Físicas conquistas, colecta divina e imágenes antiguas. Vos no sabías que mis dedos se reían de tu rostro impregnado de arena, el cual se tambaleaba de felicidad. Aquella mirada pasiva y distante se retorcía por culpa del tacto, y yo firme serpiente, sábanas negras, observándote con cierto recelo y una mueca perversa en los labios.
Lastimada, lástimas. La luna llena engreída, apenas brilla radiante durante sólo una noche, mientras que las mareas descansan tranquilas. Descolgué el trapo de la puerta, me quedé con las migajas y me fui vacilante. Vos me miraste mientras escapaba de tus brazos, dura piedra, almohada seca, y fijando el habla en algún punto del desnudo cielo, rogaste por que el tiempo se comiera a tu mente. Recuerdos difíciles, todos lo son. Pensar en uno mismo en otro tiempo. Saber que más atrás, unas horas, unos minutos quizás, los labios ardían y las venas latían de pasión. Aun así, a pesar del momento en que vivías, los vientos consonantes y los relámpagos de impaciencia, aquella primera noche lograste contener las lágrimas y la ansiedad. Mas no lo sería así, una vez que el tiempo lograra circular otros trescientos ochenta grados en el reloj sombra de tu pared.
Aquella otra noche. Cuando te encontraste sola envuelta en las sábanas, los pies escondidos y la cabeza erguida para disfrutar del lecho, la misma sensación recordada volteó tus miedos. Apenas percataste la extraña apertura de la ventana que mantenía la habitación entre mundos grises. Una extraña brisa se colaba por aquella ventana abierta, una que hacía tambalear las sábanas convirtiéndolas en dedos, miles de dedos emergían de la nada. Dedos que recorrían cada milímetro de tu cuerpo. Dedos que se movían al compás del viento. Dedos que poseían tu mente y no te dejaban pensar en otra cosa más que en ellos. La sábana se movía en pequeños remolinos de cielo y vos suave agua, cama persa, sintiendo cada roce como si fuese el último.
Mas cuando el tiempo corrió a las estrellas, la ventana brotó enojada y cerró sus fauces de acero, dejando el aire a tu alrededor vacío. En ese momento, todo aquello que sentías se apagó fugazmente. Las esporas cristalinas que volaban sobre tu mirada, las lejanas campanas de alguna abadía, los dedos incansables que surcaban la naturaleza de tu ser. Silencio y tela amarilla, sábana y tiempo cayeron sobre tu cuerpo, el mismo que pedía a gritos más.
Alzaste la vista y observaste el cuarto a tu alrededor. El aire estaba quieto, la sábana también y vos seca tierra, lecho rosa, que movías los ojos inquietos en busca de mi figura. Ojos que pedían junto al cuerpo un minuto más de aquello, para dejar la sensación impregnada en la piel, por el resto de los restos de los recuerdos. Pero aquellos dedos, aquella sábana, se mantuvieron quietos durante toda la noche y cuando ésta llegó a su fin cayeron las lágrimas, que danzaron por tu rostro como aguas dulces y felices.
Caíste dormida bajo la atenta mirada del día y sus sombras.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, noviembre de 2001
(Versión final: enero de 2007)
Publicado en Lo que llega a la playa…, Dunken, 2007.
Con el nombre Sombras.