1. Un hombre sentado en una pradera, lentamente pasa la noche.
Sigilosa, la noche estaba llegando [él estaba sentado en medio de ella]. Ligero de ropas, de andar chueco, sus pasos marcaban la ruta surcada. Partióse entre llantos después del recuerdo del muerto, su muerto ser corrompido por el llanto ajeno que lo cubría de dolor. Sereno, algo dormido, su voz sonaba como la brisa que arrulla a la noche venidera. Estaba solo, pero no le importaba. Su voz era su compañera. Ella era su único puerto; único puerto para su barco sin rumbo.
Se hizo de noche, la mirada recorría el claro oscuro. Más allá otras voces revoloteaban junto a los árboles, y él, sereno, gris, sigiloso, quería perderse en los sonidos, beber del agua del tiempo, escapar a los recuerdos… ¿Bienvenido a Maravilandia? No, todavía no, ¿acaso dejó atrás a su muerto? Ese angustiante fantasma lo seguiría, no se desprendería de él con un espeluznante vómito. Sin embargo había aquella fragancia en el aire y aquellas dulces melodías lejanas, que le permitían pensar que todo pasaba, que todo llegaba, que las palabras y las imágenes lentamente se escapaban...
Y entonces llegó el silencio y la idea lo arrasó. La noche se volvió silenciosa, haciendo que todas las voces que antes le cantaban a la estrella se vieran acalladas totalmente. Sí, totalmente he escrito. Él y su voz compañera, absortos de comprensión y de fascinante caminata, finalmente partieron hacia Maravilandia, mientras arrojaban vómitos a ese mar que dejaban atrás. El viento, los árboles, la noche... Padre sol, curioso reloj de cuerda, anunciaba el día, el final de las voces, el comienzo del adiós.
2. Una mujer en su departamento, mira por la ventana y recuerda.
Lo miro y te veo a través de sus azules ojos [el gato descansa sobre la cama y también me mira]. Atrás, el reflejo de esta luz de luna en la ventana, esta luna solitaria, que me hace pensar que esta noche será muy larga, eterna noche y soledad.
Hoy me siento ajena, desnuda. Lejos de tus brazos, lejos de tus sábanas, me siento intranquila, jadeante, dormida. Y ahora es el sueño el que me transporta nuevamente hacia vos. Te veo acostado, con tu sonrisa que hace que la noche se vuelva más noche, exhibiendo aquel hermoso lunar que descansa en tu entrepierna. Y me dejo llevar por las sombras, por el recuerdo, por el olvido, por el perdón.
Perderse es algo extraño. Quisiera poder perderme, dejar fluir esta noche oscura mía, dejar de sentir tus dedos (acudo a mi noche sólo para poder sentirme perdida). Pero no puedo, me acuno, me lloro. Me acerco a la cama sueño y observo los ojos azules.
De repente, en medio de toda esa mirada silencio, mi boca acaricia tu boca y comienza a recorrer tu pecho, ansiosa de llegar a esa zona lunar. Así sigue bajando y se encuentra con tus manos nerviosas cadentes de imaginación. Siento los dedos, el roce tierno que sube por mis brazos y que cubre mi rostro completamente. Y este rostro mío queda perplejo ante toda tu majestuosidad, reflejando que la noche se ha vuelto luminosa y placentera. Es entonces que te beso, mi lengua recorre tu piel con placer y luego descubro las sábanas, observo tu cuerpo por un instante y simplemente me dejo llevar.
Así termino, placer ajeno a mi cuerpo. Despierto en la habitación oscura, siento las amargas lágrimas sobre mis labios, y cierro los ojos para volver al sueño, pero no puedo: la noche sigue cálida, y esta ropa que llevo hace que despierte del todo y te pierda para siempre.
Entonces me desprendo de la ropa, la dejo sobre la mesa. Luego abandono el cuarto desierto; el gato clava sus ojos azules sobre mi cuerpo desnudo.
Salgo al balcón a despedir la noche.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, septiembre de 2008 (versión final)