Desde la ventana de un bar fui testigo de su recorrido nocturno por la calle Honduras, alrededor de la Plaza Cortázar. Aquella figura pálida, víctima del tiempo y del fuego, se acercaba a la gente y la manipulaba a gusto; más por miseria y lástima que por verdadera manipulación.
Elegía sus pretendientes con cuidado. Nada de borrachos ni desaliñados, que ya no estaba para aventuras y no vendrían nuevas primaveras. Tampoco los tristes y melancólicos porque no necesitaba un hombro donde llorar. Se mezclaba con la gente y seleccionaba sólo a los de mirada perdida y estúpida.
Cuando encontraba el rostro soñado, sólo entonces, sus rasgos se volvían dulces y la vejez abandonaba sus huesos. Caminaba casi en puntas de pie, con la vista al frente y la cabeza alta y erguida. Nada de vergüenzas, al contrario. Le mostraba al mundo los muslos carcomidos por el tiempo, los pechos que colgaban ajenos a su cuerpo todavía esbelto, sus labios rojo fuego… antes de que su mirada tocase la suya sabía que lo conseguiría; nadie en setenta y siete años la había rechazado.
Las manos fuertes y jóvenes entregaron la botella al primer pedido. Ella dio un gran sorbo y luego lo miró detenidamente. Pero no, a tal parecer él tampoco era. Devolvió la botella y siguió su camino. Quizá fuera ése otro que estaba sentado en el escalón o aquel que estaba parado en la esquina. ¿Quién sabe?
Melancólica, se alejó por las sombras en busca de su hombre y de un último trago.
© Alejandro Andrade
Buenos Aires, noviembre de 2003
(Versión final: septiembre de 2007)