arrastrado por la marea, y luego la corriente la empujó mar adentro y el agua se ocupó del resto. Parece extraño esto de que el mar haya segado su vida. Aquel mar que despliega su eternidad y nos hace pensar en lo infinito del tiempo con sólo mirarlo. Un mar que nunca pudo apagar su voz por completo. Una voz que recorre el pueblo llenando de alegría a quienes tenemos la suerte de oírla.
En las pocas declaraciones que encontré de la madre, descubrí otra cosa que ya en parte sabía, y es que mi niña aún no sabe hablar. Por aquella época apenas si balbuceaba algunas palabras y no podía decir nada claro. El día que desapareció en la playa, llevaba puesto su pequeño bañador rosa y en sus manos cargaba un libro. El mismo que poco tiempo después, al volver a revisar la foto del periódico, pude ver en sus manos. Su libro favorito, el que pedía escuchar todo el tiempo. Silencio profeta, anunciaba su título, y en la tapa podía apreciarse una playa inmensa en medio de un atardecer perfecto.

Hoy ya no le hago tantos problemas a los problemas y casi nunca camino desesperado por el pueblo en busca de soledad. Creo que este fue su regalo, el de ella, que durante ese mes alimentó mi corazón de alegría.
A veces salgo a pasear y termino en la playa, en aquel punto donde la conocí. Donde las estrellas me dan su espectáculo nocturno y las luces de Bucaneros apenas si se divisan a lo lejos. Me siento para observar el atardecer y es entonces cuando mis ojos me engañan y creen ver a mi niña, con sus dorados cabellos al viento y su pálida piel, caminando hacia mí desde la oscuridad. Allí es cuando abro aquel libro suyo, que tanto aprendí a querer, y lo leo de principio a fin, con lágrimas surcando mi rostro y una sonrisa grande en los labios. El mismo libro que les leo a mis sobrinos y que seguramente les leeré a mis futuros hijos.
Cuando se hace de noche y me encuentro solo en mi habitación, siempre vuelve el recuerdo de mi amiga y me pregunto qué habrá sido de ella. Nunca me atreví a preguntarle a Cecilia sobre los remolinos de estrellas y campanas, y si alguna vez soñó que se encontraba con ella para disfrutar juntas de un atardecer. Y aunque nunca tuve el valor de preguntárselo, sé que se encontraron y que la cuidó todo el tiempo que pudo. Saben, es imposible resistirse a aquella voz dulce que despliega su manto de energía, a aquella risa que vaga por el aire y hace que la vida sea más sencilla y feliz. ¿Todavía estaría con ella o ya estaría en los brazos de otro? Supongo que sí, que ya habrá encontrado otra persona. Una en busca de una señal, una visión, una razón por la cual hay que seguir resistiendo, sin importar lo que suceda. ¿Verdad que eres mi ángel? Le pregunté alguna vez en sueños. No estoy seguro de ello, pero debe serlo. Un pequeño ángel pueblerino que vaga por las playas y las bibliotecas, sembrando esperanza en los corazones de la gente.
Cierro los ojos con intención de dormirme, no volví a soñar con ella, y por reflejo me escucho decir lo mismo todas las noches….
– Silencio profeta.

© Alejandro Andrade
Buenos Aires, julio de 2000.
Publicado en Ciudades y otras historias, Buenos Aires: Dunken, 2006.