Los tres despertaron tarde. El taxista, el obrero y él.
El taxista despertó a eso de las siete y media. Abrió un ojo y, cuando vio los dos pares de números rojos brillando en la oscuridad, casi pegó un salto. Se dio una ducha rápida y fría, maldiciendo al termotanque que nunca estaba de acuerdo con él, desayunó de pie unas tostadas quemadas con manteca y un mate cocido horrible, y salió del departamento calzándose la campera. Se subió al taxi, un destartalado Peugeot 504, y sonrió: a pesar del retraso llegaría a tiempo. Arrancó el coche e hizo media cuadra antes de darse cuenta de que se había olvidado la billetera con la recaudación del día anterior. Tenía que llevársela al dueño antes de las nueve; faltaban tan solo veinte minutos. Puso marcha atrás y, maldiciendo nuevamente, observó por el espejito retrovisor que un inmenso camión había ocupado el lugar donde había estacionado y otros tres lugares más. El resto de la cuadra era un largo y colorido desfile de autos, no había un solo claro. El taxista lo pensó un momento y decidió que no tenía sentido buscar donde estacionar; podría tardarse diez, quince minutos, que no tenía. Así que dejó el taxi en doble fila, justo delante del camión (pensando en la posibilidad de al menos estorbarle la salida) y corrió hasta el departamento. En la puerta se encontró con él. Se saludaron secamente, como cada vez que se veían, y cada uno siguió su camino. El taxista abrió la puerta de su casa y lo golpeó un vapor caliente, espeso. En su apuro se había olvidado de cerrar la ducha y en algún momento el agua había comenzado a salir caliente. Se adentró unos pasos en aquella Londres casera, se llevó por delante una silla y una pared. Otra vez maldiciendo, entró en el baño, cerró la canilla y volvió al comedor; encontró la abultada billetera sobre la mesa. En el momento exacto en que la guardaba en su bolsillo izquierdo escuchó el grito...
El obrero también despertó bastante tarde, pero lo suyo no tenía perdón. Se había acostado a las ocho de la tarde y había dormido de corrido hasta las siete y diez de la mañana, más de once horas. Sorprendido y algo risueño, puso el agua para el mate mientras se vestía con la ropa del día anterior, un mameluco mugriento que hacía rato que había perdido su color inicial. Luego fue hasta el baño, se empapó en colonia y regresó a la cocina. Pasó el agua caliente a un termo y preparó el “kit del mate”. Antes de salir se acordó de buscar el casco amarillo y aprovechó para llevarse también un par de bizcochos para el mate. El día anterior se había llevado el camión mezclador sin que nadie lo supiera. Total, como sería el primero en llegar a la obra… Pero el tiro le había salido por la culata. Todo por culpa del maldito despertador, del sueño o del destino (no sabía exactamente a qué echarle la culpa). El obrero se desperezó, ya dentro de la cabina del camión, y se sacó una larga legaña del ojo izquierdo; la hizo una bolita y la tiró por la ventana. Salió a la avenida, algo excedido en velocidad, y siguió derecho hasta la autopista donde lo recibió el típico embotellamiento matutino. Una hora después, cuando el obrero llegaba a la esquina de la obra, el taxista se daba cuenta de que se había olvidado la billetera y él luchaba con el nudo de la corbata, el primero, ya preocupado e infinitamente apurado, estacionó como pudo y donde pudo, sin fijarse que había ocupado cuatro lugares. Fichó la entrada e inmediatamente se cruzó con el capataz. Temió lo peor, la expulsión, el destierro, y ahora qué le digo a la negra, pero, como ese día el Ingeniero andaba supervisando, el jefe apenas le dijo un par de palabras y lo dejó ir. El obrero subió al ascensor, marcó el décimo piso. No podía creer la suerte que había tenido. Dio un largo bostezo, sin preocuparse en taparse la boca, y cayó en cuenta de que todavía tenía sueño. Al salir del ascensor, en medio de su estado de ensoñación, se llevó por delante una carretilla cargada de ladrillos, que salieron disparados hacia todas partes…
