De Olivos a Pacífico

Por la mañana llegó tarde a trabajar. Había despertado tarde, desayunado tarde y también se había tomado el colectivo más tarde de lo normal. La vida de Mariano era complicada: escasos minutos le deparaban el inmediato destino laboral y era constantemente atacado por sus propios compañeros y sus jefes… Pero era feliz con la vida que llevaba. Gozaba de un buen sueldo y nada le impedía buscarse otro trabajo si se cansaba del que tenía.
Trabajaba en la sucursal Pacífico del Banco Nación, justo a media ciudad de distancia, y hasta esta mañana nunca había llegado tarde. Todos los días despertaba a eso de las siete y media, tomaba la toalla que colgaba sobre la puerta del armario y se duchaba durante diez largos y relajantes minutos. Luego desayunaba rápido, ya casi no había tiempo, y a las ocho, puntual, esperaba el colectivo ciento cincuenta y dos en la esquina de Maipú y Echeverría. A esa hora del día, de Olivos a Pacífico, hay cuarenta minutos de viaje en colectivo. Eran suficientes, hasta tenía tiempo de sobra por si se presentaba algún problema –un choque, transito, corte de calle– pero por lo general el viaje era rápido y tranquilo.
Llegaba al banco a las nueve menos diez, temprano, demasiado temprano incluso, pero no le molestaba llegar temprano a trabajar. Inconsciente, jamás se había percatado de que era un esclavo del tiempo. Él, junto con todos los de su círculo, vivía atado a una cadena de sucesivos acontecimientos que giraban sin cesar.
Cuando volvía a su casa, cansado y decaído, a eso de las ocho de la noche, poco le importaba lo transcurrido durante el día. Se relajaba, sentado en el sillón del living, y dejaba entonces que su mente viajara. Viajaba mucho más lejos de lo que cotidianamente él viajaba, de Olivos a Pacífico. Imaginaba lugares, sitios conformes a él, donde no formaba parte de ningún sistema. Donde no era una cifra, un número entre entes y organizaciones cotidianas. Soñaba vida y alma, y por momentos, al menos sentado en su sillón, gozaba de una buena vida propia.
Cenaba algo ligero y miraba un rato la televisión. Luego, cuando se iba a dormir, colgaba una toalla de la puerta del armario, cerrando el ritual. El día concluía una vez más y él casi ni enterado.
Durante cinco días a la semana esto mismo transcurría una y otra vez.

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Esta mañana simplemente explotó. Aquella sensación de responsabilidad que lo obligaba a seguir con su monótona vida, desapareció por completo, dejando un vacío de tranquilidad. Los problemas le parecieron ajenos y el deseo de libertad se vio concedido. Así, cuando sonó la alarma a las siete y media, no le hizo caso. Siguió dormido en profundo éxtasis sin siquiera preocuparse en apagar el ruidoso aparato. No se duchó, no desayunó rápido y a las ocho no estuvo en la esquina de Maipú y Echeverría. Sin embargo cuando decidió que era hora de levantarse, se dijo que iría a trabajar ese día, sólo que un poco más tarde. Era temprano y quería disfrutar de la sensación mientras durase. Estaba de buen humor y veía las cosas en otros tonos, colores más brillantes y más vivos.
A eso de las nueve se sintió con suficientes fuerzas y ganas, dejó la seguridad de su casa y caminó hasta la parada del ciento cincuenta y dos. Cuatro cuadras, todas maravillosas, llenas de sorpresas y lugares por descubrir. El café de la esquina, el kiosco de diarios, una cabina telefónica ¡cuántos secretos escondían aquellos lugares!
El día había despertado nublado, a las nueve no llovía aunque pronto comenzaría a garuar. El cielo estaba completamente cubierto por un manto oscuro que tomaba la forma de nubes. Hacía frío y por las calles corría una brisa que helaba los huesos. Pero él igualmente era feliz. La mañana, su mañana, era perfecta y no hubiese cambiado ningún detalle.
