A mi Padre y al gran Astor
Las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué sé yo, viste. Voy hacia el balcón, es una mañana espléndida, y observo el tránsito porteño. Veo todo con detalle, fascinado. Pues verán, allí, en algún lugar de estas calles, se esconde un secreto, un regalo, un misterio, un delirio de emociones, una voz perdida en mares de voces. Y este secreto escondido, este tesoro, es lo que transforma a la ciudad en un lugar maravilloso. Cualquier mañana de éstas, salgo a la calle (recorro los grises adoquines, miro los semáforos, los buzones, la gente) y sé que hay algo más allí, que no logro ver. Voy a por él entonces; camino en busca del secreto, algo triste y solitario, y nunca lo encuentro…
Entonces, esta mañana, me visto ligero y salgo a caminar. Camino por Austria y doblo por Arenales para el lado del centro. El sol golpea a la ciudad con intensidad y parece que no hay una sola gota de sombra; yo camino desafiante bajo todo ese calor que se me viene encima (con paso firme, surco las baldosas con destino incierto). Tan compenetrado me encuentro en la búsqueda, que no advierto lo que sucede a mi alrededor. Apenas salgo del trance para observar los semáforos y para echarle una mirada al siempre estrepitoso tránsito. Camino sin ninguna razón más que caminar y todo es perfectamente normal, mañana como cualquier mañana de verano, lo de siempre en la calle y en mí, cuando de repente, de atrás de un árbol, se aparece ella.
Salta a mi encuentro y clava su mirada en la mía, deshaciendo mi caminar. Yo también la miro, sorprendido ante tal aparición; al principio, sólo existe sorpresa.
- ¡Qué extraña muchacha! - Me digo, y ciertamente lo es
(Como me es imposible de definirla con nuestro simple vocabulario parlado, intentaré describirla de la misma forma en que describiría un sueño: ella es una mezcla rara de penúltima linyera y de primera polizonte en viaje a Venus. Tiene medio melón en la cabeza, las rayas de la camisa pintadas en la piel, dos medias suelas clavadas en los pies y una banderita de taxi libre levantada en cada mano).
La miro, aún sorprendido, y comienzo a reír. Río desvergonzadamente y la gente me mira extrañada al pasar. Pues, verán, sólo yo la veo. A pesar del barullo de Arenales y Callao, advierto rápidamente que nadie más la ve. Que allí se encuentra mi tesoro oculto, que al fin me encuentro con mi encuentro destinado. Extrañas sorpresas ¡cuántos secretos esconden las calles de Buenos Aires! Puedo salir a caminar una mañana cualquiera y a cada paso descubrir algo totalmente diferente y maravilloso, como aquella muchacha a quien los maniquíes podrían guiñarle un ojo, los semáforos darle tres luces celestes y los naranjos del frutero de la esquina tirarle azahares. Aquella hermosa muchacha-tesoro que todavía me mira, a la cual todavía le sonrío, todavía más, todavía mudo por la sorpresa y la visión.
Entonces, ella se acerca a saludarme.
Se saca el melón, me regala una banderita y me dice…
- ¡Piantada! Ya sé que estoy piantada. ¿No ves que va la luna rodando por Callao? Que un corzo de astronautas y niños, con un vals, me baila alrededor… cantá, vení, volá.
La escucho y la veo, sólo mis oídos la escuchan, sólo mis ojos se posan en ella, y siento unas locas ganas de tomar envión y levantar vuelo a su lado. Sólo yo la veo, y siento cómo desaparecen los imposibles, cómo todo se desmantela. La veo, también la escucho, y todavía un poco risueño, no atino a decir palabra alguna. Pero ella, comenzando a sonreír, me dice...
- ¡Piantada! Ya sé que estoy piantada. Yo veo a Buenos Aires desde el nido de un gorrión. Y a vos te vi tan triste, vení, volá, sentí el loco berretín que tengo para vos.
Y entonces todo se sucede. Las manos pierden la timidez y se estrechan las unas con las otras, las suyas y las mías. Nos tomamos de la mano y cual vehículo a reacción a chorro, impulsado por magias absurdas, levantamos vuelo.
Loco, locos, los dos locos, como dos acróbatas dementes nos unimos en un salto astronómico. Un salto que nos acopla al viento porteño, allí, bien alto en el cielo; este viento que nos arrastra, que nos deja volar fundidos en cielo-viento. Volamos, y esquivando edificios y antenas, nos dejamos guiar por marejadas de aire citadinas. Volamos, y las golondrinas que nos miran pasar, distraídas pierden el rumbo. Volamos, y nos reímos del día, de los caminos, de la sensatez y del sentido común. Volamos, y la miro y me vuelve una loca dulzura. Volamos, y ella que observa atentamente la ciudad, escoge un edificio donde aterrizar. Y aterrizamos algo tristes, algo apartados, como extrañando la libertad de volar. Pero igual, qué más da, me encuentro tranquilo y seguro, cómodo y feliz. ¡Qué libertad! ¡Y cuánta alegría contenida!