Él despertó tan solo veinte minutos después de lo habitual, pero fue como si hubieran sido tres horas. Tenía una rigurosa rutina que le llevaba exactamente una hora y cuarto. Así que se levantó rápido y casi corrió hasta el baño. Se cepilló los dientes, utilizando sólo cuatro minutos de los siete que solía utilizar, y se metió en la ducha; tardó quince minutos más, tres menos que de costumbre (ya había ahorrado seis preciosos minutos). Salió de la ducha y, sin secarse, fue hasta el comedor donde enchufó la plancha y desplegó un mantel sobre la mesa. Mientras la plancha tomaba temperatura, se secó el cuerpo y se puso el calzoncillo de seda, las medias caqui y el pantalón color gris claro, ahorrándose otros tres minutos más (ya iban nueve). Tomó una de las camisas limpias y la planchó, revisando que el cuello y las mangas quedasen perfectas, esta vez sin ahorrar ni un solo segundo. Luego se calzó la prenda y sintió con placer el calor, el tenue olor a hilo quemado y la fragancia del suavizante por detrás, ya casi desapercibida. Fue hasta la habitación, dejó para otro día la lectura del diario, y buscó entre sus corbatas aquella que combinara perfectamente. Eligió una que hacía juego con sus medias y se la ajustó en el cuello, sabiendo de ante mano que el nudo estaba hecho. Luego se calzó el saco y se inspeccionó en el espejo. Entonces se dio cuenta, algo sorprendido y enojado, de que el nudo estaba torcido. Inmediatamente se sacó la corbata, lo hizo en el momento exacto en que el taxista decidía volver a su casa y el obrero estacionaba el camión; recién al tercer intento logró anudarla del modo exacto. Cuando encendió el televisor para revisar la hora y la temperatura, sonrió satisfecho: había logrado reducir su rutina a cincuenta minutos. Por lo tanto, saldría a la hora de siempre: a las nueve menos veinte. Tomó las llaves, con una sonrisa creciente, y salió. En la puerta se cruzó con el taxista; lo saludó con una inclinación de cabeza, no se merecía más que eso. Sacó las llaves del auto y, tras escuchar el clásico “pip pip” de la alarma, vio, con cierto horror, que su auto estaba encerrado. Un taxi destartalado estaba estacionado en doble fila y no le permitía salir. Vacilando, se quedó un momento quieto sin saber qué hacer. Tenía que cumplir con su horario, seguir con el correr del día, no podía alejarse de su meta ni un por solo segundo. Miró su reloj, las ocho y cuarenta y tres; ya no había tiempo que perder. Decidió tomarse el subte y a otra cosa. Si bien era incómodo el subte a esa hora, tardaría casi lo mismo que yendo en su auto o quizá un poco menos. Así que guardó las llaves en el saco y enfiló rápido hacia la avenida.
El punto de convergencia fue una baldosa rota, de ésas que todos odiamos pisar durante los días de lluvia. Estaba justo a mitad de cuadra, a la altura de la obra en construcción, una mole de hierro y cemento que ya llegaba a los once pisos de altura. Se detuvo a pocos pasos de la baldosa y observó por un segundo a los obreros. Le disgustaba aquella prole sucia y mal hablada. Miró a uno en particular que iba en el ascensor y que en aquellos momentos parecía bostezar sin taparse la boca; inmundo, maleducado. Luego miró la hora y se olvidó de todo, no fuera cosa que por esa distracción se le hiciera tarde. El taxista guardó la billetera en su campera, el obrero se tropezó con la carretilla, él sólo salió a tiempo a pesar de haberse despertado tarde... Apenas puso un pie sobre el punto de convergencia, ni un segundo antes, ni uno después, un ladrillo, cual herramienta del destino, del tiempo o lo que sea, cortó el aire en dos y lo arrojó al suelo, retrasándolo para siempre.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, abril del 2009