En ese lapso de tiempo en que estuvo esperando el colectivo, mientras observaba cuanto ocurría alrededor suyo, tuvo una revelación. Con la mirada clavada en los dos escolares que esperaban el colectivo junto a él, descubrió la triste verdad a la que pertenecía. Fue entonces cuando la mañana se le hizo fría y oscura, más afín al clima que lo rodeaba, y cayó en cuenta de lo que estaba pasando. Desesperado, pensó que estaba llegando tarde al trabajo y que eso le quitaría puntos de presencia, quizás perdería el bono por “presentismo”. Pero ni bien pasó el aluvión inicial, se calmó un poco y lentamente volvió aquel otro sentimiento. Ése que hacía de aquella mañana oscura un paraíso de colores donde todo podía suceder. Después de todo, daba igual lo que sucedería al llegar al banco. Ya todo estaba hecho y nadie podía cambiarlo.
Un poco más tranquilo, dedicó el resto del tiempo de espera en observar aquello de lo cual se había dado cuenta. Y es que esa fría mañana, Mariano, descubrió cuatro círculos de personas que vagan perdidas por la calles de todo las ciudades del mundo. Cuatro círculos que son similares en aspecto pero que giran separados por abismos de tiempo (zanja decorativa del silencio).

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El primer círculo es el de los llamados Fugaces. Son verdaderamente una gran multitud, aunque cuentan con la habilidad de ser invisibles para el resto de las personas, al menos lo parece por momentos. Son aquellas personas que uno no ve, pero ciertamente están allí. Los Fugaces se encuentran por todas partes. Gente con determinado tiempo en la tierra, que se pasea sin importarle las miradas ajenas. Personas intrascendentes que divagan erráticas por las calles oscuras y sucias. Si miran atentamente, podrán encontrarlos en las esquinas vendiendo rosas, limpiando parabrisas; en los umbrales de las casas pidiendo monedas, viviendo su vida efímera carente de futuro. Los Fugaces viven la vida, girando en el destino que les ha tocado en suerte, y dejan que el resto viva la propia.
El segundo círculo, en el cual Mariano se sintió incluido, es el de los denominados Minutos. En gran medida, dentro de los límites de la ciudad, el de los Minutos es el círculo más grande de los cuatro. Cuenta con muchos más adeptos que los Fugaces y aun así es más intrascendente. Los Minutos son aquellos de mirada perdida, de rostros oscuros opacados por el cansancio. Aquellos que no controlan su propia vida y viven sólo para soñar. También se encuentran en todas partes, pero, en ciertos casos, son más difíciles de distinguir. Disfrazados cada cual con su disfraz correspondiente, caminan por las mañanas presos del reloj que los agobia. Víctimas de la rutina que los engulle, marchan con la cabeza gacha hacia los más inimaginables rincones de la ciudad. Si están con tiempo, una mañana bien temprano, echen un ojo hacia los colectivos, hacia los trenes, hacia los subtes. Allí los encontrarán, apretados entre sí, en una maraña de personas que exclaman excusas y hablan consigo mismo, maldiciendo por lo bajo a ese dios que los ha creado. A esa vida que insisten en vivir.
Del tercero de los círculos forman parte todos los seres humanos alguna vez. Y es que tan particular círculo corresponde a una etapa de la vida. A estos se los ha llamado Insignificantes. No se los ve muy a menudo y es que deambulan por las calles en determinados ciclos temporales. Su horario de tránsito varía mucho con respecto al tiempo y la época del año. Generalmente, durante el otoño y hasta bien entrada la primavera, podrán encontrarse con ellos por la mañana temprano, al mediodía y luego a la tardecita. Los Insignificantes son, entre los cuatro círculos, los más alegres y quizás se sorprenderán al escucharlos reír con ese tono particular que sólo ellos tienen. Esa manía de compartir momentos y de disfrutar de la vida que aún mantendrán durante largos años. Son de los que mantienen la mirada perdida, las voces de súplica y las mentes abiertas en busca de sabiduría. A su vez, este círculo, aunque más pequeño que el de los Minutos, es más variado aún. Se divide en miles de estirpes diferentes. Están los de blanco, aquellos que combinan tan bien el verde y el azul, los de bordó, los de gris, los de cuadros, los de rayas. La única forma real de distinguirlos del resto de los círculos es observando esa costumbre suya de cargar bajo sus frágiles brazos alguna carpeta o libro, aunque hay aquellos que prefieren la comodidad de la mochila. Pero que no los confunda esta diversidad. Todos son básicamente un mismo círculo, todos giran en torno a ellos mismos. Viajan juntos hacia el futuro en busca de soluciones y promesas.
