El pulóver rojo

Para Romina

Lo habías olvidado. Aquel pulóver rojo y algunas otras cosas, pero sólo me llamaba la atención aquella prenda al rojo vivo. Sentía que me llamaba su color, su forma. Sentía que por alguna razón lo habías olvidado para mí.
A la tarde viniste a casa. Conversamos por largo tiempo, comimos algo y salimos a recorrer la ciudad. Luego te acompañé hasta tu casa y caminé con cierta tristeza las quince cuadras que nos separan. Cuando abrí la puerta y encendí las luces, fue lo primero que vi. El pulóver se encontraba sobre la cómoda donde dejo las llaves, las cuentas sin pagar y ese tipo de cosas. Estaba doblado ligeramente en dos, con una manga que caía inconsciente, como flotando en el vacío de la noche.
Lo veo, lo levanto, lo huelo. Es tuyo. No recuerdo habértelo visto, pero tiene que ser tuyo. ¿De quién más puede ser? No ha entrado nadie a la casa en el tiempo en que hemos estado afuera. Lo recuesto sobre la mesa, lo examino. El pulóver es suave al tacto, siento su roce cómodo y confortable. Es curiosamente chico y las mangas exageradamente largas. Su fuerte color rojo me recuerda tus labios y eso hace que me sienta solo por unos instantes.
Lo levanto de la mesa y lo recuesto sobre el respaldo de una silla. Camino a la cocina, busco algo que comer. Vuelvo con un huevo revuelto y un poco de arroz. Me siento al lado del pulóver, lo invito a cenar, pero la comida me sabe mal. En realidad no tengo hambre. Guardo mi cena en la heladera y limpio el plato. Luego regreso al living, levanto el pulóver de la silla y lo llevo al cuarto.
Lo veo, lo levanto, lo huelo. Me reconforta saber que es tuyo. Me siento feliz y perdido, como flotando. Abrazo el pulóver, pero en el estado de ensueño en que me encuentro, siento que te estoy abrazando a vos. Desde el living me llega el sonido del teléfono. Que suene. No quiero que nada me distraiga. Quiero sentirme así para siempre.
Huelo la fragancia de la prenda. Es tu perfume, pienso, y entonces cierro los ojos y alargo los brazos, mis dedos buscan tu mano y después de buscarla en vano por un largo tiempo, la encuentran. Estás conmigo, sentada a mi lado, con tu pálido rostro hermoso y tu mirada cautivante, con tu cuerpo armonioso y perfecto, observando con prudencia cada movimiento que hago. Te abrazo, te beso y nos quedamos así, fundidos en un beso y un abrazo, disfrutando de la noche y de la compañía.
De repente abro los ojos. Tu imagen desaparece y con ella las sensaciones que recorrían mi cuerpo. Las luces están encendidas, me molestan. Las apago y prendo un cigarrillo. Por la persiana de mi ventana se filtran pequeños rayos de luz que juegan moviéndose de un lado para el otro. Me relajo y me dejo llevar. Es entonces que recuerdo…

La cena había estado bien, aunque apenas si recuerdo qué comimos. En cambio, de las largas caminatas por las calles porteñas, de nuestras discusiones sobre Gudiño Kieffer y Lagerkvist, recuerdo cada palabra, cada tonalidad, cada instante.
En la puerta de tu casa te besé. Tu cuerpo, bajo la tenue luz de una lámpara callejera, se hizo uno con el mío, creando pequeños resplandores de dulzura. No, no fue un beso común y corriente. Fue uno especial. Uno de esos besos que nos acompañan durante años, y por los cuales juzgaremos a todos los venideros. Te miré a los ojos, llevé mis manos a tu rostro, que me devolvía tiernamente la mirada, y te besé. Un abrazo y luego una despedida.


Sentado en mi cama, en completa oscuridad, me doy cuenta de que te quiero. Apago el cigarrillo y me acuesto.
A la mañana siguiente tocan el timbre, apenas percibo el sonido entre sueños. Miro el despertador, son las nueve. Me levanto en cámara lenta y abro la puerta. Sos vos. Mis ojos te ven hermosa, radiante. El sol matinal te baña de un encanto misterioso.
Dos besos, un saludo y una despedida, y luego te vas. Caminas calle arriba, llevándote el pulóver rojo en una mano, y yo me quedo parado en la puerta de mi casa. Te veo irte y lo veo irse. Me siento un poco triste, desolado. Entro en la casa y me vuelvo a acostar.
Por la noche vienes a verme, tocas tres timbres. Comemos algo y salimos a caminar por el centro. Olvidas una campera azul.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio de 2007
Publicado en
El Arca de los Cuentos, Dunken, 2007