Tres silencios y alguien que habla; la voz apenas se distingue de otras que vagan perdidas por el aire. Dos personas delante y dos detrás. Las de adelante estaban ahí desde antes de mi llegada a la fila. Las otras tres, las de atrás, fueron apareciendo con el correr de los minutos.
Espero de pie y de brazos cruzados. Enciendo un cigarrillo. Me siento seguro y me encuentro increíblemente tranquilo. El frío en forma de brisa recorre la calle y congela mis brazos, mi cara y mis piernas. No me molesta, sigo esperando.
Por la vereda de enfrente, dos perros se pasean juguetones entre la multitud. De repente, uno cruza la calle y un auto lo atropella. El vehículo no se detiene y se pierde a lo lejos. El perro, desangrándose en el suelo, incapaz de saber qué le está sucediendo, comienza a morir…
Me es indiferente.
–No es mi perro –murmuro.
El resto de las personas, las que están delante, las tres de atrás y todas las que circulan por la calle, hacen una mueca de asco. Aunque, en cierta forma, también les resulta indiferente. Supongo que tampoco es su perro. Sigo esperando.
Una de las dos personas de adelante desaparece. La otra, la que queda antes que yo, da dos pasos. También yo los doy: primero levanto el pie izquierdo y luego arrastro el derecho, como para no llamar la atención. Es gracioso como el tiempo reduce su velocidad cuando uno espera, transformando a los minutos en horas que nunca llegan a su fin. Pero no me molesta, sigo esperando.
En la esquina diviso a un grupo de chicos que juegan, corren, gritan… y entonces sonrío. Recuerdo cuando de chico gritaba, corría y jugaba. Luego desvío la mirada, y en ese preciso instante olvido de qué me estoy riendo. Siento aquella extraña y confusa sensación de estar riendo sin poder parar y sin saber porqué. Me calmo y sigo esperando.
Observo que la persona de adelante es una mujer. No la conozco, pero la encuentro particularmente familiar. Como si alguna vez alguien nos hubiese presentado en alguna parte. Es delgada, tiene el cabello rubio lacio hasta los hombros; es alta, aunque no tanto como lo soy yo; mueve las manos en un frenesí infinito. Intento saludarla, pero me detengo en el acto. No me animo. No quiero perturbarla, ni muchos menos molestarle. Y aunque quiero saber si en verdad la conozco de algún lugar en alguna parte, no hago nada para averiguarlo. Me quedo mudo, sigo esperando.
De repente ella también desaparece; quedo al frente entonces. Algo entristecido, doy mis dos pasos. La espera con ella adelante era más fácil de soportar. Por primera vez desde que he llegado a la fila me siento solo y vacío, completamente incómodo con lo que me rodea. Intranquilo, busco una distracción, un pasatiempo, pero no encuentro nada. Intento calmarme, mas no puedo hacerlo, quiero irme de allí cuanto antes. Resignado, doy un saludo en silencio, despidiéndome de ella sin decir palabra alguna, y sigo esperando.
Detrás, el número de personas aumentó considerablemente con el pasar del tiempo. Ahora diez personas esperan pacientes llegar al final de la fila. Me doy vuelta y observo cada uno de sus rostros. No conozco a ninguno de ellos, pero la mayoría está tan intranquila como yo. Me alivia un poco pensar en eso. Doy un suspiro de tranquilidad, y sigo esperando.
Saco la billetera del bolsillo derecho de mi pantalón; como la espera está a punto de concluir, aprovecho y la saco de antemano. Luego la reviso cuidadosamente. No deseo volver a comenzar la fila, y no tengo que hacerlo. No he olvidado nada, todo está en orden. Sigo esperando.
Entonces la veo salir. Mis ojos casi la habían olvidado. Es ella, no hay dudas. Es la misma persona que se encontraba en la fila hacía apenas unos minutos… aunque extrañamente parece distinta. A pesar de que su cuerpo, cabello y altura siguen siendo iguales, hay algo que falta. Parece ser que ajena a la fila ha perdido cierto encanto.
Cruzamos la mirada, sólo por unos instantes. La veo tranquila, sonriente. Me doy cuenta de que no la conozco y que jamás la he visto antes en mi vida. Luego ella desvía la mirada y comienza a caminar. Desaparece mezclándose entre la gente.
Entro al cajero automático, dejando la fila atrás, retomando mi vida. Retiro cuarenta pesos y un comprobante que me indica que he retirado cuarenta pesos.
Al salir, respiro el aire triunfante. Observo a la gente de la fila, a la cual ya no pertenezco, y que se encuentra ansiosa de que sea su turno de entrar al cajero, para luego salir triunfante, como lo hice yo, y antes que yo aquella mujer, y así sucesivamente, en una cadena infinita de personas, hasta el comienzo de los tiempos.
Doy algunos pasos, me siento más tranquilo y más seguro. El aire parece distinto y la tarde noche se vuelve hermosa. Comienzo a bajar los escalones con una sonrisa tímida en los labios.
Cuando desvío la mirada de la fila, observo otra vez al perro que ahora emite sus últimos gemidos. Siento lástima y un poco de tristeza.
–No era mi perro –murmuro–, pero era un perro y estaba vivo.
Comienzo a caminar.
Desaparezco mezclándome entre la gente...
© Alejandro Andrade
Villa Gesell, enero de 2001
Publicado en Ciudades y otras historias, Dunken, 2006;
y en Vivencias ocultas, Creadores Argentinos, 2008.