El cuarto y último grupo es el de los llamados Pacientes. Como los Insignificantes, este círculo también se nutre de todos los seres humanos y se encuentra en la etapa final de la vida. Se los ve por toda la ciudad, y pueden encontrárselos por la calle cuando menos se lo esperen. Tienen la particularidad de hacer que las colas duren horas y horas, y cuentan con un repertorio enorme de historias de tiempos inmemorables. Generalmente se pasean en harta soledad y desfilan delante de los otros grupos mostrando el ocaso futuro que a todos les espera. Escupen hacia el presente, lloran por el futuro y apenas si sonríen al pensar en el pasado. Si cruzan una plaza, por las tardes de primavera o de verano, siéntense cerca de las mesas de ajedrez o de las canchas de bochas. Desde allí podrán escucharlos y les aconsejo que los escuchen con atención, ellos podrán enseñarles mucho más de lo que creen. Estos Pacientes que vagan por la vida en busca de un hombro donde caer y llorar.

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Mariano, un poco triste luego de su descubrimiento, se quedó mudo y perplejo pensando en círculos y personas. La mañana seguía siendo hermosa, aunque gran parte de su encanto se había perdido. Verse confinado a un círculo hizo que se sintiera mal por unos momentos, y por primera vez en mucho tiempo cayó en cuenta de su soledad. Pero no podía deprimirse, no esta mañana, así que forzó una sonrisa y siguió esperando en silencio. A los pocos minutos el ciento cincuenta y dos apareció lejano en la avenida, se acercó ruidosamente y se detuvo a escasos pasos. Dudando, subió al colectivo que lo llevaría de vuelta a su vida de siempre. Con él subieron dos Insignificantes y un Paciente.
Pagó los ochenta centavos correspondientes y fue a sentarse al fondo, al lado de un Minuto que venía echándose una siesta. En el trayecto hasta Puente Saavedra, subieron cuatro Insignificantes, quince Minutos, tres Pacientes y un Fugaz que ofreció a gritos cuatro encendedores chinos al precio de uno nacional. De las veintitrés personas que subieron, los Insignificantes fueron los más ruidosos y alegres, cosa que cayó mal entre los Minutos, que los miraron con malos ojos, y entre los Pacientes, que se debatieron entre hablar mal de las nuevas generaciones o recordar con alegría los tiempos insignificantes. El que no pensó en el asunto fue el único Fugaz que subió, que luego de comprobar que nadie compraría nada bajó a las pocas cuadras en busca de nuevos clientes.
En Saavedra subieron diez Insignificantes más, que se sumaron al ya ruidoso grupo e hicieron del colectivo un bochorno andante. Los Minutos que quedaban, cinco habían bajado un par de cuadras atrás, se resignaron a aceptarlos y los tres Pacientes ya se habían olvidado por completo del tema. Luego, a la altura de Cabildo y Monroe, los Insignificantes abandonaron el colectivo en manada. Y si bien una legión de Minutos, que salió escupida del subterraneo (con dos Pacientes mezclados entre sus filas), los reemplazó, el ambiente fue por lo menos silencioso.