Entonces vuelvo a mirarla, directo a sus ojos, que a veces son verdes, a veces azules, a veces naranjas, y le digo…
- Qué hermoso regalo me has dado…
Silencio. Atrás el canto de las golondrinas.
- Siempre supe que había un tesoro escondido en esta ciudad: algo que buscar, algo que anhelar, algo como tú. Desde siempre te he buscado y bien que me has hecho esperar. Pero me siento feliz de haberte buscado, de haber dedicado tanto tiempo a buscarte. El sólo encontrarte me ha transformado en otro, como si hubiera mudado de cuerpo.
Silencio. Atrás ahora también se escucha la brisa que lentamente va tomando fuerza, lentamente vuelve a ser viento.
Tomo parte del aire para mí y sigo hablando…
- Mas, amiga mía, ahora que estoy viviendo este momento, ahora que te he encontrado, deseo no haberlo hecho. Contigo nada puede ser triste, nada puede ser efímero. Pero sé que cuando todo esto acabe dejaré de volar, dejaré de cantar, incluso hasta dejaré de buscar. Volveré a mi casa, a mi balcón y a mi mañana, y estaré una vez más triste y solo.
La brisa, que ahora no es tal, que ahora es viento, que ahora asola la ciudad, hace bailar a las nubes que ahora cubren al cielo completamente. Todavía sigue el silencio, muralla que separa a los hombres, y entonces pienso que así termina mi breve aventura, en remolinos de viento silencioso y arrazantes vendavales de amistad. En cualquier momento despertaré en mi casa, en cualquier momento saldré al balcón a contemplar la ciudad, y estaré convencido de que todo esto ha sido un sueño. Pero no, todavía queda algo más, mi amiga siempre tiene una réplica preparada.
Se acerca, acaricia mi frente, y me dice…
- Cuando anochezca en tu porteña soledad, por la rivera de tus sábanas vendré, con un poema y un trombón a desvelarte el corazón. Así cantaremos y volaremos juntos nuevamente, hasta que sientas que enloquecí tu corazón de libertad. Ya vas a ver…
Y río como un loco condenado, no me esperaba aquella respuesta. Mi corazón desborda de alegría; siente que ella dice la verdad.
- Salgamos a volar una vez más, querida mía – le digo.
Ella se pone de pie y por última vez me toma de la mano, me toma en vuelo. Volamos nuevamente, claro que volamos, tomados de la mano-cielo-viento, surcando las ciudades, los campos y los mares, dejando atrás la soledad, la tristeza y la oscuridad. Volamos escapando de la lluvia, como noche que amanece, como pájaros perdidos que vuelven desde el más allá. Volamos, solos volamos, en busca de nosotros….
Todavía surcando los cielos, me habla e interrumpe mi interminable corriente de pensamientos.
- Ahora escucha y presta atención, quiero decirte un secreto: cuando todo sea gris y no sepas qué hacer, subite a mi ilusión súper sport, que vamos a volar por las cornisas con una golondrina por motor. Del Vietes nos aplaudirán: “¡Que viva, vivan, los locos que inventaron el amor”.
- Sí – le digo – y un ángel y un soldado y una niña, nos traerán un valscecito bailador. Nos saludará la gente linda y será todo loco, pero tuyo, qué sé yo.
Y entonces, por primera vez, ella ríe totalmente, sorprendida por mis palabras, y alegre, alegre como nunca ella ríe; ella que provoca campanarios con la risa. Ella ríe y ríe sin poder parar, y así, riendo a más no dar, comenzamos a descender. Miro hacia abajo y distingo mi edificio, mi piso, mi balcón, mi calle, mi vida.
Cuando tocamos suelo, ella logra calmarse y se despide a media voz.
- Quiero decirte una cosa más… – me dice.
¿Seriedad a la hora de la despedida? No, sólo locura.
- Dime. – le respondo.
Acerca sus labios a mi oído y apenas escucho un susurro.
- Quereme así, piantada (¡Piantada!), quereme así. Abrite a los amores que vamos a inventar. Ponete esta peluca de alondras y volá, volá conmigo. Vení, volá, vení.
Se va, se va volando, y volando desaparece detrás de un enorme edificio. Y yo me quedo parado en mi balcón, pensando en las palabras, todas y cada una de ellas, en los recuerdos (mágica locura total de revivir) y en la ciudad y sus secretos… la ciudad.
Observo la calle, ahora teñida de gris, y aunque no me siento precisamente alegre, no puedo dejar de mirar y sonreir. Pues, verán, las callecitas de Buenos Aires tienen ese qué se yo, viste…
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, junio del 2007
Versión definitiva