Así pasaron las cuadras. Los Minutos pasaban, subían, bajaban, exclamaban ay Dios, mientras que el pequeño pero unido grupo de Pacientes viajaba en completo silencio. Mariano, que observaba todo aquello con ojos extraños, sentía cierto desconcierto en el aire. Una extraña aureola lo envolvía todo, no sabía qué era, pero ahí estaba. Casi podía verla. Posó la mirada sobre los dos pequeños círculos que viajaban a su lado y el resto del viaje se entretuvo imaginando la vida de cada persona que le devolvía la mirada. Cuando estaba por bajarse se dio cuenta de aquello que lo apenaba: cada metro que se movía estaba más cerca del trabajo y de volver a su vida.
Bajó en Puente Pacífico, de ahí tenía que caminar tres cuadras hasta el banco. Todavía estaba de buen humor pero ya no sentía aquella maravillosa sensación que había tenido al levantarse. Ahora más bien estaba triste, aunque no sabía bien por qué. Al bajar del colectivo se quedó quieto por un instante. La avenida estaba repleta de Minutos que corrían perseguidos por el tiempo, fantasma invisible, y entonces, resignado, comenzó a caminar.
Caminó tranquilo y pausado. En la esquina compró un ramo de rosas a un Fugaz, pensó que a su escritorio le vendría bien un poco de vida. A mitad de cuadra se detuvo frente a una relojería y pensó por un momento quién había sido aquel maligno ser que había inventado los relojes y si aquella persona se había dado cuenta de qué le había hecho su invento al mundo. Pero se olvidó completamente del asunto cuando, al mirar un reloj, vio que eran casi las diez y media. Entonces volvió a caminar, sin detenerse a pensar en nada y, a su vez, sin poder dejar de pensar que estaba llegando tarde.
En las escalinatas del banco se encontró con un grupo de Fugaces que intentaban protegerse del frío matinal con una frazada carcomida por el tiempo. La imagen lo entristeció más. En la puerta lateral, un grupo de Pacientes formaba una larga cola, el frío tampoco era clemente con ellos. Mariano pudo observar las manos temblorosas, los ojos llorosos, el cansancio de una larga vida. La imagen también le resultó triste, pero a tal parecer, no había espacio en su interior para más tristeza. Se sentía colmado de una negrura horrible que terminó de destrozar toda la alegría que había sentido. Abatido, se paró frente a la puerta por un instante y luego caminó hasta el pequeño grupo de Fugaces y les regaló el ramo de flores. Ellos le dieron una sonrisa. Intentó sonreírles pero no pudo. El día era oscuro y frío y estaba llegando una hora y media tarde.
Con la vista pegada al suelo, entró al banco.

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Ahora son las nueve de la noche. Mariano cena ligero sentado frente al televisor. Mira las noticias del día; no quiere verlas pero no hay nada mejor para ver. Cuando termina de cenar, va hacia la cocina y lava los platos. El ruido del agua produce ecos en el departamento vacío, parece no importarle. Limpia todo y apaga las luces.
En el dormitorio se da cuenta del cansancio que lo aqueja. Recuerda que por la mañana se había sentido bien pero no puede recordar porqué y el recuerdo se le hace lejano y confuso, como si lo hubiese soñado. Se esfuerza un poco y entonces le llegan imágenes borrosas: cuatro círculos, un viaje, una sonrisa… y no está seguro de qué significa todo aquello.
Se saca la ropa lentamente y después comprueba que el despertador esté puesto en hora. Se sienta sobre la cama y por un instante su mente viaja hacia otros países, navega mares, traza planes, conquista corazones, regala rosas, busca una salida distinta… logra reprimir aquellos pensamientos a los pocos segundos. No puede perder tiempo. Al fin y al cabo, hay que madrugar para no volver a llegar tarde. No hay tiempo para fantasear con cosas que nunca en su vida tendrá el valor de hacer.
Cuelga una toalla de la puerta del armario y luego cae dormido envuelto en soledad.


© Alejandro Andrade
Buenos Aires, julio de 2002.
Publicado en
Ciudades y otras historias, Dunken, 2006